martes, 10 de febrero de 2009
La dama es policía - CAPÌTULO 21
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
—Vamos, Maurizio. Hoy hará su primera selección.
La opresión en el pecho, que llevaba desde el momento en que había pisado por primera vez ese lugar nefasto, aumentó hasta hacerse intolerable. El pulso le martilleaba en las sienes. Se puso de pie y caminó detrás de Jacques con piernas como de madera. Jacques se volvió a medias, sonrió y le palmeó el hombro.
—Tranquilo. Todo saldrá bien.
Dios, cree que estoy preocupado por los resultados. Marcel devolvió la sonrisa aunque era consciente de que más parecía una mueca que le deformaba la cara. Hacía menos de dos días que habían llegado las nuevas para el dressage. Hablaban de ellas como si fueran animales. Sintió un vuelco en el estómago y creyó que estaba a punto de vomitar. Odette tiene que estar en ese grupo, recordó. Por lo que sabía, el pequeño convento alsaciano había sido el objetivo más reciente. Si todo resultaba como en el plan original, la detección conjunta de su localizador y el gemelo que ella tenía instalado debía ser la señal para iniciar la etapa final de la operación. Massarino, espero que estés ahí afuera...
Mientras bajaban en el montacargas, Jacques comentó:
—Parece que las nuevas son delicatessen. Vamos a ver.
Marcel sonrió mientras intentaba que el aire le llenara los pulmones y Jacques le palmeó un hombro.
—No esté tan nervioso. Después de hoy, todo resultará mucho más fácil.
La habitación del otro lado del cristal era como la que había visto en los audios de Vaireaux: la grilla metálica vertical con correas de cuero, una mesa auxiliar con instrumental quirúrgico, agua y la varilla conectada a la línea de corriente. Un escalofrío le erizó el vello de la nuca. Prévost estaba allí, calzándose guantes de cuero y probando los instrumentos.
La puerta del otro extremo se abrió y dos hombres — creyó reconocer a Wenger; al otro no lo había visto nunca antes—, entraron a una mujer vestida con un camisón blanco sin mangas que se apreciaba mojado y con manchas que, del otro lado del cristal, no eran identificables. Tenía los ojos vendados con una tela negra que le tapaba la mitad superior del rostro, pero mientras le soltaban las esposas y le sujetaban las muñecas a las correas de la grilla, Marcel sintió una punzada en las entrañas. Encajó la mandíbula y cruzó las manos detrás de la espalda hasta que le dolieron los brazos por el esfuerzo.
Prévost hizo salir a los otros dos y habló hacia el micrófono que transmitía a la salita de observación.
—Sólo para tus ojos, Maurizio.
La mujer que estaba en la grilla dio un leve respingo.
Marcel tragó saliva con dificultad.
Prévost se acercó a la mujer, le tomó la cara, la forzó a volverse hacia él y sin quitarle la venda, murmuró algo que ellos, del otro lado, no pudieron oír. La reacción que provocó fue increíble: la mujer disparó una de sus piernas, todavía libres, hacia arriba, acertando en la entrepierna del sorprendido Prévost. El hombre retrocedió con un aullido. Jacques sonrió.
—Una joya. Parece que va a dar trabajo. ¿Le gustará a su representado?
—No lo dudo — pudo articular Marcel—. Es... de su tipo.
Pero Prévost se había puesto de muy mal humor. Giró y descargó un revés brutal sobre el rostro de la mujer, que, a pesar del golpe, no gritó.
Jacques abrió el micrófono de su lado.
—¡No la golpees en la cara, estúpido!
—¡La puta casi me castra! —rugió el parlante.
—¡Nada de golpes, Prévost! ¿Está claro? —Jacques estaba molesto. Cerró el micrófono y se dirigió a Marcel:
—Está tomando demasiada iniciativa personal.
