POLICIAL ARGENTINO: La dama es policía - CAPÍTULO 31

lunes, 24 de agosto de 2009

La dama es policía - CAPÍTULO 31

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. JUEVES POR LA MAÑANA
El piso de la "Crim" en el Quai des Orfèvres

Los pasillos parecían poblados de fantasmas. El peso de los acontecimientos de la noche anterior era tan grande que ni los teléfonos parecían sonar con la habitual insistencia matutina. La voz se había corrido de alguna manera y el miedo se instaló cómodamente en todos los rincones del Quai. Incluso Archivos, por lo general inmune hasta la exasperación a las catástrofes humanas y naturales, había decidido, en pro del bienestar común, no molestar demasiado con sus exigencias.
Las carpetas estaban todavía allí, acechándolo desde las cajas de cartón ya medio rotas por el traqueteo y el manoseo. Un jueves de maravilla. Como los de casi toda la humanidad. Los jueves se disputan las palmas de peor día de la semana con los domingos. El lunes es un pobre imbécil que carga con las culpas del domingo, no nos engañemos. El martes, se te pasa un poco el malestar y el pronóstico mejora levemente. A veces, uno se va a jugar un partido y hasta se siente mejor. Como si la transpiración pudiera arrastrar el mal humor. El miércoles uno cree que ya remontó la semana y se atreve a levantar la cabeza y enfrentar al mundo. Los errores son reparables, la vida te da una oportunidad. El viernes, se tiene por lo menos la esperanza de irse a casa y no volver hasta el lunes. El sábado uno intenta cumplir los sueños de la semana y de la vida, y el domingo los destruye. Pero el jueves es derrota negra e interminable. La convicción de que nada cambió y, que no importa lo que uno haga, todo seguirá igual, en una vida entera de jueves.
Cristo, qué mal humor. Tengo una semana de mierda.

Nombres, nombres, nombres, órdenes de arresto, de clausura, de incautación, pedidos de captura, de averiguación de antecedentes. Una tormenta gris de papeles llenos de tierra, salpicada de llamadas telefónicas irritantes de parte de comisarios irritables, la red de comunicación que salía de servicio en horarios inesperados; las protestas de las prefecturas regionales que acataban a regañadientes lo que París les escupía por el fax. Las pequeñas miserias humanas de todos los días se estaban comportando más pobremente que de costumbre.
Mientras tomaba cansadamente otro grupo de carpetas de una caja, Marcel se quedó pensando en el hecho de que nadie, en toda la PJ, parecía demasiado feliz por lo que habían conseguido con el operativo. Carajo, un mínimo de satisfacción por el deber cumplido. ¿Por qué las omnipresentes caras de culo? ¿Simple envidia por no haberlo hecho ellos en primer lugar? ¿Por no haber tenido la amplitud de visión para imaginar algo así, y la sutil minuciosidad para concebir la estrategia adecuada? Y yo, ¿me siento orgulloso de lo que hice?
El audio de Vaireaux le decía que, al final, había fallado. Es torturante saberlo. Casi tanto como haber hecho todo lo que hice después. Por supuesto, nadie más conoce mi fracaso, a excepción de tres personas: Massarino, Odette y Michelon. Mis superiores directos y la responsable máxima de la Brigada. Debut y despedida, Dubois. Y ella me llamó 'Ranxerox'... Tiene razón. No era una broma; fue su manera de decirme que arruiné todo. Carajo, no me importaría que me echaran a la mierda si ella me perdonara.
Sacudió el escritorio de un golpe y apoyó la frente en las palmas.
—Eh, buenos días. ¿Todavía no se te despegaron las sábanas?
La cara regordeta de querubín de Meyer le sonreía desde el otro lado del escritorio mientras le robaba un Gauloise. ¿Querubín? Más bien los nueve coros angélicos. Meyer podría cargar sobre sus querúbicos hombros a los serafines, arcángeles, príncipes, dominaciones y unos cuantos más que había olvidado apenas terminó la escuela. Montones de angelitos tocando trompetas y cantando sobre las espaldas de Meyer. Sonrió ante la ridiculez de la idea.
