Marcel corrió hasta el final del corredor por donde se había ido el idiota llevando a Odette a la rastra, pero no vio a nadie. ¡La puta que lo parió, dónde mierda se metieron! A punto de largarse hacia las escaleras, un ruido amortiguado a sus espaldas le erizó los pelos de la nuca. Prestó atención. Pasos. Muchos pasos sordos y a un ritmo que reconocería dormido: el despliegue de un comando en operativo de copamiento. ¿Quiénes son? La posibilidad de que fueran los hombres de Seoane era desastrosamente alta. ¡Tengo que ir a buscar a Odette! Los pasos se acercaron, y se metió en una habitación vacía y a oscuras al principio del corredor, sin sacar el dedo del gatillo de la Uzi. Escuchó la respiración pesada de los tipos y espió por la hendija entre la puerta y el marco: uniformes negros. El corazón le saltó dos latidos. La puerta se abrió violentamente y dos tipos de negro y encapuchados lo encañonaron.
— ¡No se mueva! ¡Las manos separadas del cuerpo!
El más alto lo empujó contra la pared y le incrustó el fusil en los riñones.
— ¡Gire despacio! — ordenó el tipo mientras se encendía la luz.
Se escucharon más portazos a lo largo del pasillo. De reojo, vio que el segundo hombre retrocedía hasta la puerta y salía, atento a lo que ocurría afuera. Levantó los brazos y comenzó a girar. El que lo encañonaba movió apenas el arma y él deslizó una pierna detrás de los tobillos del tipo y lo hizo volar por el aire, mientras que con el antebrazo golpeaba el fusil. Parece mentira que semejante mastodonte pueda dar una voltereta como esa. El tipo abrió los ojos enormes de asombro pero se recuperó instantáneamente y saltó sobre el arma. No lo suficientemente rápido, porque él la alcanzó antes y le apuntó al tipo, al tiempo que le arrancaba el pasamontañas.
— Jumbo, se supone que venías en mi auxilio.
— ¡Boludo! ¡Casi te vuelo la cabeza!
— ¿Ah, sí? ¿Y cómo, querubín? Soy yo el que apunta.
— No fanfarronees tanto, bomboncito— Meyer levantó la zurda: sostenía una Tomcat ridículamente diminuta en su manaza pero muy efectiva a la altura de la entrepierna a la que estaba apuntada.
— Bien hecho, compañero. Estoy tan contento de verte que tengo ganas de besarte.
— Después, mi amor. Ahora tenemos que salir.
— Tengo una idea mejor.
****
El hombre de la garita de vigilancia del garage, tenía el quepis enterrado hasta las orejas y la visera sobre la cara. Ayrault lo saludó desde el auto y el tipo sacudió la cabeza. A Ayrault le gustaba el aspecto engañoso de su Wolfsschanze; disfrutaba del esplendor de su propio despacho y de la opulencia escondida en los pisos superiores, que imitaba el estilo de la antigua Central de la Orden del Temple en París.
El chofer del auto oficial lo había dejado en el departamento donde se alojaba cuando viajaba a la capital; él había despedido de manera algo más brusca que lo usual a la comitiva de asistentes, secretarios y adulones que zumbaba habitualmente a su alrededor. Janvier le había avisado de la llegada intempestiva de Seoane: ¿qué mierda podría haber pasado para que el tipo se adelantara? ¿Algo estaría saliendo mal? Era imposible que Seoane lo supiera antes que él. ¿Qué movería al tipo a llegar antes de lo convenido? Urgencias de pendejos, se encogió de hombros.
Un estremecimiento de anticipación le recorrió el cuerpo. Mañana. Falta tan poco para mañana... Seoane le había prometido un monto superior al exigido como rescate. Podría cubrir las deudas monstruosas que había generado la campaña política, entre sobornos, cuentas de publicidad y gastos de viajes. El sueño estaba ahí, al alcance de su mano y una vez en el Elysée, todo sería diferente. Todo, incluso su relación con el pendejo de Seoane y con la Orden misma. ¿Quién se atreve con el presidente de Francia? Tenía los hombres a su favor, el aparato político, el electorado... Su alcaldía en Chaumont había sido el ejemplo nacional de que cuando se quieren hacer las cosas bien, basta una mano firme y decidida.