La náusea lo dominó otra vez. ¡Dios, este hijo de puta habla del verdugo de la Orden como de un empleado con veleidades de ascenso! En el nombre de Dios, Massarino, ¿dónde mierda estás? Miró como hipnotizado lo que ocurría del otro lado del cristal.
Prévost había sujetado las piernas de la mujer a la grilla y le estaba cortando la ropa, dejándola desnuda. Tocó el metal con la varilla y el cuerpo de la mujer se arqueó. El grito estalló en los oídos de Marcel a través de los parlantes. Indiferente, Jacques movió un dial y bajó el volumen. La varilla — picana, recordó Marcel— rozó alternadamente los pechos de la mujer y la grilla a la que estaba sujeta. Luego, los dedos de los pies en la unión con las uñas. Los lóbulos de las orejas. La mano enguantada hundió la picana en la entrepierna, y el grito desgarrador lo paralizó. Los pezones, otra vez. Prévost se detuvo un momento a observar: a la mujer le costaba respirar y los gritos ya eran gemidos roncos y entrecortados. Las descargas eléctricas provocan tetanización —pensó, sorprendido por el curso de sus ideas—, los músculos se paralizan y el individuo se asfixia. Tuvo un flashback y las imágenes de los audios se superpusieron con la escena que tenía delante. Abrió la boca pero no emitió ningún sonido. Estaba sordo y mudo; sólo veía, sin saber si lo que veía era real o producto de su memoria. Una voz le llegó entre algodones.
—Entremos —decía Jacques mientras lo tomaba del codo.
Caminó como un autómata, oyendo el estallido de sus propios pasos en algún lugar de la cabeza. Tenía la boca seca y la lengua pegada al paladar. Más flashbacks.
Prévost llenó un vaso con agua, sostuvo la cara de la mujer apretándole las coyunturas de los maxilares para forzarla a abrir la boca, le echó el agua entre los dientes y le aplicó una descarga dentro del labio superior. Marcel sabía que ella gritaba, pero no oía nada más que su propia, forzada respiración. No vio a Prévost llenar la jarra y arrojar el agua sobre el cuerpo bañado en sudor. El espasmo fue tan violento que la grilla se sacudió.
—Así libera la carga acumulada —explicó Prévost en tono didáctico, pero él no lo oyó; tragó con dificultad y, extendiendo la mano izquierda, quitó la venda negra y volvió la cara de la mujer hacia él. Alguien detrás de él dijo:
—Su prueba más importante, Maurizio. Mátela. Es una orden.
Las palabras estallaron en su interior. Desde un rincón de su mente, se observó a sí mismo con horror infinito. Su cuerpo no recibía sus propias órdenes. Estiró el brazo derecho y alguien puso un arma en su mano.
Ella lo miró y vio en sus ojos el dolor más absoluto. Los labios de ella articularon una palabra, sin voz.
No puedo detenerme. No quiero hacer esto, pero no puedo detener la mano.
“No”, leyó en los labios de la mujer.
—Adelante, Maurizio — la voz llegaba desde una distancia infinita. —Ahora.
La puerta. Pasos pesados y sordos. Dos hombres. El pulso se le desbocó sin control.
No sabía cuánto llevaba en ese lugar, con los ojos vendados y las manos esposadas a la espalda. Le quitaron las esposas únicamente para someterla a la humillación de tener que evacuar sus necesidades fisiológicas mientras la observaban, pero no la venda. Desde donde estaba podía oír los gritos y sollozos de Marie y Denise. Ella no había gritado: la furia y la desesperación eran demasiadas. El que pudieran oírse mutuamente era parte de la tortura. Los alaridos de Denise le llegaron nítidos cuando la sacaron de la celda. Más tarde— cuánto más, no pudo saberlo—, oyó las risas de los que la arrastraban de regreso. Sólo oyó gemidos muy leves y, después, nada. Dios mío, si estás en alguna parte, no las abandones. Los sollozos entrecortados de Marie se alejaron con el mismo rumbo. A Marie la trajeron más rápido y alguien ordenó llamar al médico. ¿Hay un médico? ¿Un médico colabora con estos hijos de puta?
