POLICIAL ARGENTINO: 09/01/2009 - 10/01/2009

martes, 22 de septiembre de 2009

La dama es policía - CAPITULO 33


El edificio de Odette en La Dèfense

PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO AL MEDIODÍA
—No, teniente. La señora Marceau salió cerca del mediodía y todavía no volvió. Los domingos rara vez está en casa, ¿sabe?
El portero lo había reconocido y estaba comunicativo. Marcel no pudo resistir la tentación, absolutamente reprobable, de seguir preguntando.
—Hace muchos años que trabajo acá. Apenas lo conocí al marido. Murió hace mucho. Poco después de que se mudaran, creo. Ella nunca recibe a nadie. Sus padres... bueno, deben de ser sus padres, ¿no? Un matrimonio muy agradable. Cada tanto vienen a quedarse en el piso de la señora. Y Marguerite, claro, viene todos los días. Ella está mucho tiempo afuera, ¿sabe? Por trabajo, creo.
A medida que Grégoire hablaba, Marcel se sentía más y más incómodo. ¿Cómo puedo estar haciéndole esto? Soy un insecto.
—Ella es siempre tan gentil... La señora. Marguerite también. Aunque nunca charlamos demasiado. Marguerite siempre está apurada.
Bien por Marguerite.
—¿Quiere que le avise a la señora que vino a verla?
No, no quería. Muchas gracias.
—Teniente Dubois... —el portero puso cara de circunstancias —, la señora Marceau... ¿tiene algún problema... con ustedes.? Ya sabe... —bajó la voz —. Con la policía.
Habría soltado la carcajada de no haberse sentido tan culpable.
—No, Grégoire. Nada más lejos.

BUENOS AIRES, DOMINGO PRIMERAS HORAS DE LA TARDE
La chicharra del teléfono agitó apenas el aire quieto de la hora de la siesta. Ortiz estiró la mano sin levantar la otra del teclado.
—Teniente Chávez, mi teniente coronel...
Se impacientó ante la irrupción. Y ahora qué pasa.
—Diga, teniente.
—Señor, hice lo posible por disuadir al mayor... Resultado negativo, señor.
—Las órdenes son de proceder sin dilaciones, teniente.
—Ya sé, señor— del otro lado del auricular tragaron saliva audiblemente—. No volverá a ocurrir. Señor.
—El grupo completo, teniente. Asegúrese de ejecutar la orden cuanto antes. Le recuerdo que no tiene que quedar nada que permita identificarlos o relacionarlos con nuestro país.
—Sí, señor. Comprendido, señor.

"Paris perdu" (París perdido)

PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—¿Adónde fuiste?
La voz del Brigadier a sus espaldas le paró el corazón durante medio segundo.
—A tomar un poco de aire —dijo el Cachorro mientras giraba y lo veía con visión periférica—. No me banco este encierro.
El otro le buscó los ojos con esa mirada helada y terrible.
—Hace un frío de cagarse.
—Igual necesitaba salir.
Se oyó un quejido sordo. ¿Todavía está viva? Instintivamente miró hacia el lugar de donde venían los gemidos. Está loco. Es demasiado; el teniente coronel tiene razón. Hay que limpiarlo cuanto antes. No va a ser fácil; los otros tres están de su lado. Podría intentar convencer al Tigre... No. Tengo órdenes. A todos.


PARÍS, LA DÉFENSE. DOMINGO, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
Ya no soportaba más estar en su casa. Salió con el auto a dar una vuelta sin rumbo y terminó estacionando de nuevo frente al edificio de ella. Le mostró la placa al portero de la noche y éste lo dejó pasar. El auto de la señora Marceau estaba en las cocheras: acababa de venir de allí.
Llamó a la puerta varias veces hasta que por el intercomunicador, Odette preguntó quién era. Cuando le abrió, estaba en bata, con el cabello húmedo. Estaba tan pálida... Instintivamente miró al salón detrás de ella.
—¿Estás sola?
Hubiera querido morderse la lengua en el mismo instante en que lo dijo. Ella desvió la mirada e hizo un gesto con la cabeza.
—Hace doce años que estoy sola.
Lo miró con una pena infinita. Cuando trató de entrar, ella lo detuvo suavemente.
—No te hagas daño de esa forma. Prefiero que vuelvas cuando puedas confiar en mí.
—No...
—Te voy a esperar.
Ella se besó la punta de los dedos, estiró el brazo y los apoyó en su boca. Marcel asintió sin poder hablar, mientras la puerta se cerraba despacio. Se quedó sin saber qué hacer y después de una eternidad llamó otra vez. Cuando finalmente ella abrió sin preguntar, la abrazó, pidiéndole perdón con un beso.
Sin hablar la llevó hasta la cama. Sin hablar le hizo el amor mientras ella lloraba en silencio. Se quedaron dormidos casi al mismo tiempo.
No sabía qué hora era cuando sonó el teléfono. Odette dormía. Alargó la mano y levantó el auricular. Del otro lado vacilaron al oír su voz. Oyó una respiración pesada y después el clic violento. ¿Quién? ¿No esperaban que yo respondiera? La desconfianza se le enroscó en el pecho, quitándole el aire. Se odió a sí mismo por ese sentimiento que ya no lo dejó dormir.