“La gente está harta de ilegales que les roban el sueldo y atacan a sus hijos en la puerta de la escuela”, había pontificado desde su banca de diputado, apelando a ese chauvinismo fácil y efectista que siempre convencía al vulgo. El lema de su campaña plagiado a Monroe era “Francia para los franceses”, y había ganado adeptos en todo el territorio nacional. Francia para los franceses; yo soy francés; Francia para mí. El silogismo lo hizo sonreir cuando salía del montacargas al corredor del segundo piso. El que estuviera vacío y silencioso no lo sorprendió: en esos días la vigilancia se concentraba en los subsuelos. Sin mirar presionó la tecla del beeper, llamando a Janvier. Tener que llamar por segunda vez lo irritó. La tercera vez, regresó hasta el montacargas y aulló por el hueco. El montacargas bajó, y subió con Janvier que traía una pierna a la rastra.
— ¿Qué mierda te pasó?— rugió.
— Anouk...— jadeó Janvier, desencajado.
— ¿Anouk, qué?— lo sacudió por un hombro.
— La desgraciada me disparó. Vino con Seoane. Él me dio orden de despacharla lo mismo que usted y ...
— Y ella te despachó primero, ¿no? ¡Cretino! ¿Cuánto hace de esto?
—Me caí y me golpeé la cabeza... pero me recuperé rápido... Tuve suerte, es nada más que un raspón...
— ¡Sabe demasiado!— sacudió al hombre por la camisa—¡Quiero ver el cadáver de esa puta con mis propios ojos!
— ¡Ya mismo, señor!— Janvier dio media vuelta y él lo agarró de nuevo.
— ¿Dónde carajo está Seoane? ¿Para qué vino?
Janvier le explicó y le dieron ganas de volarle la cabeza por imbécil.
— ¿Por qué mierda no me dijiste nada cuando te llamé? — aulló a dos centímetros de la jeta del cretino.
— ¡Seoane habló de la otra localización...la que usted ya conocía! Dijo que los refuerzos no habían llegado a tiempo y que pasaba al plan alternativo!
Algo no salió bien. Ese idiota de Blanchard hizo cagadas. Una punzada de miedo le nació en la base de la espina dorsal.
— ¡Que Seoane venga a verme!— ladró mientras Janvier se metía al montacargas y desaparecía en las tripas del edificio.
El tableteo inconfundible de una ametralladora destrozó el silencio y Ayrault se quedó paralizado, atento a los ruidos provenientes de los pisos inferiores. La indecisión le duró décimas de segundo. Que se maten entre ellos. No puedo quedarme y que me relacionen con este lugar. Que se arregle Seoane. Ni siquiera se molestó en pensar qué pasaría con los mocosos: eran descartables lo mismo que Anouk, Janvier y los demás ocupantes de la Wolffschanze. Todos, salvo él. Tuvo la precaución de recoger su arma del escritorio antes de correr al montacargas. Mientras bajaba escuchó ruidos por la escalera y al llegar al garage, se parapetó detrás de una columna para emboscar al que lo seguía. Cuando identificó el ruido, contuvo una carcajada: pasos de mujer.
****
— Comisario, se acercan dos vehículos— zumbó el radio.
Auguste sintió que la adrenalina se le disparaba, golpeándole el pecho de anticipación. ¿Cuánto hace que no estoy en la calle? Carajo, uno puede volverse adicto a esto. Ordenó al resto de las unidades mantenerse alerta, listas para reunirse con ellos delante de la entrada principal. Un comando, con Meyer a la cabeza, ya había entrado y en cualquier momento comenzaría la diversión. Reculó despacio con su auto, con las luces apagadas.
— Mantengan las posiciones— radió en un murmullo.