Habían entrado en silencio. Uno la levantó sujetándola por las esposas y, antes de que tuviera tiempo de gritar de dolor, otro le metió un trapo en la boca y se lo aseguró con una mordaza. El terror la paralizó. El que la sostenía de pie le pasó un brazo por el cuello y le levantó el camisón para sobarle el cuerpo con la otra mano, sin dejarla mover. El otro estaba delante, pegado a ella, tanto que podía sentir los movimientos del tipo, el aliento húmedo y pesado, la respiración agitada. “Schnell”, murmuró el que la sujetaba, y en medio del pánico que la aturdía le sintió la erección. Algo viscoso y caliente le cayó encima del abdomen y las piernas. Se retorció de asco y miedo mientras los gritos se le ahogaban impotentes en la garganta. El hijo de puta terminó de masturbarse y tomó el lugar del otro, que fue más rápido que su compañero. Se limpiaron las manos en el camisón y la lavaron con el chorro de una manguera. Tenía el cuerpo helado y dolorido y no podía dejar de temblar. Antes de dejarla sola otra vez, le quitaron la mordaza y el trapo. Sintió náuseas, pero no tenía nada que vomitar. Apoyó la frente contra una pared. Auguste, ¿dónde estás? Tienen que haber detectado el localizador. En el nombre de Dios, Auguste, no esperes más.
La llevaron vendada pero pudo percibir que la nueva habitación estaba iluminada y limpia. Se fueron después de quitarle las esposas y atarla a una superficie fría. Metal. Una mano de hielo le oprimió el pecho. La posición en la que la habían atado la dejaba colgando de las muñecas y los pulmones se le comprimían contra el diafragma, asfixiándola. Tensó los brazos para incorporarse e inspirar, cuando una voz gruesa y ligeramente cascada habló en tono burlón. ¿Maurizio? ¿Marcel está acá? El hombre se acercó y le tomó la cara.
—Espléndida. Qué pena que el Brigadier no esté para disfrutarte —dijo sobre su boca.
El Brigadier. La ira la obnubiló, y en un acto casi reflejo, descargó la rodilla izquierda a donde imaginó estaría la entrepierna del tipo. Acertó. No podía dejar de pensar con desesperación en ese nombre. El golpe no se hizo esperar y sintió sangre en la boca.
Los paroxismos de dolor fueron cada vez más frecuentes. No podía recuperar el aire, y el simple acto de respirar era una tortura adicional. Algo salió terriblemente mal. Van a matarme. Una lanza de fuego le atravesó la vagina y la descarga le crepitó en los oídos, dejándola suspendida en una eternidad sin tiempo, sorda a toda otra cosa que no fueran los estertores de su agonía. Tenía la boca reseca, pero el agua la hizo retorcer en una ordalía de espasmos. Sabía que estaba gritando, pero esa parte de su cuerpo se hallaba fuera de su control; se hundió en un universo desgarrado por el dolor mientras su sistema nervioso central trataba inútilmente de recuperar la función respiratoria y los latidos le martilleaban en el cerebro. Señor, se detuvieron. Alguien le quitó la venda de los ojos. ¿Quieren que vea a mi verdugo? En medio de la niebla que embotaba sus sentidos alcanzó a oír la orden. ¡Van a matarme! Abrió los ojos a una luz dolorosamente intensa mientras le volvían la cara. Entre las lágrimas pudo distinguir a Marcel, flanqueado por dos hombres, los tres vestidos con el mismo uniforme. Quiso articular su nombre, pero ya no tenía voz. “Marcel,”, susurró, "no". Cerró los ojos para no ver cómo el cañón se acercaba despacio. No. Auguste, dónde estás.
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES, PRIMERAS HORAS DE LA NOCHE
—Tenemos la señal de Marceau —informó Equipos, señalando la pantalla del monitor.