El cielo mostraba esa luminosidad tenue previa al alba cuando en medio de la duermevela, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, ambos estiraron el brazo, pero él fue más rápido.
Lo mismo: el silencio ominoso seguido del clic. La miró con la duda agarrotándole la garganta.
Ella debió de ver algo en sus ojos, porque con la voz quebrada le pidió que se fuera. La apretó entre sus brazos, angustiado. No quería irse. Dios, ¿por qué esta mujer me hace sentir todas estas cosas? Quería saber pero no se atrevía a preguntar. Quiso hacerle el amor pero la poseyó desesperado. Ella era la sal en la herida y el bálsamo que la cerraba. La amaba y la odiaba. Ya no tenía orgullo; estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal que lo dejara quedarse y se lo dijo.
—Jamás te humillaría de esa manera— se arrancó de sus brazos y habló con la voz opaca de amargura—. Si quisiera nada más que alguien que me calentara la cama, lo habría buscado en la calle.
Sus propias terribles palabras en boca de ella lo azotaron.
—¿Cómo pudiste insinuar algo así? Nos degrada a los dos. Es mejor que te vayas.
—Por Dios, no...
—No me lastimes más.
Se fue, mudo de vergüenza. Cómo se puede destruir lo que se ama con tanta facilidad. Te perdí. Ahora sí te perdí. Definitivamente.

PARIS, Xº ARRONDISSEMENT, MADRUGADA DEL LUNES—¿Y?
—Está con alguien. Un tipo, el que atendió las dos veces.
—Carajo...
—¿Qué hacemos?
—A esta hora, ya nada.
—Esperemos hasta la noche. Más fácil... Vive sola; se lo sacaste a la vieja. El tipo debe de venir los fines de semana. Seguro.


CAPO CALAVÀ, LUNES POR LA MAÑANA
Lola volvió a marcar el número de la casa de su hija. Nada. No hay nadie. ¿Y Marguerite? Una sensación extraña le trepó hasta el estómago. Decidió probar en la casa de Auguste. Charló de minucias familiares con su nuera y le preguntó como al pasar por Marguerite.
—No, mamá, no vino a casa.
Le pidió a Nadine que si la veía, le avisara para que la llamara y prudentemente cambió de tema. No está en casa de Odette, ni en lo de Auguste. Siempre hablaban el mismo día de la semana, para contarse las nimiedades de la vida diaria, los chismes familiares que la mantenían cerca de sus hijos. El contacto afectuoso de una amistad de años.
Insistió una vez más, esta vez a lo de Marguerite. Nadie. A lo largo del día continuó llamando, con creciente preocupación. A las cuatro de la tarde, la sensación desagradable se había transformado en una ominosa premonición.
Franco llegó del teatro a las cuatro y media. Lo oyó silbar "L'amour est un oisseau rebelle" mientras entraba en la casa. Estaban ensayando una nueva puesta para el ballet de "Carmen". Se asomó para verlo dar unos pasos de baile por el salón. Silbando, su marido la tomó de la cintura y la hizo girar siguiendo los compases.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él, tras detenerse en seco.
Con el corazón en la boca, Lola le explicó lo de las llamadas. La expresión de Franco cambió instantáneamente.
—La última vez que te vi esa cara fue la noche en que murió Jean-Luc.
Los presentimientos le retorcieron las entrañas. Aquella noche, extrañamente, había insistido en llamar a la casita. Nunca lo hacían, pues Franco prefería hablar con Auguste. Calogero les había dado la noticia llorando: había encontrado a Odette al lado de la cama, paralizada. Cuando trató de tocarla, ella había gritado no sabía qué, lo había empujado y salido desesperada de la casa. No podía encontrarla. Tampoco podía encontrar a Auguste.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquella noche, su hija había estado a punto de matarse. Franco lo sospechaba, pero ella lo sabía: se lo había arrancado a Auguste, pues Odette jamás había hablado.
Ahora, la angustia le cerró la garganta. Franco la abrazó mientras ella murmuraba:
—Llamemos a Auguste.
Sin soltarla, él replicó:
—No. Llamemos a Varza.