—Casi. Buenos días— echó una mirada alrededor—. Es un decir, claro— encendió su propio cigarrillo.
—Mmm... sí —respondió Meyer con un suspiro que ocasionó un minitornado entre las hojas desparramadas sobre la mesa—. Parece que el ambiente está cada vez más pesado. Voy a buscar un café. ¿Te traigo uno?
—Te amo, Meyer.
Meyer volvió con las tacitas haciendo equilibrio y las apoyó con una delicadeza inesperada, mientras comentaba a media voz:
—Se huele el miedo por todas partes. Las ratas abandonan el barco— miró alrededor de la oficina vacía, excepto por ellos dos.
—Carajo, fue un operativo increíble. ¿Qué mierda les pasa? Nos esquivan como a leprosos...
Después de un silencio, Meyer comentó:
—Paworski tenía razón.
Marcel lo interrogó con un fruncimiento de la frente y el otro siguió.
—Están protestando en todas partes. Que no tienen efectivos, que no tienen tiempo, que damos órdenes a todo el mundo y que qué mierda nos creímos que somos. Parece que no entendieran— Meyer tomó un sorbo de café y continuó: —No es que yo entienda mucho de todo esto. Estoy empezando a enterarme.
—No hay mucho más para enterarse.
—¡Vamos! No vas a decirme que estuviste trabajando con Massarino y Marceau y que no hay nada más detrás, porque no te creo una mierda.
Se atragantó con el café.
—No te entiendo.
—Viejo, estoy en la Brigada desde un tiempito antes de que te transfirieran, y aprendí a conocerlos un poco. Son unos maníacos del trabajo que hacen. A veces parecen cirujanos, cortando un caso en pedacitos hasta el análisis más microscópico. Planificar y desarrollar este operativo les debe de haber llevado meses.
Ya lo creo. No hace falta que me expliquen. Marcel mantuvo un atento silencio. Meyer terminó el café y continuó en tono confidencial.
—Unos cuantos de aquí no les tienen mucho aprecio. Y en cuanto se sabe que uno es gente de ellos, pasa automáticamente a integrar el bando de parias del Quai.
—¿Por qué? —se sorprendió Marcel.
Meyer bajó más el tono de voz.
—Porque trabajan demasiado bien. Entre otras cosas, porque no les gustan los soplones. Un policía sin soplones es como un perro muerto, ya se sabe. Quien más, quien menos, se consigue alguno que le pase información. Alguien que de vez en cuando te permita hacer el héroe, y al que de vez en cuando le hacen la vista gorda. Comer y dejar comer.
—Vivir y dejar vivir. Son males necesarios. Son como el diploma de graduación: sin soplón no se es policía— se encogió de hombros.
No era un tema agradable dentro del Quai. Era como las venéreas: los que se las pescan prefieren no hacer mención. Por el momento, él se venía librando. Pero uno nunca sabe cuándo...
—Son como la vejez: siempre te alcanzan. Cuando se empieza a ascender, sin soplón es muy difícil trabajar. Bueno — Meyer señaló con la cabeza al cielo raso—, las cosas no se manejan así en este sector. No te critican, no te hinchan las pelotas. Cada cual hace su trabajo como puede y consigue la información de donde puede. Pero es difícil, si los jefes dan el buen ejemplo. Así que ya estás al tanto: si vas a quedarte, mejor que te pruebes el sayo de sambenito. Uno se acostumbra. Después de todo, no está tan mal. Hay quien nos llama los enfants terribles de Michelon. Y si la número uno de la Brigada te apoya, los demás tienen que meterse la cola entre las patas.
—¿Qué? —no pudo evitar una risita—. Meyer, estoy sorprendido de tu nivel de información.