El recuerdo del operativo de copamiento de la antigua Central le estrujó las entrañas. En dónde mierda estás, Cisne. El detector sólo señalaba a Marcel — un miserable puntito a 36,6 °C—, y no tenían idea de en dónde podría estar Odette hasta tanto no entraran. Los autos aparecieron de la nada y enfilaron hacia el garage quemando neumáticos. Auguste apretó furioso el acelerador y cruzó su auto delante de la entrada.
El conductor del primer vehículo clavó los frenos para no estrellársele encima, y desde el interior abrieron fuego sin demasiadas contemplaciones. Los hombres que iban con Auguste hicieron lo propio a discreción. Desde las ventanas del cuarto piso tiraron con ametralladoras y la calle se convirtió en un infierno de disparos y aullidos. Los del segundo auto bajaron dispararando; corrían todos hacia el edificio, cuando fueron interceptados por los hombres de Auguste que venían de la calle de atrás: estaban cerrando el círculo, pero las ratas se defendían con uñas, dientes y munición de grueso calibre. ¡Carajo, esto es una guerra civil! El audio zumbó un mensaje.
— ¡Comisario, me escucha?— Meyer ladró nuevamente por la cucaracha— ¡Localizamos a Dubois y estamos abriendo camino hacia afuera!
— ¿Qué hay de Marceau?
— ¡Nada!
— ¡La puta mierda, encuéntrenla! — rugió.
El fragor del tiroteo desde los pisos altos disminuyó. Bien por Meyer. No tenía novedades de Ortiz y el hombre que iba con él, pero antes de que tuviera tiempo de preguntar, desde los autos gritaron y tiraron las armas al medio de la calle. Tres tipos— los únicos en pie a esas alturas de los disparos —, salieron con las manos en alto. Los hombres de Auguste los rodearon, encañonaron y esposaron, y él se acercó corriendo.
— ¿Dónde está el hijo de puta de tu jefe?— gritó mientras le arrancaba el pasamontañas al primero y casi tropezó por la sorpresa: Blanchard. Se quitó su propio embozo y el otro abrió los ojos, aterrorizado. Auguste lo soltó con violencia.
— ¡Massarino!— gritaron a sus espaldas cuando amartillaba el arma para vaciarle el cargador.
Con un esfuerzo contuvo el dedo del gatillo y giró para ver quién carajo le había perdonado la vida a esa escoria: Claude Michelon bajaba de un auto oficial de la Brigada, en todo su férreo esplendor. Un tipo bajo y corpulento la seguía.
— Madame, no sabe cuánto me alegra verla— jadeó.
Michelon asintió y preguntó por el cuadro de situación. Auguste le pasó el parte a las apuradas.
— ¿Cómo llegó tan pronto...?
— Más tarde, Massarino— lo interrumpió.
Auguste lanzó una ojeada de refilón al tipo que la acompañaba. ¿El inspector general Lejeune? Y con una cara de culo que espanta... Mierda. Lejeune...¡Lejeune, hijo de puta madre! La comprensión lo paralizó y la indignación le electrizó el cuerpo. Massarino, no pierdas la calma. Encajó los dientes hasta que le dolieron. Junto a él, Lejeune casi no respiraba, sin mirar a ninguna parte. Amagó a apartarse pero la mano de Michelon le apretó el brazo.
— Quédese conmigo, Massarino— susurró sólo para él—. Necesito apoyo.
Iba por Odette pero después de todo, adentro estaban sus mejores hombres junto con Meyer y Ortiz. Y también Marcel. La miró de reojo: aun a la luz escasa de la calle, Madame se veía pálida. Le palmeó la mano con discreción.
— Cuente conmigo, Madame— e interpuso su metro con ochenta y siete y los algo más de noventa y cinco kilos de policía malhumorado, entre Madame y el bicho repelente de Lejeune, sin molestarse en dar las disculpas por haber pisado a un superior.
MEDIANOCHE EN LOS SUBSUELOS DE LA WOLFFSCHANZE
La silueta se recortó en el contraluz ralo del garage, corriendo hacia la rampa. Ahí estás, putita. Ayrault se le cruzó delante, obstruyéndole el paso.
— ¿Adónde vas, nena?
La mujer dio un salto hacia atrás, evitando que la tocara.
— ¡JJ! ¡Me asustaste!
