“Si nos pescan nos cortan las piernas”, le había asegurado Meyer. No tengo la menor duda que será algo más sensible que las piernas, pensó Auguste mientras subía desde la playa de estacionamiento. Un suboficial con demasiados humos le había exigido la identificación pero la credencial del SSMI abría más puertas de las que uno podría creer. El cónclave secreto era en el laboratorio de Paworski. Cuando llegó, Meyer y el ingeniero estaban instalados delante del monitor más grande, con el resto del lugar a oscuras y la puerta cerrada con llave.
— Parecemos conspiradores— se burló Paworski.
— ¿Y qué cree que estamos haciendo?— Auguste le devolvió la burla. Paworski sonrió pero no replicó mientras se ocupaba de los controles. — Carajo— masculló el ingeniero—, hace mucho que no hago esto.
— Debería practicar más a menudo— comentó Auguste, mirando la pantalla con preocupación. Ni una puta señal cruzaba el mapa— ¿Qué podría pasar que anulara la señal? — Que hayan destruido o roto el radiofaro.
— ¿Dubois podía activarlo a voluntad?
— Sí. De hecho, la única otra forma de activación es si el detector de temperatura del radiofaro recibe una señal continua inferior a los 32 grados Celsius.
Es decir, si está muerto, cosa que aparentemente no es así. Todavía, Auguste pensó con un estremecimiento.
— Paworski, ¿ la señal podría ser tan débil que hicieran falta equipos más sensibles?— aventuró.
— Lo diseñé con un isótopo de larga vida y emisión constante. No debería haber problemas— murmuró Paworski mientras ajustaba controles y selectores.
Hubo una pausa más larga de lo deseado y las respiraciones de todos se volvieron pesadas.
— Massarino, perdone que insista pero... ¿Está seguro de buscarlo en París intramuros? Quiero decir...
— Ya sé lo que quiere decir. Sí, estoy seguro, sólo que no quiero arriesgar un movimiento que podría resultar desastroso a nivel diplomático— por no hablar del despelote que ocurriría en la PN, en el MI y en cuanta puta repartición hubiera un puto uniforme azul. Mierda, me estoy volviendo tan malhablado como mi hermana.
Una eternidad de tres minutos transcurrió en medio de un silencio de muerte.
— Comisario, tendríamos que pensar en otra cosa...— decía Jumbo cuando un bip solitario cruzó la pantalla. Se quedaron paralizados, sin respirar. Otro, otro y otro más y ¡la señal!, la putísima señal se estabilizó.
— Paworski, ya estamos en las coordenadas.
— Busque un automóvil, Massarino— la voz salía metálica por el radio—. La imagen satelital señala un automóvil grande.
Auguste ordenó a los demás autos que rodearan la manzana. La calle estaba vacía. El radio chirrió: una limusina se movía por una calle lateral. Los demás no habían detectado ningún vehículo.
— Paworski— Auguste insistió —, ¿está seguro de que se trata de un vehículo y no el edificio?
Si Paworski insultó, no salió al aire.
— Estoy completamente seguro, comisario— respondió el ingeniero entre dientes.
¿Qué mierda hago? ¿Si resulta que es un diplomático tirándose a la secretaria del embajador y les caemos encima con la Brigada Antiterrorismo? Por otra parte no es un barrio recomendable para pasear en limusina. Todavía dudaba cuando del otro lado del radio, Paworski sonó agitado.
— ¡Massarino, espere! ¡La imagen satelital cambió!
— ¿Cómo es posible?— ladró Auguste, malhumorado.
— El retardo. Las comunicaciones no son instantáneas— explicó Paworski con algo de empacho.
— ¿Y ahora? ¿Está completamente seguro?
— Deme un par de minutos — admitió el ingeniero.
Santo Dios, te pueden matar en un par de minutos. ¡El planeta entero puede irse a la mierda en un puto par de minutos!
— Massarino— la voz del ingeniero sibiló por el radio—. Confirmadas las nuevas coordenadas. Se trata de un edificio de siete pisos. Estamos transmitiendo los planos. Confirmen. El radiofaro está emitiendo desde el segundo piso.
Meyer, que seguía la información desde su propio radio, intervino.
— ¿Cómo seguimos, comisario?
— Interceptamos el vehículo. Yo voy adelante; Meyer en el segundo auto, a cincuenta metros. Los demás, en las bocacalles— quiero encargarme de ellos personalmente, pensó Auguste recordando la rosa negra.
Cuatro autos salidos de la nada les impidieron avanzar. Las figuras de negro ominoso y pasamontañas rodearon la limusina antes que ninguno de ellos pudiera reaccionar, y el traquido inconfundible de las armas amartilladas desalentó cualquier movida. Una voz bronca les indicó que apagaran el motor, abrieran las puertas lentamente y bajaran del vehículo de uno en uno. Un culatazo persuasivo hizo estallar un cristal y el caño prolijamente perforado de un fusil ametrallador entró por el agujero. Ortiz miró alrededor: al menos diez gorilas acordonaban la limo, contando al que hablaba.