MILÁN, LUNES POR LA MAÑANA
Mario Varza estaba todavía en su despacho, en la empresa, revisando papeles pero con la mente en otra parte. Había recibido el aviso de que el grupo había salido del país, con destino a Lisboa. ¿Carajo, por qué a Lisboa? No tengo a nadie allí. Repasó lo que sabía de ellos: tenían pedido de captura en Francia y España. ¿Cómo mierda iban a cruzar las fronteras? ¿Cuándo, dónde? Olvidémonos de los aeropuertos: el control es demasiado estricto. ¿Por mar? No. Mucho tiempo. Cualquier viaje por mar hasta puerto francés no llevaba menos de cuatro días, y él sabía que iban a actuar rápido.
El tren. Lógico. De entre una pila de papeles sacó la cartilla de horarios de trenes europeos. El tren les daba el tiempo necesario para preparar lo que hubiera que preparar, y la guardia fronteriza no era tan severa. Seguramente viajarían con documentación falsa. Buscó las conexiones. Lisboa-París Montparnasse, 16: 00-14: 50. Frontera: Hendaya. La puta que los parió, Hendaya es un balneario. Nadie controla nada. Están en París desde hace más de un día. La campanilla del teléfono lo sobresaltó.
Il signore Mario Varza, per cortesia ... (1)
La voz del otro lado era...
—¿Odette?
Lola Massarino, Mario. La prego mi scusi per il disturbo (2)
Apenas cortó con Lola, marcó el número de Colosimo.
En una hora, Calogero estuvo en su despacho. Ya había elegido a quiénes llevar y tenía listos los pasajes de Alitalia.
—Filippo también viene —le dijo, y él estuvo de acuerdo.
—Lo que necesiten — no era necesario mencionar qué—, ya saben dónde conseguirlo en París.
Calogero asintió seco. Cuando salía, Mario lo llamó:
—Calogero... con tu vida.
Manco che me lo dica (3)— respondió Calogero y se marchó.