— ¿Qué estás haciendo acá?
—Los tiros...— ella retrocedió —,...no sé qué pasa...
— ¿No viste a Janvier?— la tomó del brazo y se lo retorció—. Claro que lo viste, ¿eh? ¡Lo viste y le disparaste!— le enterró el cañón de la pistola en el estómago.
— ¡Él… él trató de...!
— Este Janvier es un sentimental: seguro que antes de liquidarte quiso despedirse, ¿eh?— meneó la cabeza—. Es un completo idiota, siempre lo dije. No hay que enredarse con putas— con la mano libre le apretó el cuello —¿Quiénes son los que andan por el edificio?
—No sé...— tosió ella—, no los conozco...
La golpeó en la cara con la mano abierta y tuvo que sostenerla por el pelo para que no cayera al piso.
— ¡No mientas, puta! ¡Me traicionaste y me las vas a pagar, pero antes vas a hablar!
— ¡JJ, te juro que no...!
Volvió a golpearla, esta vez en el costado y cuando la soltó, ella se desplomó a sus pies, doblada sobre el estómago. Se inclinó y le quitó la pistola que ella llevaba en la cintura. Seguro es la del cretino de Janvier. Por el hueco del montacargas resonaron gritos y disparos. Se están acercando. Tengo que salir ya mismo. Tenía que salvar su pellejo y el honor aunque el operativo fracasara. Contaba con las necesarias cabezas de turco pero no con tener que eliminar él mismo a nadie, ni siquiera a Anouk. Lejeune le había advertido que ya no le cubriría las espaldas en lo que se refería a sus diversiones, y él se había comprometido a abandonarlas. Había cumplido: no más jueguitos desde lo de Estrasburgo. Lo siento, ‘Etchegoyen’, esto es una emergencia. El arma está registrada a mi nombre y me delataría de inmediato. Prestó atención a la mujer que se removía en el suelo y se preparó para destrozarle el esternón. No tenía tiempo para más: sólo rematar. Son tan débiles, se quiebran tan pronto. Es como yo digo: ¿cómo carajo podrían servir en la Policía unas cositas tan ridículamente frágiles?
La levantó del suelo con una sola mano y la arrojó contra la columna. Disparaba el golpe cuando la reacción fulmínea de la mujer lo tomó por sorpresa. Despegándose de un salto, ella pivotó en un pie y lanzó el otro en un arco increíble y perfecto hacia su puño, vulnerándole la muñeca. El mismo pie continuó el trazo mortífero y se estrelló en su mandíbula, haciéndolo trastabillar y perder el equilibrio. Otro giro y otro golpe en la ingle le quitó el aliento. Ella ya no arriesgó más y se largó a la carrera hacia la rampa.
Ciego de rabia, aguantando las ganas violentas de vomitar y con un dolor que le apuñalaba las entrañas, corrió tras ella, 45 en mano, dispuesto a acabar con la arrastrada de una puta vez por todas. No podrán reconocer tu cadáver cuando yo termine con él, se prometió mientras corría.
****
El disparo resonó a sus espaldas un segundo antes de que el edificio se sumiera en una oscuridad estigia. El apagón la desorientó y Odette se detuvo un instante a recobrar la noción del espacio a su alrededor. Inspiró tratando de no jadear. Más disparos provenientes de arriba la decidieron a guiarse por el ruido para llegar a la salida.
¿Y cuando salgas, nena? Una cosa a la vez. La rampa de salida estaba del lado opuesto a la que venía del segundo subsuelo. Avanzó cautelosa hacia donde tableteaba el tiroteo y entonces escuchó detrás y debajo de ella, el resuello de alguien corpulento. Miró por encima del hombro pero las tinieblas eran impenetrables. Corrió rozando la pared a su derecha. Un griterío infernal estalló por encima de su cabeza y una corriente de aire frío le agitó el pelo. ¡La calle! Tanteó con un pie y luego con el otro hasta sentir la pendiente. Cuando atacaba el tramo final, los faros de un automóvil desgarraron el aire negro del garage. ¡Ese condenado hijo de puta!
