Los encerraron sin quitarles las esposas, en una celda minúscula, parecida a aquella donde la habían dejado a ella. Odette apoyó la cabeza en la puerta para escuchar. Los pasos se alejaron, los gritos de las órdenes se apagaron y contó cincuenta latidos de corazón. Localizó la cámara del circuito cerrado y se acuclilló en el rincón del ángulo ciego de la cámara. Deslizó los brazos por debajo de las caderas, y con una pirueta pasó las piernas por encima de los brazos y quedó con las manos esposadas delante. Mediante señas, le indicó a Ortiz que se acercara y lo empujó al rincón.
— ¿Q-qué...?— el coronel la miró de reojo, sorprendido.
— ¡Cállese!— farfulló mientras le sacaba el cinturón a un Ortiz paralizado por la sorpresa.
Manipuló el gancho de la hebilla en el cierre de sus esposas, con los ojos cerrados, hasta que el clic le dijo que era libre. Se descalzó, se quitó las medias y las dejó en un rincón. Hizo girar al coronel sin demasiadas contemplaciones y le abrió las suyas. Sin dejar de arrinconarlo, le desprendió la camisa y lo obligó a sacársela.
— ¿Qué…!— Ortiz intentó preguntar y Odette lo interrumpió con un ademán furioso. Señaló la cámara con un cabezazo y le dio la camisa. El coronel comprendió y cubrió la cámara con un movimiento rápido.
Silenciosa como un ratón, ella tomó el bastón del viejo y la almohada. Golpeó con el bastón el artefacto de iluminación del baño que contenía la cámara, amortiguando el ruido a vidrios rotos con la almohada. Hizo lo mismo con la otra y le devolvió la camisa a Ortiz.
— ¿Cómo supo de las cámaras?— susurró el coronel.
— ¿Cómo supo usted esta tarde que yo ya estaba vestida?— retrucó en el mismo tono.
— Es un circuito de vigilancia— respondió Ortiz, levemente sonrojado.
— Aquí lo llamamos peep-show— replicó ella con acidez y Ortiz desvió la mirada.
En el baño, Odette taponó el lavatorio con una toalla, rellenó el sumidero del piso con la almohada y abrió todos los grifos al máximo.
— ¿Qué hace? La cerradura de estas puertas es exterior e inviolable, con contraseñas numéricas y...
— Gracias por el dato pero no pertenezco a Inteligencia Central— lo paró en seco—. Soy cana y este truquito— señaló el agua que inundaba el baño microscópico –, lo aprendí de los rateros.
— Pero Dubois nos traicionó...
— No sea idiota: si lo hubiera hecho, estaríamos muertos. Córrase, no deja pasar el agua.
— Hay montones de claves que sólo mi padre y yo conocemos— insistió tozudo—. Nos necesitan...
— ¿Y a mí?— empujó el catre hacia el costado de la puerta y se subió—. Su padre lo dejó muy claro: una vez conseguido Dubois, no tengo ninguna utilidad y estos tipos lo saben tan bien como usted
Ortiz asintió a regañadientes.
— ¿Cuál es la frecuencia de barrido del circuito cerrado?— ella preguntó.
— Tres minutos.
— Ya perdimos dos por discutir. Empiece a gritar.
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Aburrido de estar de pie como un poste, el subteniente dio unos pasos y chapoteó. ¿Agua? ¡Pero qué carajo pasa! El agua pasaba a borbotones por debajo de la puerta y desde el interior de la celda gritaban y golpeaban. El hombre dio la alarma sin moverse de su puesto. — No tenemos imágenes del interior— le informaron por el handy y le dieron instrucciones de entrar.
No aclararon si debía disparar, pero se encogió de hombros: los tipos lo mismo estarían muertos en un par de horas más, luego de que Schwartz tuviera tiempo de interrogarlos. Liberó el seguro del fusil ametrallador, tecleó la secuencia de apertura, pateó la puerta y entró.
El viejo arrogante estaba sentado en el extremo de la celda. Avanzó hacia él con dos zancadas, preguntando a los gritos por Ortiz. Una sombra entró en su campo de visión y él volteó, su cuerpo y el arma como una sola entidad, el dedo empujando el gatillo hasta el final del recorrido.