Entrada al 36, Quai des Orfèvres
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES POR LA TARDE
—Marguerite no vino a casa.
Odette cerró la puerta y se apoyó contra el archivero, con los brazos cruzados apretadamente y mirada de preocupación.
—Estará enferma...- respondió Auguste.
—Habría telefoneado.
—¿La llamaste?
—No atiende nadie.
—Odette... —se encogió de hombros y abrió los brazos, tratando de restarle importancia al asunto.
—Fui a su casa, Auguste. No hay nadie. El portero me dijo que no la ve desde hace unos días.
Sonaba muy mal.
—Te estás poniendo paranoica —sin admitir que él ya lo estaba.
—¿Paranoica? ¿Nadie más que yo está paranoico? Este trabajo es paranoico. Ser policía implica estarlo un poco. Si no estuviéramos todos leve, sólo levemente neuróticos, la otra noche Michelon hubiera ido sola, no hubieras llevado a Meyer y Dubois, Nohant se habría salido con la suya... —ella contestó mientras la voz le subía sin control.
—Odette, por favor —le dijo, con un gesto apaciguador—. Estamos todos bajo una gran presión. Quiero que... que dejes este caso.
Ella dio un respingo y le clavó los ojos.
—Por un tiempo, hasta que las cosas estén más tranquilas— ¿Cómo mierda le explico lo que nos ordenaron? Sintió que el estómago se le volvía un abismo.
—¿Qué carajo pasa?
— Nada. Te cuido — no va a ser fácil. Nunca lo es con ella.
—Auguste, no puedo creer lo que estás tratando de hacer. ¡El caso es mío! Estamos llegando al fondo y quieren... !quieren sacarme de en medio, que lo abandone, ahora que estamos a punto de...! Todavía no encontramos a los cerebros... ¡No puedo creerlo!
—¡Basta! Esto se terminó. No quiero que te arriesgues más. Ya tuve demasiado con lo de las monjas...
—Ya tuviste demasiado... ¡YA TUVISTE DEMASIADO! —Odette estaba fuera de sí.
—¡EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡ESTOY TRATANDO DE PROTEGERTE!- estrelló el puño en el escritorio.
Desde afuera de la oficina seguramente se oirían los gritos. Pero aunque se estuviese derrumbando el techo, nadie entraba en su oficina cuando él y Odette discutían, lo cual ocurría con cierta frecuencia últimamente. Auguste miró hacia la puerta del despacho con preocupación. Mejor bajo el tono de voz. Bastante con las murmuraciones que corren aquí adentro como para darles más pasto a las fieras. Cerró los ojos, los abrió y respiró profundo tratando de mantener la calma.
—Por favor, sentémonos.
Ella le daba la espalda. Le rodeó los hombros con el brazo.
—¡Por el amor de Dios, necesito que me escuches! Todo esto que está pasando... quiero decir, los implicados, las relaciones que están apareciendo... es muy peligroso. Tengo órdenes. Esto se convirtió en algo muy grande. Nosotros... Nos superó... Hicimos un muy buen trabajo...
—No necesito que me lo expliques —le respondió Odette ácidamente—. Hace diez años que estoy buscando a los implicados y las relaciones. Diez años esperando pacientemente, reuniendo pieza por pieza, buscando noticias inconexas a primera vista, reuniendo testimonios, pruebas minúsculas— respiró y tragó saliva—. ¿Alguna vez imaginaste lo que significa saber que estás en lo cierto y no poder demostrarlo? ¿Alguna idea de cuántas noches pasé tratando de encontrar una grieta, un resquicio por donde penetrar en ese juego infernal? ¿Alguien puede imaginar lo que sufrí?
Una catarata de imágenes terribles le cruzó la mente. ¿Cómo puede seguir resistiendo? Yo ya no puedo soportarlo más. Ella siguió hablando.
—¿Alguien sabe todo lo que perdí?
Auguste cruzó los brazos y giró el sillón hacia la ventana. El viejo dolor estaba allí, golpeando bajo, como siempre. Se mordió el labio con saña.
—Odette, todos lo perdimos. Yo perdí a un gran amigo, mi maestro, mi... hermano —le costaba seguir hablando—. Yo... yo también lo quise. No soportaba verlo sufrir... —tragó, pero el nudo de la garganta no se aflojó ni un solo punto.
—Y como no soportabas verlo, ordenaste que le dieran morfina. ¿Te tranquilizaba la conciencia?
Supo que estaba blanco como el papel. Cerró los ojos y apoyó la frente en las palmas de las manos; se pasó los dedos por el cabello. No quería mirarla.
—¿Creíste que no iba a enterarme? ¿Cómo pudiste pensar que era tan estúpida?
—¡Estúpida, no! ¡Inocente! ¡Quería protegerte!
—¿De qué? ¿De tu piedad? Calogero me lo confesó. ¿Quién creías que lo inyectaba? ¡Calogero tenía miedo de equivocarse con las dosis!
La oyó rodear el escritorio para enfrentarlo.
—Pero la morfina no bastaba. El estar inconsciente no era suficiente. Yo quería hacerlo feliz, aun en ese estado. Así que empecé a inyectarle heroína.
Auguste sintió cómo ella giraba el sillón y le quitaba las manos de la cara para obligarlo a mirarla. Estaba pálida, los ojos como brasas.
—Eso sí, tuve mucho cuidado. No quería que mi dolorido hermano tuviera problemas por mi culpa. Quería que Jean-Luc pudiera sentir, ¡SENTIR ALGO!, algo más que dolor, impotencia, desesperación. Para eso bastaba conmigo. La heroína sirvió, podía verlo en sus ojos. Mientras le duraba el efecto, hasta podía acariciarlo y besarlo, porque cuando estaba lúcido no me lo permitía. Era... la única forma de hacerle el amor que me quedaba.
Estaba de rodillas en el suelo, meciéndose suavemente, con los brazos cruzados, como quien calma un dolor.
—Al final, fue nada más que heroína. La morfina no le hacía nada. Estaba tan débil... Tenía que tener mucho cuidado con la cantidad que le inyectaba... era difícil calcular cuánto... —Odette se recostó contra la pared bajo la ventana, cerró los ojos y hubo un silencio—. Yo lo maté, Auguste. Le di una sobredosis.
El mundo ya no estaba en su lugar. En ese terrible momento Auguste vislumbró la magnitud de la tragedia. Inhaló con dificultad, sabiendo que las lágrimas estaban ahí, ahogándole las palabras en la garganta. Cuando levantó la vista, Odette ya había salido.


El silencio que se hizo cuando Massarino asomó desde su despacho fue descomunal. Marceau acababa de pasar, desencajada y pálida como un fantasma.
—Necesito a alguien de Desaparición de Personas. Ahora.
Alguien murmuró un “Sí, señor” y levantó el teléfono, mientras la puerta se cerraba otra vez.
—Parece un hombre que ha visto su propia muerte —susurró Foulquie, sin dirigirse a nadie. Por una vez, nadie hizo comentarios vulgares.
Llamaron preguntando por Marceau y entonces se dieron cuenta de que se había ido sin decir adónde.