Alrededor de la fábrica de chocolates se había desplegado un operativo silencioso. Dos unidades con equipo de detección se habían alternado durante las últimas semanas para cubrir a Dubois a la distancia máxima de cuatrocientos metros que permitían los blips. No habían sido rastreadas y no habían tenido problemas en completar el mapa en tres dimensiones del edificio. Los técnicos y oficiales habían comenzado a aburrirse sobre los tableros de control. “Los blips resultaron confiables, después de todo”, había comentado Paworski, entre altivo y ligeramente molesto. Confiables hasta hacía poco más de treinta horas.
Auguste inspiró profundamente, pero el abismo en la boca del estómago no se le encogió. No dormía desde la llamada de la madre Martine, casi dos días antes. Esperó el tiempo que calculaban duraría el transporte desde Alsacia, pero no había señal de Odette. Nada. No habían detectado su localizador en todas esas horas terribles. Ordenó pasar a la etapa final del operativo, con los blindados y demás móviles en alerta amarilla. Era consciente de que no podía arriesgar que descubrieran el operativo y a sus hombres por intentar un copamiento antes de tiempo; sería tan desastroso como no poder sacar a los suyos de la fábrica. La disyuntiva lo estaba volviendo loco. La demora y la preocupación les estaban socavando la resistencia a todos.
En un momento llegó a discutir a los gritos con Paworski por los detectores de mierda. “¡Si perdemos a un solo rehén o a algún oficial, voy a fusilar a todo el Laboratorio en persona!”. En medio del nerviosismo creciente, cayó en la cuenta de que nunca había visto al ingeniero tan fuera de sí. El silencio era ominoso mientras miraban las pantallas.
Uno de los hombres de Reconocimiento les recordó que el edificio tenía varios subsuelos. Si Marceau se encontraba en uno de ellos, eso podía estar debilitando la señal. Cambiaron los equipos y comenzó a aparecer por momentos. Ahora, por fin, el blip era débil pero claro y aparecía junto con el de Dubois. Los localizadores se intensificaban el uno al otro reforzando la emisión base.
—¡Carajo, se vuelve intermitente! —gritó el oficial de Equipos.
Auguste se volvió hacia Paworski.
—¿Qué mierda pasa? —la angustia le apretaba el pecho con una morsa de hierro.
El ingeniero se acercó a la pantalla con la cara deformada por la ansiedad, para manipular el teclado y los diales digitalizados.
—Descargas eléctricas. Están interfiriendo la señal. Pero están los dos juntos.
—¡ADENTRO! —la orden se dio por radio al resto de las unidades, mientras Auguste se ponía el chaleco antibalas. Alguien gritó:
—Comisario, ¿usted también va a entrar?
No se molestó en responder.
El estampido seco de los disparos retumbó por los parlantes de la sala. La pared de cristal estalló y Marcel vio como en un sueño, cómo Jacques y Prévost caían al suelo en posiciones extrañas. Alguien aulló:
—¡SÁQUELA DE AQUÍ, DUBOIS!
Dubois. Soy Marcel Dubois. Abrió las manos, inhaló desesperadamente y, con un bisturí que encontró sobre la mesita, cortó las correas de cuero. Sostuvo a la mujer y la bajó hasta el suelo; se quitó la camisa negra y la envolvió. La levantó como a un chico y corrió, apretándola contra su cuerpo. Gracias a Dios, Massarino había llegado.
—¡Estoy bien! ¡Llévenlas a ellas primero! —ordenó Odette a los de las ambulancias. Había sólo dos, y eran cinco las mujeres a las que habían rescatado con vida del edificio. Más los heridos que iban cayendo en el copamiento. De los nuestros y de los de ellos. Alcanzó a preguntarles a Marie y a Denise cómo estaban. Denise le contó entre sollozos cómo había oído a alguien decir que “ella, no”, después de dejarla de pie, con los ojos vendados y esposada durante un tiempo interminable, en el que ni siquiera se había atrevido a moverse, en medio de un grupo de hombres que la evaluaron como si fuese un caballo de carreras. Se le revolvió el estómago. Luego la llevaron de regreso y nadie más entró en la celda. Creyó que iban a dejarla morir de hambre. Marie no recordaba nada; se había desmayado a poco de que la sacaran y, cuando había reaccionado, estaba otra vez sola. Tampoco nadie había entrado después de eso.