Quizás el recorrido era demasiado largo o él no tuvo en cuenta a la tercera persona en la celda: lo cierto es que algo blando voló por encima de su cabeza y le cubrió la cara, impidiéndole la visión. Soltó el gatillo para tratar de quitarse el impedimento de encima y un golpe seco en medio de la espalda lo dejó sin aire y le aflojó los brazos. Algo sedoso e implacable le rodeó el cuello y se estrechó. Hubo más golpes como el primero y el lazo se cerró sobre su garganta, quitándole el aliento. Hubo un sacudón brusco y todo terminó.
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Schwartz ladraba órdenes por el handy y Marcel observaba atentamente los monitores cuando descubrió que una de las cámaras había dejado de transmitir. Prestó atención al barrido y concluyó que debía ser la de la celda en donde habían encerrado a Odette junto a los dos hombres. Calculó que el barrido se producía más o menos cada tres minutos y esperó inquieto. El siguiente barrido le quitó las dudas: las cámaras estaban neutralizadas. Lanzó una ojeada distraída por la sala: nadie lo había advertido todavía. Había un handy junto al monitor y la voz del guardia pedía instrucciones. Tomó el handy y le ordenó al tipo entrar. Luego lo apagó disimuladamente y se lo enganchó en el cinturón. Se acercó a Schwartz, que controlaba otro monitor con imágenes en las cocinas y le tocó el hombro.— Hay problemas con Ortiz— comentó en voz baja y Schwartz lo miró con el ceño fruncido—. No deberían haberlos encerrado juntos, Ortiz es peligroso. Habría que sacar al viejo de ahí.
Deliberadamente evitó mencionar a Odette y Schwartz esbozó una sonrisita astuta de “estamos en la misma longitud de onda”.
— Voy a terminar con este asunto ipso facto— aseguró el mayor, que tomó un fusil ametrallador y salió, mientras a Marcel le corrían escalofríos por la espalda de pensar en el modo en que Schwartz terminaría asuntos “ipso facto”.
Salió subrepticiamente y trabó la cerradura de la puerta que comunicaba la escalera con el pasillo del subsuelo, calculando que resistiría sus buenos cinco minutos. Alcanzó a ver a Schwartz corriendo por el pasillo vacío mientras llamaba al hombre que debía estar de guardia. El suelo brillaba mojado.
La puerta de una de las celdas estaba entreabierta y Schwartz se lanzó dentro. Hubo un instante de silencio y luego los insultos del mayor arreciaron. Una ráfaga de disparos hendió el aire enrarecido. Marcel cruzó los metros que le faltaban de un solo salto pero el cuerpo destrozado del guardia estrangulado obstruía el paso: Ortiz lo había usado de escudo. Sin embargo, no era rival físico para el mayor: Schwartz le enterró la culata en el hígado, Ortiz retrocedió y Schwartz lo golpeó en la mandíbula. Marcel entró y Schwartz comprendió al vuelo sus intenciones; sin dudar y con velocidad de escorpión volteó hacia él al tiempo que disparaba.
Marcel se arrojó de cabeza al suelo y rodó para esquivar la metralla que agujereaba el piso en donde había estado parado media décima de segundo antes. Trataba de cubrirse cuando un ruido sordo reemplazó a los disparos. Todavía desde el suelo, siguió asombrado los arabescos mortales que Odette trazaba con el bastón del viejo. Un toque en el codo desarmó a Schwartz, y el golpe certero con la contera lo aturdió. Odette giró en una pirouette feroz que terminó en la ingle del tipo, dejándolo doblado sobre sí mismo y sin siquiera la posibilidad de aullar de dolor.
En un esfuerzo inhumano, el hombre se incorporó con la decisión de asesinar plasmada en el rostro. Se abalanzó sobre Odette rugiendo como un animal pero el dolor le quitó precisión, y ella lo esquivó con movimientos llenos de la gracia fatal de un matador. El bastón giró y castigó y el hombre cayó de rodillas con la espalda arqueada hacia atrás
. Marcel saltó sobre Schwartz preparando el filo de la mano para quebrarle la tráquea y librar al mundo de otra escoria más.
