viernes, 7 de agosto de 2009
La dama es policía - Capítulo 30
Hôtel Matignon, residencia del Primer Ministro
PARÍS, MIÉRCOLES POR LA NOCHE
—Tengo que hablar con usted. Esta noche.
— Imposible. Tengo una audiencia con el Presidente.
—¡Me importa un carajo! Arrégleselas como pueda, pero a mí me recibe primero.
La puta que lo parió. ¿Qué se cree? ¿Que puedo darle el plantón al Viejo así porque sí? El Primer Ministro se revolvió molesto en el sillón: ese boludo merecía que lo pusieran en su lugar.
—Escuche...
—No. Escúcheme usted a mí. Este desastre tiene que terminar. Como sea. No se olvide de quiénes lo pusimos donde está.
Apretó los labios con rabia. Grandísimo hijo de puta, nunca se pierde la ocasión de recordármelo, él y su puto anillito, siempre amenazándome. Las entrañas se le hicieron un nudo.
—Voy a tratar de arreglarlo... No le prometo nada.
—No sea idiota. No trate: arréglese para verme. Y no quiero que nadie por ahí sepa que estuve con usted. Después vemos qué mierda vamos a hacer con el Viejo y los demás.
Cuando colgó, el Primer Ministro llamó al secretario privado. Un buen tipo, eficiente, diplomático. Un idiota útil.
—Frayssinet, necesito postergar la audiencia con el Presidente una hora por lo menos. Tengo que resolver algo... personal. Usted me entiende.
Frayssinet sonrió comprensivo. Bien, se tragó el sapo de que voy a ver a Evelyn.
—¿Va usted, señor?
—No. Ella insistió en venir aquí. Tengo que solucionar un problemita. ¿Sería posible un poquito de discreción?
—Señor...— Frayssinet se ofendió —Yo me ocupo de que nadie quede en el piso. Como siempre.
—Gracias, Georges. Usted es un amigo. Arrégleme lo de la agenda y avíseme por teléfono.
—¿Va a entrar...?
—Por donde siempre. No se preocupe.
En los pasillos del piso no había ningún guardia. Los empleados civiles ya se habían retirado. Me hizo caso. Bien por el ministro.
El cretino estaba esperando sentado a su escritorio. Seguramente para impresionarme. Gordo fanfarrón.
—No tengo mucho tiempo. Pude postergar la audiencia una hora y media, nada más.
—No nos va a llevar mucho tiempo —sacó el arma con silenciador y le apuntó.
—¿Qué... qué hace?
—Usted es un imbécil. Le dije que había que quitar de en medio a esos policías de mierda y al prefecto Oustry.
—¡Por Dios, hice lo que me ordenaron! ¡Puse a cargo a Beaumont! ¡Después tuvimos que liquidarlo antes de que hablara! ¡Todo está yendo muy rápido! Necesito tiempo... Déjeme ver al Viejo... Puedo convencerlo... de que son ellos... los responsables...
—O de que yo soy el responsable... Iba a entregarme en bandeja de plata, ¿no?
La cara mofletuda del hombre reflejaba una desesperación sin límite. La que se siente cuando te descubrieron y no te queda alternativa. La que se tiene cuando se sabe que te van a matar.
Se acercó ominoso y empujó el sillón hacia el escritorio, apretándole el estómago abultado contra el sobre de madera y cuero. El otro jadeó, un poco por el empujón, un poco por el miedo. No era rival físico para él. Lo sorprendió, agarrándolo por los cabellos y tirándole la cabeza hacia atrás, hacia el respaldo del sillón. Con el mismo movimiento le metió el cañón de la pistola en la boca y moviéndolo ligeramente hacia arriba y hacia la derecha, disparó. El proyectil atravesó el respaldo exactamente en el lugar que había previsto al correrse a la izquierda. Con cuidado, tomó la mano del hombre y la frotó con la suya cubierta por guantes de látex quirúrgico, para adherirle la pólvora a los dedos. Zurdo de mierda. Después quitó el silenciador, acomodó los dedos sobre el arma y dejó caer el brazo desde la posición frente a la boca. Se limpió una salpicadurita de sangre de la manga, abrió el cajón central del escritorio, retiró otra pistola igual a la que había puesto en la mano del muerto, y se la guardó en la cartuchera bajo el sobaco después de ponerle el silenciador.