—Tengo mis cousins— sonrió cómplice —.Laure Cohen, la asistente de Madame.
—No mientas, Jumbo. Cohen es una tumba.
—Frecuentamos la misma sinagoga. Laure es muy amiga de mi hermana mayor. La PJ es como una gran familia: nos odiamos todo el año y nos saludamos para Año Nuevo. A Cohen y a mí nos saludan dos veces. Rosh Hashana.
Un suboficial cruzó y murmuró un saludo ahogado. Los teléfonos internos hacían huelga de campanillas. Meyer seguía en plan de confidencias.
—A Massarino le gusta que su gente sea observadora, que se preocupe y se involucre con lo que hace. Que haga su trabajo de la forma más derecha posible. Es abogado, ¿sabías? Me lo comentó una vez. El comi no aguantó tener que defender criminales; archivó el título en un cajón y se metió en la policía. Es... raro, un tipo elegante, educado. Una vez nos pusimos a hablar de ballet. A mí me gusta, aunque no entiendo demasiado. Él sabe muchísimo. También de ópera y de literatura. Bueno, es abogado, debe de saber, qué sé yo... Pero es amable, que es mucho más de lo que se puede decir de unos cuantos comis que conozco.
Marcel se quedó callado, evaluando lo que el otro le acababa de contar. Evidentemente, Jumbo estaba contento por tener un interlocutor tan receptivo.
—Y, bueno... Marceau es así, como él. Menos amable, depende de cómo se levante o de la época del mes— levantó las cejas con ironía, y Marcel no pudo evitar una sonrisa—.Como todas las mujeres. Pero se trabaja bien con ella. Siempre está a la par de uno. No se le escapa nada y cuando está detrás de algo, mejor la matan si esperan que abandone.
Comenzó a interesarse. Meyer esbozó una sonrisa burlona ante su expresión, miró la hora y exclamó:
—Mierda. Mejor nos ponemos a trabajar.
Meyer estaba decidido a cambiar de tema. Carajo, me perdí la mejor parte. Mejor así. Prefiero no enterarme. ¿Y de qué tendría que enterarme? ¡Boludo! Lo arruiné todo y me quejo como el perro del hortelano. En cuanto termine con esta mierda voy a pedir el pase. Por lo menos voy a vivir en paz, sin que me odie el resto de la PJ. A la mierda con los ‘especiales’. Se quedó pensando en eso. ¿Meyer? ¿Con esa carita de ángel y las espaldas de estibador? ¿De qué otro modo tendría tanta información, tanta confianza con personas que raramente abrían la boca dentro de la Brigada? Más de una vez él mismo había oído comentarios desagradables sobre Michelon y sus subordinados. Ahora soy uno de ellos. Estoy en la misma bolsa. Cayó en la cuenta como un piedrazo: Jumbo me considera uno más, porque de otro modo no habría dicho una palabra. Se quedó mirando a su compañero de galeras, que estaba acomodando tranquilamente las carpetas de mierda en su escritorio. De pronto Meyer ya no le pareció un querubín excedido de peso y bonachón: estaba ahí para probarlo.
—Jumbo —susurró—. ¿Qué pasa?
El otro se volvió apenas.
—¿Qué pasa con qué?
—Conmigo.
Meyer se apoyó contra su escritorio y lo desplazó ligeramente hacia atrás, haciendo peligrar la ubicación del mobiliario de toda la oficina.