Ayrault disparó dos veces mientras conducía a golpes de volante. Uno de los proyectiles pasó silbando junto a su cabeza y se enterró en la pared que le servía de guía. Trocitos de revoque le saltaron en la cara. Se tiró al suelo, y el segundo disparo se perdió en la oscuridad. Los haces de luz barrieron enloquecidos el lugar y ella rodó rampa abajo, eludiéndolos. Desde el suelo distinguió un enjambre de bultos negros detrás del auto. ¿Y ahora, quién?
El automóvil retrocedió y viró en redondo a izquierda y derecha como un animal enfurecido, buscándola. Odette se incorporó y se lanzó a una carrera desesperada. Escuchó pasos que remontaban la rampa tras ella y el miedo la mareó: ¡carajo, viene por mí y estoy desarmada! El motor se quejó por la acelerada violenta y los neumáticos patinaron antes de rodar. Ella corrió zigzagueando, otro haz de luz la encontró y un disparo le pasó demasiado cerca. Ella y el que iba por ella, se tiraron al suelo y se levantaron a un tiempo. Ella apretó el paso y escuchó una andanada: ya no sabía quién era el blanco. El pavimento se nivelaba y siguió corriendo: la calle no podía estar a más de diez metros. Detrás de ella, los faros iluminaron el techo: Ayrault también estaba saliendo. Algo se interpuso entre la luz y ella y un instante después, ese algo la golpeó desde atrás.
El impacto la dejó sin aliento siquiera para gritar o defenderse. El tipo la levantó como si fuera un juguete y cargándosela al hombro se lanzó a la calle. Más disparos en todas direcciones arrancaron esquirlas de las paredes. Una debió rozar al que la llevaba porque el hombre ahogó un quejido bajo el pasamontañas, pero pareció que eso le dio el ímpetu final, porque de un salto ganó la calle. Rodó por el suelo con ella a cuestas, alejándose de la línea de fuego. Todavía debajo de la mole jadeante del tipo, oyó chirriar neumáticos. Sin dejar de cubrirla con su cuerpo, el hombre se movió para disparar y el estampido fue ensordecedor. Alguien aulló. El automóvil se detuvo. Ella no podía moverse o siquiera espiar, aplastada de cara contra el pavimento, y las costillas le estaban comenzando a doler.¡No puedo respirar! Trató de sacudirse de encima al hombre de un codazo pero sus intentos eran menos que cosquillas para él.
— ¡Baje la cabeza, carajo!— acompañando la palabra con la acción, el tipo le sujetó la nuca y la mantuvo contra el suelo.
La voz la hizo respingar de la sorpresa: ¡Ortiz! ¿Qué mierda estaba haciendo ahí? Los tiros amainaron y el hombre se puso de pie, la levantó bruscamente por un codo y corrió con ella a la rastra, cubriéndola hasta pasar el círculo de autos.
Nadie les prestó atención, ocupados como estaban con los que tiraban desde el edificio. Pasaron la barrera protectora de los autos y Ortiz miró a su alrededor sin soltarla, buscando un vehículo al cual subirla.
— ¡Espere!— chilló ella, tratando de soltarse—. ¿Qué hace aquí, coro...?
Los ojos oscurísimos relampaguearon y la mano del hombre le cubrió la boca.
— ¡Cállese! Hago nada más que lo que debo hacer. ¡Métase al auto y no salga!— ladró y la empujó dentro de uno, cerró de un portazo y regresó a la línea de fuego.
****
Meyer gruñó un “comprendido” y tironeó del brazo de Marcel al tiempo que se señalaba la cucaracha.
— Es ese Ortiz. Marceau está fuera de peligro: acaba de dejarla afuera en un auto.
Marcel aguantó un suspiro de alivio. Ya está a salvo. Ahora es mi turno de terminar con esto.
— Necesito comunicarme con Ortiz— Meyer le pasó la cucaracha y el mic. Cuando se lo devolvió, Jumbo lo miraba con cara de velorio—. Lo siento, Jumbo. Tengo que hacerlo.
— Vamos juntos.
— No. Tengo que terminar solo este asunto.