Salió por donde había llegado, sin que lo vieran. Caminó unas cuadras hasta su automóvil y se fue a su casa, a esperar la llamada. Porque tenían que llamarlo. Y él iba a ir. Cómo no iba a ir. Ahora estaba a cargo de todo. El Brigadier me lo confirmó. Tembló de expectación y coraje. Reflotamos la operación y yo quedo al frente. La entrepierna se le erizó excitada.
BUENOS AIRES, MIÉRCOLES POR LA TARDE
Ortiz llamó la atención del viejo con una tosecita.
—Señor...
El viejo levantó la vista de los papeles y le hizo una seña con la cabeza. Ortiz se acercó sólo entonces, separó el silloncito con un movimiento silencioso y se sentó frente al escritorio, la boca apretada en una línea de disgusto.
—Están haciendo averiguaciones sobre los propietarios de la sede de París—dejó los faxes sobre el escritorio.
El viejo se recostó contra el respaldo del sillón con los papeles entre las manos y Ortiz se quedó en silencio.
—¿Qué quiere que hagamos?— preguntó Ortiz cuando el viejo apoyó otra vez los papeles.
—Por ahora, nada. No tienen posibilidades de investigar demasiado, José. A lo sumo fueron al municipio, consiguieron información sobre el dominio, y después, ¿qué? Una sociedad anónima, una nacionalidad. Tienen que seguir buscando. ¿Por dónde empiezan? ¿Por las páginas amarillas? —se rió seco, y él lo acompañó con una sonrisa. Ese humor tan particular del tatita.
El viejo continuó.
—Esto no es Europa, ni los Estados Unidos. ¿Sabe cuánto pueden tardar? No creo que consulten a nuestra policía, con la experiencia que tuvieron hace doce años. Sacando a algunos federicos derechos, el resto no es muy confiable que digamos. Yo no confiaría, ¿y usted?
—Ya sabe que no lo hago. Ni en esos federicos derechos, como los llama usted. Igualmente me gustaría saber qué averiguan. No quisiera salir un día a la mañana y encontrármelos en la tranquera.
—Esta vez creo que la mejor estrategia es mantener el mimetismo con el paisaje— el viejo sonrió con astucia—. No estoy huyendo; no se me equivoque— lo atajó al verle el gesto de desagrado—. No se olvide de que el poder que se intuye, muchas veces espanta más que el que se ve a simple vista. ¿Qué es peor: oír el rugido del león y saber que sale a cazar, o esperar el zarpazo silencioso del tigre? Si alguna vez llegan a saber más de lo que ya saben, que es mucho, y si son tan brillantes como creo que son, van a retroceder — la mano del viejo bajo categórica sobre el brazo del sillón, acompañando las palabras.
Ortiz nunca había dudado de la sabiduría del tatita, porque, entre otras cosas, nunca le había mentido ni le había ocultado nada. Pero la espinita en el costado le molestaba, así que decidió insistir. No sea cosa que por una vez se nos equivoque el viejo y...
—Señor, perdone que insista pero... ¿y si de cualquier forma llegan a saber algo más? ¿Algo que no deben?
El viejo lo miró con expresión severa.
—En ese caso, veremos.
Respiró más tranquilo. Por supuesto, la decisión final es de él, eso no se discute, pero tengo la aprobación. Si llegan a meterse demasiado en donde no deben, traslado.