Gracias, Señor, gracias. Sentía terribles remordimientos por las dos mujeres. La corazonada de hacerse pasar por una de ellas y que las llevaran a las tres había resultado. No las tocaron. Quién sabe qué habría pasado si hubieran estado solas. Recordó los momentos de horror en la celda y se estremeció. Las hermanas la miraron asombradas cuando les dijo que no las acompañaría al hospital y uno de los oficiales la llamó “capitán Marceau”.
—La madre Martine les explicará todo. Vayan al hospital; seguramente las otras pobrecitas necesiten de su ayuda— las abrazó y las besó, y por fin las muchachas subieron a la ambulancia.
Odette se arrebujó en la camisa negra y se ajustó el pantalón enorme que uno de los médicos de las ambulancias le había prestado. Carajo, está haciendo frío. Le dolían los pies descalzos sobre el pavimento mojado. Se acurrucó en el automóvil de Auguste. Su hermano la encontró dormida sobre el asiento y la despertó con un beso.
—Bambina...
Ella saltó, gritando de terror en el asiento, y cuando comprendió que era su hermano, se le colgó del cuello.
—¿Por qué no fuiste con los médicos?— insistió su hermano.
Negó con la cabeza.
—Quiero ir a casa —pudo articular—. Estoy bien.
Él la miró con incredulidad. Qué cara debo de tener, Cristo.
—Estoy muy cansada, nada más — y con un poquito de sobrecarga eléctrica. No quiero que me vea nadie en este estado.
—¡En el nombre de Dios, bambina!—Auguste le tomó la cara entre las manos—. Vamos al hospi-tal...
—PORTAMI A CASA! —gritó Odette, sin poder dominar un sollozo.
—Va’ bene. Calma —su hermano la abrazó durante un momento muy largo, acunándola. Estaba tan agitado como ella. Logró convencerlo de que la llevara a su casa y de que podía quedarse sola.
Se bañó frotándose el cuerpo con desesperación, como si pudiera despegarse las sensaciones espantosas que le habían dejado adheridas a la piel. Le dolían los pechos, la vagina, los dedos de los pies, la boca. ¿A las otras pobres desgraciadas que habían encontrado les habrían hecho lo mismo que a ella? ¿Algo peor? ¿Y si Auguste se hubiera retrasado sólo un poco más...? El recuerdo del pánico ciego la estranguló de horror, hasta que se puso a gritar bajo el agua de la ducha. Gritó y gritó hasta agotarse y la angustia se disipó. Sólo le quedaba el agotamiento.
Estoy limpia...
Todavía temblando, se derrumbó en la cama para tratar de dormir, cuando el rostro enajenado de Marcel le asaltó la memoria. ¡Santo Dios, qué le hicieron!. Alguien había aullado en medio de los disparos y la cordura había vuelto, pero no del todo. La había mirado sin verla. Podía jurar que él no estaba del todo consciente de lo que ocurría en esos momentos atroces.
En algún momento, el teléfono sonó y sonó.
—¡Odette!
—¡Mamá! ¿Qué pasa? ¡Son las cinco de la mañana!
—Nada, bambina. Estaba preocupada por ti...
Sintió un nudo en el estómago: esa intuición terrible de su madre siempre la asustaba.
—Estoy bien, mamá. Estaba durmiendo.
—¿De verdad estás bien? ¿Y tu hermano?
—También, mammina. ¿Qué te preocupa? —trató de que su voz sonara como de costumbre, pero era evidente que no le estaba saliendo bien, porque Lola insistió.