—Te estás portando como un boludo y te estoy pasando el aviso. Te eligieron. Lo mismo que a mí. No desperdicies la oportunidad. Es tu primer caso en el grupo. No es fácil; te tocó uno muy feo. Pero— señaló el cielo raso con un cabezazo—, te van a aguantar. Siempre es así. El problema con Marceau es que hace demasiado bien las cosas y le revientan las boludeces, pero a la larga, si uno aprende, te las perdona. Michelon es peor, y Massarino no es tan duro. Pero los tres hacen buen equipo y cuando uno trabaja con ellos no quiere ir a otra parte. Y los que quieren irse tienen la puerta abierta. No es fácil, muñeco, porque nos metemos con cosas que les tocan el culo a unos cuantos, y eso no gusta. Ya viste qué contentos están todos de que hayan hecho saltar a ese hijo de puta del DG— le robó otro Gauloise y lo encendió parsimoniosamente—. Pero la satisfacción del deber cumplido no te la quita nadie.
—Y la de haber encerrado a esa rata es una satisfacción muy, muy grande.
—Vamos, San Bernardo, a trabajar que faltan cincuenta carpetas.
Marcel aguantó una risita. Así que ya se enteraron
—Hoy no pasamos ningún pedido de captura a ninguna frontera. Deben de estar extrañándonos— Meyer compuso una sonrisa beatífica.
—Eso. Así nos odian en todo el territorio de la República, las ex colonias y el Canadá. Me gusta que me odien. A los grandes hombres de la Historia también los odiaron.
—Es mejor que te odien a que te desprecien. Y tampoco quiero ser despreciable. Arruinémosle la mañana al resto de la Policía Nacional.
Se rieron un buen rato de sí mismos, mientras abrían las carpetas de porquería.
Cuando miró el reloj por segunda vez en el día, eran más de las nueve de la noche.


BUENOS AIRES, JUEVES POR LA MAÑANA
El teléfono celular sonó apenas en el bolsillo interno del impermeable.
—Señor...
— José, estoy a punto de entrar en una junta de Directorio.
—Señor, hubo un problema en Lisboa. El despacho a Angola se desvió de ruta.
Imbécil. Desobedeció órdenes directas y explícitas. Juntó paciencia para preguntar.
—¿Adónde?
—París, señor.
No necesitaba la confirmación, pero quería hacer tiempo para calmarse. Ortiz continuó.
—Hicieron contacto antes de dejar Portugal. En tren.
—Ocúpese de informar el extravío y proceder con la anulación del despacho.
—¿Anulación, señor?
—Definitiva. ¿Necesita que se lo repita?
—No, señor —Ortiz sonaba moderadamente contento —.En absoluto.


Despacho de Michelon

PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. VIERNES DESPUÉS DE MEDIODÍA
Michelon colgó el auricular mientras Marceau se sentaba del otro lado del escritorio. Se la ve cansada, pensó. Todos nos vemos cansados. Había sin embargo, una determinación en el rictus de la boca de su subordinada, que la hizo vacilar acerca de lo que tenía que decirle. No va a ser fácil. A mí tampoco me gusta, pero son órdenes directas del Elysée. Marceau suspiró, relajándose en el sillón. Le ofreció café para hacer tiempo. Y reunir el coraje ,pensó con irónico desagrado. Mierda, esto nunca me pasó. A la dama de acero le tiembla el pulso. La sonrisa le brotó tensa sin que pudiera evitarlo.
—¿Cómo... en qué etapa están con los archivos? —Marceau está extraña. Habitualmente es muy perceptiva; ya se habría dado cuenta de lo incómoda que estoy.
—Prácticamente terminamos el relevamiento. Se están verificando las últimas conexiones de nivel nacional,
Está distraída, pensó la comisario. Marceau se detuvo un segundo para beber un sorbo de café y continuó.
—Estamos trabajando tiempo completo... archivando, actualizando los registros, contrastando información... pura burocracia... —movió la cabeza—. Y todavía no lo encontramos.
—¿Más implicados? — ¿Quiénes? ¿Las estatuas del Louvre?