Jumbo lo miró a los ojos sin pestañear durante unos momentos.
— Encontraste al proveedor de Ayrault— dijo sin preguntar y Marcel asintió despacio.
— Es una jugada peligrosa. Empezamos esto juntos, lo terminamos juntos — decidió Jumbo.
— No esta vez. Necesito que... que la cuides.
Meyer tragó aire.
— ¿Le digo algo a Massarino?
— Lo que te parezca prudente— se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. No. Es mejor que lo sepa todo.
— Ni siquiera yo sé todo— Jumbo replicó a media voz.
— Ya lo irás deduciendo. Tengo que irme— cabeceó hacia algún lugar afuera del edificio —. No la descuides.
— Tranquilo— le dio una palmada en el hombro.
Marcel dio media vuelta y se perdió a la carrera por el corredor que daba a la salida lateral. Por eso no vio a Jumbo menear amenazadoramente la cabezota llena de rulos incongruentes con el uniforme de la Brigada Antiterrorismo, ni escuchó las obscenidades que murmuraba, haciendo referencia al escaso intelecto y al exceso de volumen de los testículos de su compañero. Tampoco vio la mirada que erróneamente todos confundían con inocente, y la decisión en ella que hablaba a las claras del poco caso que pensaba hacer el capitán Bernard Meyer de las instrucciones que acababa de recibir.
****
El dolor la mordió como un animal. Respirar era un derecho que debía ejercerse con prudencia para no chillar demasiado. Se levantó la camiseta y se inspeccionó: un hematoma horrible estaba en plena onda expansiva. Dejó caer la cabeza contra el respaldo del asiento. El automóvil debía ser oficial pues así lo denunciaba la Motorola que zumbaba y cliqueteaba todo el tiempo, en la frecuencia de la PDP. Gracias, Dios mío, gracias por mandar a la Caballería.
Salió del auto pero no reconoció a nadie, en medio del enjambre de uniformes y pasamontañas negros. Más allá del semicírculo de autos oscuros, en el centro, un automóvil gris plata exhibía varios agujeros en las puertas y los neumáticos. Si respiraba con cuidado no le dolía tanto. Es posible que esa bestia no me haya roto las costillas después de todo. Se acercó con precaución al teatro de operaciones. Nadie le hizo caso: lo que ocurría adelante era más importante.
Entre las cabezas oscuras identificó al instante, con alegría inesperada, una gris que destacaba orgullosa. ¡Madame está aquí! Y al parecer, al mando. Si hubiera tenido aliento suficiente habría corrido a abrazarla. Unos encapuchados tamaño King-Kong sujetaban a otro gorila de cara descubierta, que aullaba y despotricaba, el rostro de color rojo apoplético: el diputado Ayrault, que invocaba su inmunidad y su derecho a sus propios fueros, e insultaba y amenazaba a diestra y siniestra ante semejante atropello.
Odette alcanzó a los hombres más alejados del centro. Uno bajo y de espaldas de carnicero le llamó la atención; no uniformado como los demás, sino vestido con traje de buena calidad aunque algo vapuleado por las circunstancias y la hora. Al aproximarse al individuo, el olor a tabaco y sudor que lo envolvía le golpeó el olfato y desencadenó una catarata de recuerdos espantosos. ¡Es el que me amenazó en los sótanos de Ortiz! Pareció que él percibía su presencia porque giró a medias la cabeza y la miró. Un atisbo de sorpresa cruzó por la cara de sapo. El tipo lanzó un vistazo prudente, verificó que no les prestaban atención y se acercó con la obvia intención de cerrarle el paso.
— ¡Comisario Marceau!— dijo en voz alta
Al oirlo, a Odette no le quedaron dudas ¡Es él! ¿Qué mierda hace acá este hijo de puta?
—. Soy el inspector general Patrice Lejeune de RG. La felicito. Este asunto estuvo magníficamente bien resuelto.
La encerró entre su cuerpo y uno de los automóviles estacionados. Ella intentó liberarse pero el sapo asqueroso se lo impidió y continuó hablando, tan cerca que le olía el aliento repugnante.