Las manos le temblaban todavía mientras removía mecánicamente los papeles encima del escritorio. No puedo concentrarme en nada. Estoy agotado; tendría que irme a casa y dormir una semana. Aunque, con la cara que debo de tener, Nadine va a atarme a una silla hasta saber qué mierda pasó. No quiero pensar. Volvió a los prontuarios. No. No los soporto. Tomó el teléfono y llamó; nadie respondía en casa de Marguerite. Carajo. Se quedó con la mente en blanco, recostado contra el respaldo del sillón. ¿Qué es lo que no encaja? Ya terminamos, se cerró el caso, no queda nadie suelto... ¿o sí? El instinto le decía que Odette no estaba equivocada. Sí alterada, fuera de control, porque de otra forma jamás le hubiera hecho esa confesión atroz. Las palabras le volvían como una cantilena de horror. No podía ser cierto. O sí. ¿Por qué, si no, torturarse todos esos años? ¿Se había condenado y estaba pagando la culpa? Ella se había ido sin darle tiempo a reaccionar. Fue un accidente. Se estaba muriendo. Yo no tuve el coraje de volver a verlo, porque me pedía que lo ayudara a morirse de una puta vez por todas. Fue culpa mía, Cisne. ¿Mi cobardía te hizo esto?
Se frotó los ojos en un intento estéril por apartar las imágenes y cruzó las manos para apoyar la frente en el hueco de las palmas. La alianza le rozó la piel y, quién sabe por qué, el anillo de sello de Nohant le asaltó la memoria. Nohant. El hijo de puta no había perdido la expresión sarcástica ni siquiera cuando se lo llevaron esposado. Recordó la mirada envenenada de odio... y de algo más. Se habían clavado los ojos durante un instante crucial y la cara del otro reflejaba una burla cruel. Como si supiera algo más, algo que Auguste desconocía. ¿Qué, por Dios, qué? Habían interrogado a Nohant durante horas, inútilmente. Ni siquiera acompañado por los abogados que había exigido había soltado palabra. Está esperando algo. O a alguien. ¡Es eso! A alguien que pueda sacarlo de esta situación. Pero para eso tienen que sacarnos a nosotros de en medio. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Dónde está mi hermana? Llamó por el interno y finalmente Sully respondió que la capitán había salido hacía más de media hora. ¿Dubois? Estaba en Archivos. En casa de Odette no respondieron al teléfono.
Pasó un radiomensaje, con el presentimiento a flor de piel. Después de un rato le avisaron que el aparato de radio de Marceau aparentemente estaba apagado. Cristo, ¿qué está haciendo?
—Bardou, que Dubois suba a mi oficina.
El teniente se asomó sin hablar.
—Estoy tratando de localizar a Marceau. Me avisaron que tiene apagada la radio de su auto— continuó sin mirar a ninguna parte—. Marguerite... la... empleada de... Marceau... desapareció. Ya di la orden de iniciar la búsqueda.
—¿Quiere que... trate de encontrar a Marguerite?
—No. Busque a Odette— le indicó algunos sitios en los que sabía su hermana podría estar—. Vaya hasta la casa y espérela ahí. Tiene que ir a su casa en algún momento—metió la mano en el bolsillo y le entregó el llavero—. Ésta es de la puerta de entrada; ésta, del departamento. Anula el código de acceso y la alarma —explicó en tono monocorde—. Cuando entre, vuelva a cerrar con llave para activar la alarma otra vez. Ya pedí que rastreen el auto.
Levantó la vista: Dubois estaba mortalmente pálido.
—Comisario... —Dubois vacilaba—. ¿No cree que sería mejor... que usted... buscara a M-Marceau?
—No. Vaya usted. Avíseme tan pronto como sepa algo. Tengo que hacer otra cosa— interrogar a ese hijo de puta de Nohant y arrancarle la verdad a golpes.
—Dubois... —el otro se volvió a medias —Encuéntrela. Como sea. Y no la deje sola.
Dubois asintió y se fue.


(1)El Sr. Mario Varza, por favor.
(2) Le ruego me disculpe por molestarlo
(3)No hace falta que me lo digas

jueves, 3 de septiembre de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 32