Prácticamente no habían quedado un ministerio o una secretaría limpios. Las ramificaciones eran monstruosas. Desde hacía menos de dos días, en alguna parte del planeta, algún funcionario, diplomático, político u hombre de negocios saltaba por los aires con el sello fatídico de la Orden del Temple metafóricamente estampado en la frente. En muchísimos casos, como los del Primer Ministro, las cosas se estaban haciendo con la máxima discreción posible porque la crisis desatada había estado a punto de quebrar gabinetes y mercados de valores. Ni siquiera habían resuelto cómo dar a conocer la traición de Nohant. El gobierno estadounidense estaba presionando, exigiendo acceso a los archivos de la Orden —corrección, ahora de la Brigada—.
Por una maldita vez la Comunidad había hecho causa común ante un suceso policial de esas características y Francia había podido mantener su posición de no permitir que agencias extranjeras se entremetieran en sus asuntos. Hasta ayer por la noche. Una puede exigir no intervencionismo en hechos de seguridad nacional, pero cuando hay dinero de las Bolsas de Valores de por medio, no hay peros que valgan. Al menos, eso se desprendía del discurso que les habían dado en el Faubourg St. Honoré para explicarles con elegancia que la Brigada ya no estaba a cargo. Bastante lógico, por otra parte, aunque injusto para los que se habían jugado la vida en el caso. Por supuesto, habría condecoraciones, ascensos y otros cuasi sobornos para endulzar la hoja del puñal. Pero estaban afuera.
Marceau apretó los dientes y la respiración se le volvió densa.
—Todavía no llegamos a él.... Quiero su cabeza en una bandeja de plata.
Michelon se recostó en su propio, magnífico sillón y preguntó:
—¿Cómo puede estar tan segura de que nos falta el Richelieu detrás del trono?
La máscara de impasibilidad de Marceau se disolvió para dejar lugar a un rostro ensombrecido por la amargura.
—El Brigadier... Me falta él.... Todo este tiempo, todos estos años buscándolo, persiguiéndolo como en una pesadilla... —levantó los ojos, y Michelon vio en ellos el brillo helado del odio—.Es a él al que quiero.
La comisario no supo qué decir. Marceau siguió hablando, mirando sin ver.
—Dejé tanto en esto... Diez, doce años obsesionada con... —le costaba decirlo —...con cobrarme la vida de Jean-Luc.
Michelon sintió una punzada de dolor y cerró los ojos un instante.
—Quería la ley del Talión... y no comprendí que estaba pagando esa obsesión con mi propia vida— Marceau tenía los ojos demasiado brillantes—. No puedo recordar... su voz... ni sus manos... ni su amor... Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo aferrar los recuerdos. La única imagen que conservo es la del final, la de la degradación última de un ser humano... Y mi degradación junto con la de él.
La vio levantar la taza de café con mano temblorosa y apoyarla casi inmediatamente. El incongruente tintineo de la porcelana la sobresaltó.
—Me cegué... a todo lo que no fuera mi trabajo, rebuscando siempre entre lo que me caía entre las manos, tratando de hallar las posibles relaciones — se echó hacia atrás en el sillón y miró al cielo raso. Las lágrimas se le escapaban libremente. —Estuve tan ciega que hasta... perdí la oportunidad de estar viva otra vez... Creí que podría... y me equivoqué— su voz bajó hasta hacerse un susurro—. No me queda nada... No tengo esperanzas.. Sólo el ansia de encontrarlo... y terminar con todo.
Michelon se levantó despacio, rodeó el escritorio y, parándose delante del otro sillón, apoyó las manos en los hombros de la otra y apretó fuertemente. No tenía palabras para lo que había oído. Del escritorio tomó unos pañuelitos de papel del contenedor de plata —adoraba esos detalles femeninos— y le secó la cara con cuidado, como a un chico.
Jesús, esta mujer atravesó mis defensas. ¿Qué habrá querido decir con ‘terminar con todo’? Carajo, tengo que hablar con Massarino antes de que la hermana haga una barbaridad. Y quizá con Dubois. No, también. Y si Marceau insiste en que le falta encontrar a alguien, estoy segura de que tiene razón. Podrá estar alterada, pero ante todo es oficial de policía. De los buenos. Mierda, no nos pueden echar así como así. Tengo que hablar con Massarino. Se apoyó en su escritorio con los brazos cruzados y la vista baja.