— ¡No lo mates! —la voz de Odette lo trajo a medias a la realidad, pero ya no podía detener el golpe—¡No! ¡Necesitamos la información que tiene! — forcejeó con él deteniéndole el brazo.
Algo le relampagueó en la cabeza. Abrió la mano izquierda y Schwartz cayó al suelo como un fardo; luego giró hacia ella, furioso por haberle impedido rematar al gusano. Te voy a matar. Se arrancó de su brazo la mano de ella retorciéndole la muñeca, la arrojó contra la pared y la sostuvo por el cuello.
— ¡Vamos, Dubois, hágalo!— Schwartz jadeó desde el piso—. ¡Para eso lo preparamos! ¡Nosotros damos las órdenes y usted obedece!
La sucesión de recuerdos le ametralló la memoria. La mujer desnuda y vendada, el cuerpo sudoroso y retorcido, las palabras de Jacques que le retumbaban en algún lugar del cráneo. “Mátela. Es una orden”. Estaba fuera de su cuerpo, flotando por encima de los demás, viéndose a sí mismo preparar el golpe. La tensión en los testículos, la erección que comenzaba a empujar, el pulso aceleradísimo, el sudor frío de las manos; el plexo que se le hinchaba en una inspiración que subía desde el bajovientre y le envolvía la garganta en una oleada de placer brutal: el placer del predador que salta sobre la presa.
Los aullidos llegaban desde una distancia inconmensurable y sus músculos se prepararon en tensión insoportable y perfecta, independientes de su voluntad. Se vio a sí mismo lanzado por el túnel directo al blanco, el cuerpo entero convertido en una máquina de matar.
— ¡Mátela, De Biassi! ¡Es una orden! ¡Ya lo hizo una vez, hágalo nuevamente!— las palabras retumbaron en su cabeza.
Una mano apretó la suya. ¿Qué... quién...? La mujer tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Dónde está la venda?
— No es cierto, no lo hiciste. Yo estoy viva— ella murmuraba, sosteniendo la mano con la que él le rodeaba el cuello.
Sus músculos recordaron por él: el cuerpo inerte en sus brazos, la carrera furiosa; sus propios resuellos desgarrándole los pulmones; el esfuerzo que le quemaba las piernas. Corrí lejos, arriba, afuera, hasta las luces rojas y azules...
Cerró los ojos hasta que la pulsión de muerte se diluyó, y recuperó el ritmo normal de respiración; al abrirlos, la mujer lo miraba aguantando el aire.
Está viva. No la maté. Maurizio De Biassi no existe. Soy el capitán Marcel Dubois, Brigada Criminal, Prefectura de París, repitió hasta el infinito.
La soltó, encajó las mandíbulas y miró a otra parte: Ortiz, ya recuperado, encañonaba a Schwartz. Marcel lo levantó del suelo y lo estrelló contra la pared.
— ¿Cuántos son?— preguntó entre dientes.
— ¡La puta te traicionó con Ortiz! ¡Él también se la cogió, boludo! ¡Todos nos la pasamos!— barbotó Schwartz—. ¡No saldrán vivos de aquí, los vamos a hacer mierda!— lo desafió.
No pudo decir más: Marcel le enlazó el cuello en un torniquete mortal y Schwartz comprendió que ya nadie le conmutaría la pena.
— Cuántos, Schwartz...— Marcel apretó el antebrazo — ¡Cuántos!
— ¡Dieci...nuev...e!— tosió el otro.
— ¡Quiénes!— exigió Ortiz y Schwartz escupió una chorrera de apellidos que hicieron que Ortiz palideciera.
— ¿Nadie más?— preguntó el coronel.
— Los... otros... están muertos. ... Dubois los liquidó...en la ... ca-rretera y... a-rriba.
— ¿Dónde está Seoane?
— ¡Todavía... no llegó!— farfulló Schwartz con un jadeo estrangulado.
— ¡Cuándo lo esperan!