PARÍS, X° ARRONDISSEMENT. SÁBADO POR LA MAÑANA
—Me parece muy arriesgado —aventuró el Tigre. “El jefe está tan caliente que va a hacer cagadas”, le había comentado el Cachorro en un momento en que el otro había salido.
—¿Leíste los diarios, Tigre? —murmuró el Brigadier entre dientes.
—Es un quilombo muy grande. No podemos hacer nada. Peguemos la vuelta y vayamos para África antes de que..
—¿Te cagaste? ¿Estoy rodeado de maricones?
—No, hermano, no. Pero me gusta la cabeza donde la tengo. Oíme...
—Los vamos a hacer mierda. La voy a destrozar a esa yegua, al hermano, a toda la familia.
—Pará, tenemos a la vieja. La usamos de rehén y los traemos a algún lado. Hacemos un trabajo limpio y rajamos. Pensalo.
—¡NO! ¡Quiero verlos arrastrarse!
El Yarará estaba de acuerdo, pero no era de extrañar. Cuando hay minas de por medio, aquel guacho siempre se prende.El Mula puso cara de nada, como siempre. Hijo de puta, lo único que le importa es la guita.
—No les va a alcanzar la vida para pagar— la voz se le entrecortaba por momentos, de pura rabia—. No queda nada, nadie. Hicieron saltar la banca en todas partes. ¿Quién carajo los respalda? ¿Cómo hicieron para cargarse al puto de Fiore, a Muammar, a todos los que estaban enganchados con nosotros? Están enchufando a media Humanidad. ¡Los imbéciles de acá no pudieron pararlos! ¿Y el viejo les perdona la vida? ¡Me humilló, me cargó el muerto, me está entregando atado de pies y manos! ¿Saben lo que me dijo el muy turro? Que si tu mano derecha se equivoca y peca, hay que cortarla...
Lo miraron en silencio y entonces aulló:
—¡Pelotudos! ¿Todavía no entienden? ¡Nos sentenció a todos!
Se quedó callado, evaluando las caras. Así los quiero. Mejor que empiecen a entender que sin mí no tienen salida. Que sepan que el viejo ya no me da más órdenes. No me va a sacar de en medio así como así. ¿Te pedí una oportunidad y me la negaste? Me la voy a conseguir yo solo cuando vuelva de arreglar este asuntito.
Volvió a tomar los faxes manoseados con un murmullo.
—Puta, te voy a destrozar. Cometiste un error, muñeca: descuidaste a tu propia gente por hacernos mierda. ¿Te creías intocable? ¿Tan segura estabas de que yo no te iba a encontrar primero?
Se agachó al lado de la mujer que estaba tirada en el piso, esposada y amordazada. Ella lo miró con terror.
—No entendés una mierda, ¿no? Pero sabés lo que te va a pasar... sí que sabés... y la culpa es de ella... — le mostró la foto y la mujer se ahogó con un sollozo—. Te dejó sola, vieja. Para cuando se dé cuenta de lo que pasó, va a ser tarde... —su voz era como una cuchilla—. Muy tarde.
Sintió que la excitación le trepaba por la ingle con un escalofrío. Se levantó y manoteó los papeles de arriba de la mesa.
—Así que el hermanito tiene familia— sonrió lobunamente.
—¡Estas loco! — al Cachorro no le gustaba cómo se estaban poniendo las cosas—. Ella se habrá descuidado, todo lo que vos quieras, pero no podemos meternos en la casa del tipo así como así. Es ponernos demasiado en evidencia. Pará... — el tono de voz era conciliador—.No hagamos cagadas. ¿Para qué meternos en la casa? Lo agarramos afuera. Somos cinco, no tiene oportunidad. Después, si querés, te la cargás a ella como más te guste, pero rápido, y nos vamos a Angola antes de que el viejo se avive y nos haga mierda.
El Cachorro tiene miedo. En cualquier momento nos traiciona. A éste hay que dejarlo acá también. Tienen que entender de una vez por todas que acá mando yo, carajo.
—Ustedes se van a meter en la casa y me lo van a traer a él. Sin dejar a nadie, ¿está clarito? Un laburito limpio.
el Yarará lo miró.
—Bueno, si hay tiempo, ya saben... —se miraron y asintieron. Como en las viejas épocas. —De ella me encargo yo. Mula — hizo una seña con la cabeza hacia el Cachorro, que estaba de espaldas. El Mula asintió sin hablar, mientras el Tigre y Yarará se quedaban atornillados en las sillas por la sorpresa. Les clavó los ojos a la espera de un gesto y el Tigre bajó apenas la cabeza, aceptando su decisión. Bien. El Cachorro volvió hasta la mesa con los planos, ignorante de su sentencia.
—Mula, vos te encargás del departamento de ella y de avisarme. Ustedes tres, a la casa de él. ¿Los autos?
—Ya los alquilamos. En tres lugares distintos, como vos querías.
—Entonces hoy mismo verifiquen los recorridos y los tiempos. Quiero tres Motorolas, una con la frecuencia de la cana — el Yarará dio un cabezazo seco de asentimiento. Así se cumplen las órdenes, sargento; sin discutir.
—¿Munición?
—OK.
Lo más que se le puede sacar al Mula. Mejor, quién quiere que te converse.
—¿Uniformes?
—No, eso fue imposible. No hay tiempo— el Cachorro se encogió de hombros.
Me voy a conseguir el mío de otra forma. Miró a la mujer. Ya sé cómo. Desplegó uno de los planos en silencio y buscó el lugar. Bien, nene, bien. Hoy tenés un día brillante. Ésta es la otra salida posible que tenés, y te la voy a cerrar, muñeca. No te me vas a escapar.
—¿Y vos? —preguntó el Tigre.
—Yo me encargo de esperar las contingencias. No podemos dejar ningún flanco descubierto.
—¿Y la vieja? ¿Para qué mierda la queremos, entonces?
—Nos va a servir de carnada. El plan que tengo en mente los va a hacer descuidarse más todavía, y me asegura que la contingencia sea la que yo quiero. Además, necesito ponerme en forma —se volvió hacia la mujer —.Y voy a empezar con ella.