—¿Desde hace cuánto no estás en tu casa?
—Estuve trabajando fuera de la ciudad.
Le preguntó tantas veces si estaba bien, que en un momento estuvo a punto de contarle todo. Cuando ya iban a cortar, Lola le dijo:
—Hija mía, no me estás diciendo la verdad.
—No, mamá. Pero no puedo decirte nada más.
— ¿Qué te pasó?
Cerró los ojos muy apretados. No preguntes, mamá. Le tembló la voz cuando le respondió:
—Mammina, ti prego...
Del otro lado se oyó un suspiro pesado.
—Ya terminó,mamá. Estamos bien.
Su madre soltó tal catarata de insultos en siciliano dirigidos a la Policía Nacional, la KGB, los Carabinieri y la Guardia Civil Española, que terminó por hacerla reír, histérica.
—Ma’ lo sai che ti crescera’ quel nasino piccolo piccolo, buggiarda (1)!- protestó mamma.
—Ti voglio tanto bene... Baciami a papa.
Si tuviera la bola de cristal de mi madre, sería mejor que Sherlock Holmes, Poirot y Maigret juntos fue lo último que pensó antes de dormirse.
—¡Dubois! ¡Teniente Dubois!
Soy yo. Se volvió rápidamente aunque sentía las piernas inseguras todavía. Había corrido por los pasillos interminables desde el segundo subsuelo hasta la escalera que llevaba a la planta baja. Bastante más que un field. La escalera casi lo venció, pero la carga que llevaba necesitaba que la pusieran a salvo. Afuera. Tengo que llegar afuera. Podía oír retumbar los gritos, los disparos, las voces, pero lo único que le importaba era salir. Sirenas. Vio las luces rojas y azules.
—¡Aquí! —dos hombres de blanco se acercaron corriendo —¡Está bien! ¡Déjela! ¡Nosotros nos ocupamos! Recupere el aire —tuvieron que forcejear para quitársela de los brazos.
Lo hicieron sentar en una ambulancia. Estaba mareado y casi se cayó de bruces. Alguien lo sostuvo y le puso una mascarilla. Respiró un poco. Me siento mejor. Cerró los ojos. De pronto saltó del asiento.
—¿Dónde está? La mujer que...
—Bien— le respondió el conductor de la ambulancia—. Se fue hace más de cuarenta minutos. Mejor dicho, la llevaron.
¿Cuarenta minutos? ¿Me desmayé? Sin saber por qué, se sintió avergonzado.
—¿Quién...? ¿Cómo...?
—Creo que el comisario Massarino —respondieron su pregunta a medias.
Le alcanzaron un suéter. Menos mal, porque el frío le cortaba la respiración. Bajó de la ambulancia pese a las protestas del hombre de blanco. Se sentía como si saliera al aire libre después de años de encierro. Alrededor del edificio, tres camiones se habían vaciado de efectivos. Más atrás, protegidos por los vehículos más grandes, estaban los automóviles, entre los que anduvo caminando como un borracho hasta que oyó que lo llamaban. Massarino. El comisario se le acercó y lo inspeccionó con cara de preocupación.
—¿Cómo se siente?
—No sé... —se asombró de su respuesta.
Massarino llamó a uno de los hombres que estaban custodiando los vehículos y le ordenó que lo lleva-ra a su casa. Marcel no tuvo fuerzas ni voluntad para negarse. Pero había algo que tenía que decirle y le estaba costando.
—Odette... No pude encontrar a Odette —aferró el brazo de Massarino mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. El comisario lo miró con la sorpresa naciéndole en los ojos.
—Teniente, usted la sacó de ahí —y dirigiéndose al otro oficial: — A la casa. Ya mismo.
En el trayecto recordó que no tenía las llaves. Espero que el portero esté de humor para abrirme.
(1)¡ Pero no sabes que te crecerá la naricita, mentirosa!
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