— Parece que hoy todos nos excedimos un poco en nuestros respectivos deberes y atribuciones— con la mano libre señaló hacia los autos—. Yo mismo malinterpreté órdenes y aquí estoy, tratando de remediar la situación que involuntariamente— destacó la palabra con letras de neón—, provoqué. Todos cumplimos órdenes. Incluso usted.
— Jamás se me ocurriría torturar a nadie en cumplimiento de mis órdenes— lo enfrentó. Cucaracha, te patearía las pelotas.
Lejeune le leyó la intención asesina en los ojos y esbozó una mueca reptilesca.
— Vaireaux(1) no opinaría lo mismo— dejó transcurrir una pausa.— RG. Tengo buenos informantes, comisario. Aunque admito que me hubiera gustado verla en acción, a pesar de Vaireaux. Sin rencores. Hago lo que me ordenan, de la mejor forma posible, y a veces me equivoco lo mismo que cualquier mortal.
— ¿Equivocarse incluye drogar y programar a un hombre para convertirlo en una máquina de matar? Lejeune le aferró el mentón y la acercó a su cara, mascullando entre dientes.
— No quiera saber las cosas que se hacen en nombre del deber, aún dentro de la legalidad de las instituciones. Usted es una buena oficial, merece el puesto que tiene y más. No tengo nada personal en su contra ni en la de Dubois, tan buen oficial como usted. Me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias: es un elemento magnífico...
— ¿Para quién: la PN o la Orden?— replicó temblando de rabia.
La sonrisa de iguana le deformó más la punta aplastada de la nariz.
— Juzgue usted misma, comisario, y no se busque más problemas.
— ¿Es una amenaza?
— Nada más que un consejo de alguien con más experiencia que usted. Ahora métase en algún auto y no vuelva a bajarse. No queremos que le pase nada— la soltó bruscamente y se alejó en dirección al grupo.
****
— ¡Imbécil!— Ayrault le gritó a Michelon—. ¡Este procedimiento es ilegal y usted no puede arrestar a nadie! ¡La destituyeron por incompetente!
El resto de los hombres de Massarino esposaba a varios más y los metían en los automóviles. Lejeune se acercó a ella. Madame le dedicó una ojeada helada y despectiva, pero apretó los labios y se guardó sus negros pensamientos acerca de la cabeza visible de RG. Massarino regresó junto a ella tan pronto como vio que Lejeune se le acercaba y la flanqueó silencioso. La mirada oscura del comisario iba de Ayrault a Lejeune, esperando la reacción de alguno de los dos.
— ¡Vamos, dígaselo!— Ayrault estalló triunfal al ver a Lejeune—. ¡Dígales cómo los van a echar a todos a patadas en el culo de la PN!
La cara de Lejeune era una talla en piedra inexpresiva y dura cuando habló:
— Jean-Jacques Ayrault, está bajo arresto. Cualquier declaración...
¡Esa escoria trabaja para la Orden!— Ayrault aulló como un poseso señalando a Lejeune—. ¡Es a él al que tienen que arrestar, estúpidos!— siguió gritándole a Michelon— ¡Idiota! ¿No entiende? ¡Lejeune se encargó de que te destituyeran, tortillera de mierda! ¡Es el que mueve los hilos para Ortiz y su chusma! ¡Él es Etchegoyen! ¡Es el alias que usa en la Orden!
— No sé de qué habla— replicó Michelon —. Resérvese las declaraciones para el juez de instrucción.
El rostro convulsionado de Ayrault se tornó violáceo.
— ¡Hijo de puta madre, te vendiste!— vociferó acusando a Lejeune— ¡Todos se vendieron! ¡Pero no van a sacarla barata! ¡Los voy a hundir a todos!
Lo metieron a empujones al blindado y la sirena ahogó los gritos del ex-futuro presidente.
****
Auguste lanzó una ojeada a su alrededor y su memoria holográfica le dijo que no estaba todo igual. ¿Qué es lo que hay de diferente...? ¡La “limo” no está!
— ¡Massarino!— Michelon le hacía señas.