Gran Arco de La Dèfense

PARÍS, LA DÉFENSE. SÁBADO POR LA MAÑANA
Se despertó angustiada. La misma angustia que la rondaba desde el día anterior, desde la reunión con Michelon. No. No es solamente por eso. El perfume de Marcel le hirió la memoria. Miró hacia la fotografía. ¿Te estoy traicionando? Por Dios, necesito saber. Necesito estar segura de que esto no es un reflejo de otro amor. Porque, en ese caso, los traicionaría a los dos. Pasé tanto tiempo sin querer sentir, que ahora tengo miedo de hacerlo y equivocarme.
Casi agradeció la interrupción del teléfono.
—Odette...
No. ¿Por qué tenías que llamar ahora?
—Odette...
—S-Sí. —La voz se le cortaba por momentos.
—Quiero verte.
—No.
—Por favor...
—Ahora no.
—Quiero saber por qué...
Porque tengo miedo, porque no quiero lastimarte, porque no quiero que ocupes el lugar de otro hombre sino el tuyo, único e irreemplazable, pero necesito estar segura. Pero no podía hablar.
—No puedo... Me siento mal.
—Entonces quiero acompañarte.
—Necesito estar sola.
—No me hagas esto...
—Necesito... tiempo —no pudo ocultar el sollozo —.No puedo verte ahora.
—¿De verdad estás sola?
—Siempre estoy sola.
—Entonces hablemos.
—No puedo —suplicó con un hilo de voz—. Ahora... no puedo. Dame tiempo. Te juro que... no habrá nada de mí que no sepas, pero... ahora no. Hoy, no.
—¿Cuándo?
No respondió. La garganta se le había cerrado en un nudo.
—¡Odette! ¡No me dejes hablando solo, como un loco! ¡Odette!
Ella hizo un esfuerzo por articular las palabras.
—Te amo —susurró, y del otro lado hubo un silencio terrible—, pero no sé si tengo el derecho.
Él trató de interrumpir, pero ella continuó sin darle tiempo.
—Decir lo que estoy diciendo me está costando el alma. Siento que estoy a punto de cometer la traición más grande de mi vida y no la puedo evitar. Tampoco puedo soportarlo. Dame tiempo para entender lo que me pasa.
Del otro lado Marcel también lloraba.
—Si hay otro hombre... Cristo, podemos hablar...
—Hoy no. Por favor.
Ambos hicieron un silencio muy largo.
—Yo... nunca se lo dije antes a nadie... no necesité decirlo. Nunca lo sentí de esta manera. Te amo, Odette. Si eso te sirve de algo en este momento, si significa algo, te amo.
Cerró los ojos y las lágrimas le lavaron el dolor.
—Entonces, dame el tiempo que te pido.
—Lo que quieras. Pero no me dejes fuera de tu vida.
—No podría...
—Te amo. No te olvides.
—Imposible...
—Hasta... ¿mañana? ¿Sí?
—Sí. Hasta mañana.
No pienso estar en casa mañana. No quiero que me hagas el amor y creer que puede resultar, y después comprender que era nada más que un sueño. Necesito estar segura de mi propio amor.
No quiero lastimarte.