— ¿Papi, qué pasa?— chilló Fernando asustado. El otro chiquito, Leo, se puso a llorar.
— Mi coronel...— susurró Marini con la mano en la Uzi
Ortiz lo detuvo con un gesto.
— No haga ningún movimiento sospechoso. Lo único que importa es proteger a los chicos y a mi padre— presionó el levantavidrios— ¡Voy a bajar! J’y vais descendre! — gritó en francés y murmuró: — Intentaré una maniobra de distracción. Ya sabe a dónde ir. Dispare o atropelle al que se le ponga delante.
— ¡Pero, señor!
— Es una orden, subteniente.
¿Quiénes carajo son: los de Ayrault o los de Seoane? El sudor le corrió frío por la espina dorsal. Quienes quiera que sean, no voy a permitir que dañen a mi hijo. Escondió el arma en la cintura.
— ¡Papi!— gritó Fernando llorando.
— Hacéles caso al al abuelo y al subteniente Marini.
— Oiga, jefe, esa no es gente de JJ— susurró Sulamit
— ¿Cómo lo sabe? — Los vi moverse alrededor del auto. Parecen canas— decidida, la mujer bajó el cristal de su lado y asomó la cabeza— ¡Eh, hay chicos acá adentro! ¿Oyeron?
La boca de una Beretta la empujó hacia adentro y Sulamit insultó al tipo sin demasiados pruritos.
— ¡Sin trucos! ¡Apaguen el motor o lo apagamos nosotros!— ladraron del otro lado de la pistola.
Las sombras se apretaron alrededor de la limo y Ortiz tuvo que dar la orden a Marini entre dientes
— Despacio. No queremos lastimar a nadie— insistió el tipo.
Ortiz emergió lentamente de la limusina, las manos separadas del cuerpo. Lo empujaron contra la carrocería y lo palparon de armas, y uno se metió en el vehículo.
— ¿Qué hacen?— se sobresaltó cuando un gorila tamaño XXL lo hizo volverse con brusquedad y lo encañonó en medio del estómago.
— Es la misma pregunta que queremos hacer nosotros— farfulló la bestia detrás del pasamontañas.
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Auguste entró a la limo, se quitó el pasamontañas y le sonrió al viejo tendiéndole un pimpollo marchito y una tarjeta, pero sin dejar de apuntarle.— Déme una buena explicación de qué hacía el capitán Marcel Dubois en este vehículo y cuál es el paradero de la comisario Marceau, pero hágalo rápido... Gran Maestre
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Auguste y Ortiz se miraron durante unos buenos segundos antes de hablar.— No tengo hombres disponibles para que los protejan. Llévelos a algún lugar seguro— Auguste cabeceó hacia la limusina—. Imagino que deben tener alguno más en la ciudad.
— Yo me quedo con usted— dijo Ortiz.
— No puedo permitirlo. Ya tengo demasiados problemas en la PDP como para sumarle la presencia de un militar extranjero en un operativo no autorizado.
— ¿No autorizado? No comprendo.
— Estamos aquí de contrabando. Estoy respaldando esto como Seguridad del Ministerio del Interior, cuando debería ser la Brigada Criminal la que dirigiera el procedimiento. Michelon fue relevada de su cargo hace dos días. El reemplazante no está y todas las investigaciones sobre el ciudadano Ayrault han sido dejadas sin efecto. No sé qué consecuencias tendrá todo esto. Posiblemente me echen a patadas de la PN, lo mismo que a la gente que me acompaña. Váyase, coronel.
Ortiz lo miraba con furiosa incredulidad.
— Puedo remediar algunas cosas. ¿Tiene un celular?
Ortiz se apartó para aullar una serie de órdenes telefónicas a alguien que se había extralimitado en su celo profesional.
En un relámpago esclarecedor, Auguste captó el estado de situación. Esta vez las reglas de juego que la Orden impone se te volvieron en contra, ¿eh, Ortiz? El coronel le devolvió el teléfono.
— Están saliendo a buscar a la comisario Michelon. Habrá una nueva comunicación, anulando la disposición anterior. Lo siento.
— Váyase de una puta vez — masculló Auguste entre dientes.
— No, comisario, no puedo irme— Ortiz lo encaró—. Se la debo a Dubois y a Marceau.
Auguste lo evaluó con los dientes apretados y después de unos instantes, asintió con expresión sombría. — Meyer, facilítele equipo al coronel Ortiz.
POCO ANTES DE MEDIANOCHE EN LA WOLFFSCHANZE
Recorrieron un pasillo interminable y varios tramos de escaleras abajo, hasta llegar a un corredor lateral de paredes mal revocadas. Janvier abrió una puerta y empujó dentro a Odette. En la habitación iluminada por una lamparita desnuda y tan sucia de pelusas como el cable del que pendía, había nada más que un camastro bajo contra una pared.
— Vamos, nena, no querrás despedirte sin mimarme un poco— el tipo gruñó mientras la arrinconaba contra la pared y le metía las zarpas por debajo de la camiseta. Parecía tener cuatro pares de manos.
— ¿Estás loco? ¿Si se aparece JJ?