— ¡Ma-ñana... a las seis! ... Lon-dres… ¡Desde... Londres !
Hubo un chirrido de estática y llamaron al mayor por el handy. Ortiz lo tomó de inmediato.
— Todo en orden. Estamos trasladando a los prisioneros a otra celda— respondió brusco.
Schwartz intentó gritar y eso fue fatal: Marcel lo desnucó y lo dejó caer al suelo como una bolsa vacía. Se quedó mirando el cuerpo retorcido en un ángulo extraño, temblando por el exceso de adrenalina o quién sabe qué otra cosa. Transcurrió un tiempo vacío de sensaciones en el que no dominaba sus propios músculos. Lo había matado sin que el pensamiento le pasara por la conciencia.
— ¿Nunca voy a salir de esta mierda?— jadeó horrorizado.
— Nunca estuviste dentro.
Levantó la cabeza con brusquedad y tropezó con los ojos de ella.
— Jamás mataste siguiendo sus órdenes—dijo Odette y él la aferró con ambas manos, sin poder despegarse de su mirada. Odette. Ella era la mujer.
Hubiera querido gritar que ahora era diferente; que le habían saturado la sangre con porquerías y no podía controlarse; que ellos habían desatado todos los demonios que tan trabajosamente había tratado de domar; que había matado a Schwartz en un acto reflejo horrible y fuera de su dominio; que no sabía cuándo volvería a matar. Y que tenía miedo... Echó la cabeza atrás y tragó el nudo de angustia. Apretó las manos, ella gimió, y comprendió que estaba sacudiéndola.
— Déjela, Dubois, la lastima— dijo Ortiz a sus espaldas mientras trataba de separarlos y él giró fuera de sí mientras una frase y una voz que no podía identificar, le laceraban la cabeza: "Él también se la cogió, boludo..."
— ¿Qué carajo le importa...?
— ¡Basta!— Odette le contuvo el puño que estaba a punto de lanzar contra Ortiz—. ¡Basta, por Dios!
Se interpuso entre ambos y él trató de apartarla pero ella se mantuvo firme. Lo sorprendió la fuerza con que ella resistía sus sacudones.
— ¡No! — le tomó la cara y lo obligó a mirarla—. ¡Están con nosotros! ¡Estás pensando con las hormonas, Dubois!— restalló la voz de terciopelo, y la inflexión de esa voz lo golpeó en medio del plexo.
Desequilibrio-equilibrio, osciló hasta estabilizarse en un punto que las drogas no habían podido alcanzar. Volvía a pisar terreno firme, sabía quién era y lo que debía hacer, y que no debía mirarla a los ojos para evitar que ella lo supiera antes de tiempo. Y debía hacerlo antes de perder el equilibrio nuevamente y subirse al carrusel de órdenes-imágenes-muerte, que le daba vueltas en algún rincón todavía obnubilado de la cabeza. Podía oir los engranajes girar locos, pero sabía que no debía, no debía...
Respiró con la boca abierta y el oxígeno terminó de despejarlo. Voy a sacarte de acá y alejarte de estos asesinos, de mí y de mi locura. Y después... Nunca pude limpiarme esta mierda y ellos lo saben. Lo que no saben es que prefiero estar muerto antes que servirles de herramienta.
Controló el remolino de pensamientos para que nadie le viera la determinación dibujada en la cara: Nunca más volveré a lastimarte. No van a usarme nunca más. Nunca más te harán daño por mi causa. La convicción le dio frío. Ortiz y el viejo esperaban, mudos e inexpresivos.
Recogió el arma de Schwartz y arrastró a Odette fuera de la celda.
— ¡Vámonos!
Los otros dos se movieron en silencio.
Corrían pasillo arriba cuando escucharon pasos detrás. Ortiz les hizo señas de que siguieran y giró para enfrentar al que venía. La luz y sombra del pasillo ocultaban a medias la cara del coronel.
— ¡Schwartz!— gritó el hombre, en castellano—. ¿Dónde está Schwartz?