PARIS, XVI° ARRONDISSEMENT, SÁBADO POR LA NOCHE
Auguste encendió la pantalla del estudio después de asegurarse de que el resto de la familia dormía. No quería interrupciones, ni tener que dar explicaciones por estar trabajando en casa.
No había esperado nada muy diferente de lo que había encontrado al investigar la titularidad de la propiedad. Más aún: se habría decepcionado si no hubiera resultado así. Con todo, el presentimiento agorero no lo dejó en paz.
Según los registros, el terreno pertenecía desde fines del siglo pasado a una sociedad anónima ganadera y de forestación, radicada del otro lado del Atlántico, con domicilio legal en Buenos Aires. La construcción original se había levantado hacía más de sesenta años y se habían hecho modificaciones importantes unos años después del final de la Segunda Guerra. Tan importantes que se actualizaron los registros. Durante la ocupación, los alemanes habían tratado bastante bien a todo el suburbio, y los estadounidenses, quién sabe por qué, también decidieron dejarlo en paz.
Verificó lo que él y Odette suponían: la traza de las cloacas parecía dibujada adrede para pasar por debajo del edificio.
Se había demorado un par de días en reunir vía Internet el resto de la información del Mercado de Valores de Buenos Aires. La empresa propietaria era subsidiaria de otra, más importante, que sí cotizaba en Bolsa. De allí en adelante era una sucesión de matrioshkas rusas que se abrían para dejar salir a otra muñequita, en este caso a otra empresa, de las que ya sospechaba eran nada más que fantasmas bursátiles.
La investigación no llevaba a ninguna parte; era el laberinto del Minotauro. Vueltas y más vueltas sobre sí misma, atrás y adelante, sin saber dónde estaba el monstruo. Y no tengo ni el hilo de Ariadna ni la espada de Teseo.
Nombres... ¿Dónde mierda aparecen los nombres? Pidió las composiciones de los directorios. ¿Por qué no le puse un poco más de atención al Derecho Comercial, en lugar de meterme de cabeza a penalista? Son sociedades anónimas; tienen que publicar balances, memorias y etcéteras. Nadie escapa a la burocracia de la Bolsa. Allí estaban: listas de nombres que no significaban nada. Podría haber sido arameo. Se estaba mareando con los nombres de los miembros del directorio y de las empresas y los objetos sociales. Orden, Massarino, orden. Se entretuvo en armar un árbol genealógico de empresas.
Más que un árbol, esto es un manglar. Se frotó los ojos y la cara con cansancio, y la barba crecida le raspó la mano. Miró la hora: las dos de la madrugada. Último intento y a dormir.
A ver: nada más que los cargos más altos. Bah, podrían ser títeres de otros. U otro. ¿Otro? ¿Así, en singular? Cristo.
Siguió esa línea de razonamiento y volvió a los listados de directorios. Cuántas mujeres. Todos apellidos distintos. Pero las mujeres muchas veces figuran con sus apellidos de casadas. Se me está ocurriendo algo improbable pero no imposible. ¿Altamente improbable? Por cierto que no, señoras mías. Buscó nombres de varón con apellidos concordantes con los de las mujeres. Se alternaban en los listados: donde estaba el marido no estaba la mujer, y viceversa. O padre e hija, ¿por qué no?
En un ejercicio más de distensión que de otra cosa, comparó su familia con la de su mujer. Papá no tiene hermanos, pero mamma sí: todos varones, que tuvieron más varones. Las únicas mujeres de mi generación son Odette y, bastante más tardíamente, Antonietta. Yo soy el único varón con apellido diferente, pero habrá Vittorellos por bastante tiempo, con todos mis primos dedicados a perpetuar el apellido y la especie. Ahora, Nadine. Cinco hermanas, todas sólo con hijas, menos Nadine misma; tenemos a Isabelle y a Antonin: un varón para los Massarino, ninguno para los SaintClaire. Nadie lo continúa. El apellido termina ahí.
¡Eso es! Quienquiera que sea ‘él’, tuvo nada más que hijas, que a su vez tuvieron sólo hijas. Aunque alguna haya tenido un varón, no lleva el apellido.
Las mujeres eran mayoría en los directorios. Comparó la proporción de hombres: menos de un tercio.
¿Sólo maridos? Digamos que sí. ¿Y si alguna tuvo un varón? ¿Está en algún directorio? Tendría que buscar la repetición de apellidos entre los hombres y... ¿Y si las hermanas se casaron con hermanos, o primos? Me estoy volviendo loco. A ése, si existe, no puedo encontrarlo. Pero el nombre y apellido están detrás de todo esto.
Dejó la mente en blanco y se hamacó en su sillón. La comprensión lo alcanzó lentamente, como una marea.
Quienquiera que sea ‘nombre y apellido’, debe de ser muy poderoso. Sentarse muy alto en su sociedad y en unas cuantas más. Empresas saludablemente centenarias, una dinastía dedicada exclusivamente a figurar como miembros-fantoche de directorios, fantoches de empresas matrioshkas, en beneficio de la pantalla de la operación más terrible que toda la policía francesa había soñado alguna vez con desbaratar... Y sólo encontramos la punta del iceberg. ¿Qué más hay bajo el agua?

De pronto sintió que no quería saber nada más, que no quería buscar más relaciones entre esos listados interminablemente entrelazados. Que, en alguna parte, alguien estaba apuntándole a la cabeza y había amartillado el arma. Por primera vez en su vida decidió no investigar más. Con la opresión cerrándole el pecho, borró los archivos uno tras otro y rompió los papeles que había llevado de su despacho en la Brigada, y quemó los trocitos.
Ya pensaré en algo para decirle a Odette. Ese problema quedará para mañana, o mejor, el lunes. Además, está la orden de derivar la investigación. Carajo, casi me había olvidado, con el entusiasmo de la búsqueda. En definitiva, estuve investigando de contrabando. Nadine tenía razón y Michelon me pasó la posta. Menos mal que ella iba a darle la instrucción a mi hermana. ¿Por qué las mujeres siempre me hacen estas cosas?
Mientras subía la escalera camino al dormitorio, pensó que su problema más serio era que mentía muy mal. Bien, siempre queda el recurso de la superioridad del rango. Comisario dixit.