El tipo ni se molestó en escucharla. Los cuatro pares de manos la sujetaron por las caderas y la lengua se le enterró en la oreja.
— Ese Seoane dijo que algo no había salido bien— insistió ella —, y JJ se pone cabrón cuando algo no resulta como él quiere... Mejor me voy.
La bragueta del tipo comenzó a cambiar alarmantemente de tamaño.
— Ni lo vas a oler, muñeca— el hombre la besó con la boca abierta y el estómago le subió hasta la garganta y le volvió a bajar— JJ hace sus trabajos sucios en los pisos altos.
— ¡JJ nos va a matar si nos pesca!
— ¿Qué te pasa, preciosa?
— Janvier, quiero ir a casa...— se retorció para escurrirse.
— No entendiste— el tipo le sujetó la cara con violencia—. Seoane dio una orden. Depende de cómo te comportes el que la ejecute.
La expresión torva del hombre le dijo que no importaba cómo se “comportara”, lo mismo la "ejecutaría". Odette se obligó a rodearle el cuello con los brazos pero la mirada del tipo se endureció, se arrancó sus brazos y se desprendió la bragueta, tomándole la mano para guiarla dentro del pantalón. Sus dedos tantearon la humedad y tuvo que contenerse para no sacar la mano de un tirón. Janvier la empujó para que se arrodillara.
— Vamos, puta, si es lo que más te gusta...— masculló ronco.
El miembro del tipo le saltó en la cara. Se estremeció y estuvo a punto de apartarse asqueada, cuando una mano le agarró el pelo y la acercó a medio centímetro, y la otra tironeó de la camiseta, levantándosela por encima de los pechos.
— Dame una buena chupada y te perdono la vida, desgraciada— gruñó mientras la manoseaba.
La mano que la pellizcaba se deslizó hacia la parte trasera de la cintura. ¡Dios, este animal de verdad piensa matarme! Se pegó al cuerpo del tipo tratando de dominar el rechazo insoportable que le provocaba y lo acarició. Con la punta de la lengua rozó la pelvis del bruto, dibujando circulitos y acercándose a la bragadura, hasta que el tipo dejó caer la mano que buscaba el arma. ¡Ahora! Se apartó ligeramente como para acomodarse, se incorporó a medias y pateó el escroto de Janvier, que se dobló por la mitad, los brazos repentinamente fláccidos por el dolor.
Odette se incorporó de un salto. El siguiente golpe fue con el filo del pie al maxilar, y el otro, a la sien. El tipo cayó de rodillas, insultando medio ahogado mientras trataba de alcanzarla, y el arma se le cayó del cinturón. Con un movimiento felino, Odette pasó por debajo de él, saltó sobre la pistola, giró y disparó sin apuntar. El tipo voló hacia atrás golpeándose la cabeza contra el camastro y ya no se movió. Ella volvió a respirar una eternidad después. No sabía si el hombre estaba muerto o inconsciente, pero no tenía tiempo de quedarse a averiguarlo. Se metió la pistola en la cintura del pantalón y corrió por el pasillo vacío, tratando desesperadamente de recordar el camino por donde había venido.
¿Había alcanzado ya la planta baja o estaba en el primer subsuelo? Jadeó y el flujo forzado de aire le hizo doler los pulmones. El ruido inconfundible de pies calzados con borceguíes le puso el estómago en el tobogán. ¿Era la gente que Ayrault había enviado en auxilio de Schwartz, que regresaba?
No, deben haber liquidado a todos. Entonces: ¿son los de Seoane que vienen a terminar el trabajo? Ella sería cadáver sin importar el grupo que la encontrara.
Los pasos se acercaban a la carrera y oyó voces ahogadas dar órdenes en francés: ¡los de Ayrault
Se metió en una habitación vacía y a oscuras y se acurrucó detrás de la puerta, poniendo todos sus sentidos en lo que ocurría afuera. Los que corrían siguieron de largo sin hablar. Están emboscando a alguien. No quería pensar a quién y contuvo la respiración.
Treinta latidos de corazón después, no habían regresado y nadie los seguía. Tenía que salir aunque el pánico le diera nauseas. ¿Y Marcel? Entreabrió la puerta: el corredor estaba vacío. El pulso le batía como un tambor. Los malditos zapatos de tacón hacían ruido y corrió en puntas de pie. El extremo final del corredor se abría en T; se acercó cautelosa al cruce y escuchó sin asomarse: ni un solo ruido perturbaba el silencio ominoso.
Dios Santo, ¿en dónde se metieron todos? El corazón le palpitaba en la boca, en medio de la lengua. Salir, comunicarme con Meyer, pedir refuerzos... Estaba tratando de convencerse a sí misma que era lo que mejor podía hacer, cuando oyó un ruido a sus espaldas. Por encima del hombro vio la figura oscura, de pie en la intersección de los pasillos. Aprovechó el instante de vacilación del hombre, sacó el arma de Janvier y disparó. El tipo se parapetó y ella dio media vuelta y echó a correr, abandonándose al más elemental instinto de conservación.
(1) Ilegales (lit: "sin papeles)