Junto a ella estaba la mujer que había visto en la limusina, llevando de la mano a dos chiquitos de unos seis años cada uno. El estómago le dio un pinchazo de advertencia. Al acercarse, Auguste reparó en el parecido increíble entre ella y su hermana y comenzó a sacar conclusiones a toda velocidad.
— ¿Dónde están los otros que venían con usted?— preguntó a la mujer.
— ¡Y yo qué sé!— chilló ella, encogiéndose de hombros en un gesto esclarecedor — ¡Esos dos nos hicieron bajar a los chicos y a mí y se llevaron al viejo! ¡Nos dejaron en medio de este despelote de tiros...! ¡Hay dos criaturitas acá!
— ¿Quiénes dos?— Auguste se inquietó.
— ¡Los dos que me trajeron hasta acá! ¡El grandote ese del carácter de mierda y el morocho más delgado!— la mujer torció la boca—. Quisieron dejar también al viejo pero el viejo no quiso. ¿Qué van a hacer con nosotros?— sacudió la barbilla, beligerante, sin soltar los chicos de su mano.
En un aparte acordaron con Madame trasladar a los tres al Quai y retenerlos allí hasta tanto pudieran darle protección adecuada. La misma Michelon se encargaría de llevarlos y de interrogar a la mujer, nada más que por precaución.
— ¿Y Marceau? — preguntó Madame antes de subir al auto.
— No sé nada de ella todavía— admitió contrariado.
Pasó la voz: nadie había visto salir a Odette. Auguste ladró por el handy, tratando de localizar a Meyer.
— El coronel Ortiz sacó a Marceau del edificio— fue la respuesta cortante de Jumbo antes de cerrar su handy.
— ¿Y Dubois? ¿No estaba con usted?— Auguste insistió a los gritos pero al parecer, Jumbo estaba ocupado en otra cosa.
Preguntó por Marcel al resto de los hombres, que se encogieron de hombros. Estoy empezando a ponerme nervioso.
— ¿Qué te pasa, Massarino, perdiste a tu putita? — aulló el cretino de Blanchard, que ya esposado y junto al resto de los detenidos, todavía tenía ganas de provocar.
Antes te salvó Michelon pero ahora voy a darme el gusto. Auguste se acercó mientras el imbécil suicida seguía provocándolo.
— ¿La trajiste para que se diviertiera un rato y se te escapó con alguno? Por qué no te vas a buscarla? ¡Debe andar cogiendo en algún auto!
Auguste agarró el cogote del tipo con una sola mano y lo puso a medio centímetro de su cara.
— Marceau es mi hermana, imbécil de mierda— farfulló—. Si algo le pasó gracias a ustedes, hijos de puta, ¡no van a llegar vivos a La Santé!
— ¡Comisario!— uno de sus hombres le sujetó el puño que volaba a la cara de Blanchard— Cuando Ayrault salía con su automóvil, uno de los nuestros dejó a una mujer dentro de uno de nuestros autos. No se ensucie las manos, no vale la pena.
El oficial agarró a Blanchard por el cuello de la camisa y lo metió de prepo en uno de los camiones. Temblando de indignación, Auguste fue hasta los autos y le informaron que faltaba uno. Se puso a pensar a todo vapor.
Marcel se ocupa de hacernos saber en dónde se encuentran, pero él no da señales de vida. ¿Por qué carajo se iría con nuestros soliti ignoti (2) ? ¿A hacer qué cosa? ¿Odette sabía lo que tenían pensado hacer y por eso Ortiz trató de quitársela de encima? Apuesto unas cuantas fichas a eso. Y ya que estamos, pongamos unas fichas más a que Odette no piensa dejar a Marcel irse con ellos fácilmente. Massarino, ya sabemos lo que hay que hacer.
Mientras tecleaba el número de Paworski, Meyer apareció buscándolo y con novedades acerca de Marcel. No necesitaron hablar para decidir lo que tenían que hacer.
(1) Médico de la OCT que se ocupaba de mantener con vida a los torturados y a las mujeres secuestradas para tráfico, "La dama es policía"
(2) Los desconocidos de siempre