— ¡En la celda, interrogando a Ortiz! ¡Venga conmigo!— respondió el coronel y le hizo señas para que se acercara. El tipo corrió hacia ellos y Ortiz le truncó el ímpetu con un disparo que le agujereó la frente. Después habló sin volverse:
— Vayamos por los corredores de la servidumbre: son más seguros, éstos no los conocen.
Una figura oscura se movió a unos quince metros adelante. El hombre iba armado y se movía con cautela. Marcel se adelantó sin hacer ruido, inmovilizó al tipo y lo arrastró en silencio hasta el grupo. Ortiz abrió un panel disimulado en la pared y todos entraron a un corredor interior débilmente iluminado.
— ¡Rinaldi!— Ortiz reconoció al hombre —. Está bien, Dubois. Es de mi gente.
Marcel lo soltó y aprovechó para recuperar el aire y el control de sí mismo. ¿Pero hasta cuándo? La pregunta lo aterrorizaba. Sin mirarse las manos, sabía que le temblaban. El pulso no se le había calmado del todo. Se forzó a respirar profundo el aire tibio y con ese tufo dulzón de los lugares que llevan mucho tiempo sin uso. Cuando pudo acallar el rugido de su propia respiración, prestó atención a lo que hablaban Ortiz y Rinaldi: si actuaban rápido podían recuperar las posiciones. Apoyó la cabeza contra la pared. Tengo que sacarla de este infierno. Después me ocuparé de éstos. Se acercó a ambos hombres.
— Ortiz, voy a colaborar con ustedes o como carajo lo llamen pero saque a la comisario de aquí. No la necesitan.
— ¿Y por qué me va a ayudar?— murmuró el coronel con expresión torva.
— Porque usted también hará lo que le pido. Pacto de caballeros— mostró los dientes en una sonrisa sin ganas—. Ahora sáquela de este infierno.
Ortiz los miró y se chupó las mejillas, meneando la cabeza.
— También tengo que poner a salvo a mi padre. Mi hijo y él son lo más importante en este momento. Rinaldi, ¿cuál es la situación en el garage?
— Eliminaron a nuestros hombres— jadeó el teniente—. No esperan a nadie por allí.
— Vamos allá entonces.
En las cocheras, tres cadáveres regaban sus destrozos por el piso; los capots de la colección de últimos modelos estaban llenos de agujeros, salvo la limusina de negro riguroso, milagrosamente impecable.
— Mi coronel...— intentó el oficial pero Ortiz lo interrumpió.
— Rinaldi, conozco perfectamente el estado de cosas. Viajé hasta aquí a sabiendas de a qué nos exponíamos pero no podía hacer otra cosa: tenía que seguirle el juego a los traidores para descubrirlos. El capitán Dubois eliminó a Schwartz pero todavía no sabemos en dónde está Seoane, que es el cerebro de la operación.
A Rinaldi se le endurecieron los músculos de la cara ante la mención del nombre.
— Seoane...— repitió siseando—. Pondré a nuestra gente sobre aviso. Creo que sé quiénes más pueden estar apoyándolo, señor — bajó la voz y mencionó apellidos que hicieron que Ortiz torciera la boca.
— La situación está muy complicada; necesito proteger a mi padre y a la señora, y que Dubois pueda salir a buscar a mi hijo— Ortiz tomó aire y continuó—. Vaya con ellos y...
— Déjeme a cargo, señor. Podemos recuperar todas las posiciones— al teniente le brillaban los ojos con orgullo.
— No puedo hacer eso.
— Sí puede, mi coronel. El señor conde y usted son lo más importante en este momento— Rinaldi murmuró una orden en su handy—. Uno de los nuestros lo acompaña con el auto. Es de total confianza, señor: el subteniente Marini. Respondo por él.
Marini llegó a la carrera, un rubiecito con cara de publicidad de dentífrico, emocionado por el papel que le tocaba y los pasajeros ilustres que debía conducir. Hizo la venia y se puso al volante mientras Rinaldi se ocupaba del tablero que abría los portones, que se deslizaron silenciosos hacia un lateral. La calle era nada más que un bostezo negro. Los cristales se cerraron todos a un tiempo y la limo salió sin ser molestada