Marceau se levantó en silencio. Había recuperado la compostura.
—Lo lamento —dijo, mirando hacia otro lado mientras se alisaba la ropa.
Siguiendo un impulso, Michelon la abrazó y la besó en la mejilla como podría haber besado a una hija.
—No hay nada que lamentar. Esto nos superó a todos. Cuanto antes termine, mejor.
Su asistente personal entró, cruzándose con Marceau que salía.
—Parece que hubieran visto un fantasma. ¿Se lo dijiste? —y se apoyó en el brazo del sillón de Michelon.
—No, querida— le tomó la mano y se la besó, distraída—. No tuve el valor. Tengo que llamar a Massarino.
—Ya lo llamo— Laure le acarició brevemente la mejilla y salió.


Seguía de un humor frágil cuando volvió a su cubículo. Dios, qué manera de terminar el día. Me llenaron el escritorio de papeles, carajo. Pura burocracia de mierda. Pateó la silla y colgó la cartera y el abrigo. Hay más formularios que espacio. Y esa estúpida de Sully, que no puede llenar ni un papelito sin consultar. Se sentó de pésimo humor. En fin. Esto es tan bueno para no pensar como cualquier otra rutina. Si los papeles son importantes, ¿para qué mierda están las computadoras? Y viceversa. Resignada ante la evidencia, encendió la pantalla. Alguien asomó la cabeza.
—Capitán, ¿le traigo un café?
Foulquie. Bendito tú eres.
—Por favor, sargento —sonrió débilmente y Foulquie le devolvió el gesto. Viejo adorable. Siempre me cambia el humor. Giró la silla hacia la pantalla otra vez. Sólo es empezar. Coraje.
La puerta se abrió otra vez a sus espaldas y dejaron la taza de café encima del escritorio.
—Gracias... —no terminó la frase. El perfume le asaltó los sentidos. Se quedó paralizada en el asiento mientras el estómago se le estrujaba.
Oyó el chasquido del picaporte al cerrarse la puerta otra vez, y las manos de Marcel la tomaron suavemente por los hombros. Casi con miedo, pensó.
—Por favor... — la voz de Marcel era un susurro—, hablemos. Sin pelear— hizo una pausa larguísima—. Nunca le supliqué a una mujer. Ni le pedí dos veces que me diera una oportunidad. Necesito... necesito explicarme... y... pedirte perdón— la angustia le hacía vacilar la voz.
Odette no se atrevió a moverse, tanto le temblaba todo el cuerpo. Sin darse cuenta levantó una mano y apretó la de él.
—Cuando esto termine —murmuró mientras él sujetaba su mano dolorosamente—. Falta poco. Necesitamos... tiempo para hablar... Estar... más calmados.
Él se inclinó y le besó apenas el pelo, sin soltarla. Ella besó la mano apoyada en la suya. Retiró la silla y Marcel la abrazó, cuando la campanilla del interno estalló en el aire. Se soltó de sus brazos y tomó el auricular con rabia.
—Marceau... ¡Voy! — Archivos y su putísimo sentido de la ocasión. El gesto de contrariedad fue tan evidente que él no pudo evitar una sonrisa esperanzada.
—Marcel...
Él giró en el vano de la puerta.
—Yo también tengo cosas que explicar.
Él soltó un beso al aire.
Dios, si no fuera tan dulce. Me hace bajar la guardia. Cuánto hace que alguien no me conmueve de esta forma. Cuánto hace que no siento algo así. Quiero mi oportunidad, si todavía estoy a tiempo. Apoyó la frente en una mano, aguantando las emociones que le anudaban la garganta. Cerró los ojos y esperó a que él se fuera para salir de la oficina.

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