PARÍS, MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Durante la cena, Michelon intercambió con Laure los chismeríos del día. Cuando le contó lo de Sully, Laure comentó divertida:
—¡Madame la Veuve ataca de nuevo! ¡Se ve que estuvo afilando la hoja durante bastante tiempo! ¿Hasta dónde rodó la cabeza de Sully?
Se rieron a carcajadas, tanto que medio restaurante se volvió a mirarlas.
—Pobre chica, no para de hacer malas elecciones— dijo Laure con un suspiro, después de beber un sorbo de vino blanco..
—Sí, y la primera fue ingresar en la policía.
—No me refería a eso. Por lo que yo sé...
—Que siempre es mucho más que lo que yo sé ... —la acusó Michelon, medio en broma.
—Por lo que sé —Laure frunció la nariz—, estaba decidida a pescar a Dubois.
—¡Ajá!
—Y las cosas no venían tan mal encaminadas, hasta que lo asignaron al caso con Marceau... —Laure le echó una miradita cómplice.
Michelon sonrió gatunamente, sin responder.
—Claudette, me estás ocultando algo... —Laure entrecerró los ojos.
—¡Vamos! No se puede ocultar lo inocultable...
—No me refiero al teniente. Los hombres no suelen ser muy sutiles a la hora de enmascarar emociones. El asunto es:¿cómo es que ella todavía no se lo sacudió de encima?
—Bien... no puedo decir que no lo haya sacudido... —le contó lo de las carpetas y la revista de historietas. Laure no paraba de reírse—. Estaba que echaba humo por las benditas carpetas, pero terminó admitiendo que ella tenía razón.
Laure cerró el puño derecho e inclinó el pulgar hacia abajo.
—Que Sully se olvide del teniente.... ¿Y ella, qué?
Madame se quedó pensativa, con la copa de vino en la mano.
—Algo le pasa también. Tuvo algunas reacciones... las de hoy, por ejemplo. Estoy segura de que si Dubois no hubiera estado allí con nosotros, el baldazo de vitriolo de la cabo le hubiera resbalado como de costumbre. Estaba indignada. Eso, dentro de lo que habitualmente deja traslucir.
—Estás muy observadora... —comentó Laure en tono neutro.
—No estarás celosa... —la reprendió con la mirada. La otra hizo un mohín gracioso. —Es parte de mi trabajo, querida. Observar a mi gente, evaluarla, conocerla a fondo. Saber en quién se puede confiar, en cualquier circunstancia.
—Separar la paja del trigo...
—Nunca mejor dicho.
Estaban entrando a su casa cuando el teléfono comenzó a sonar. Laure le hizo señas: Respetemos las convenciones. Cada una responde a las llamadas en su propia casa, así no herimos las suscep-tibilidades de nadie. Sin quitarse el tapado levantó el auricular.
—¡Claudette!
—¡Raoul! — Jesús, y ahora qué. Oustry llamando a estas horas de la noche. No creo que sea para hacer relaciones públicas...
—Te llamé a la oficina.
—Salí a comer...
—Esto que está pasando... ¿también se lo debemos a tus “especiales”?
Michelon tragó saliva y el prefecto siguió hablando.
—Se están metiendo con demasiada gente, querida.
—Raoul, esto es mucho, mucho más grande de lo que nunca imaginamos, y sí, es mi gente y estoy orgullosa de ellos. Y te recuerdo que somos todos "tu" gente.
—Ya lo sé, no me olvido —contemporizó Oustry—. Me llamó mi Número Uno. Están tratando de localizar también a Nohant, para una reunión de urgencia.
—Voy para tu casa —respondió Michelon, cerrando los ojos.
—Por favor —dijo el otro, y colgó.
Laure la miró a medias intrigada.
—Ya empezaron a golpear la puerta— suspiró pesadamente y salió.
El prefecto en persona le abrió la puerta. Subieron al estudio y él le ofreció algo de beber.
—Coñac... —lo voy a necesitar.
Oustry sirvió dos copas generosamente. Bebieron un par de tragos en silencio y luego lo puso al tanto de las últimas novedades, mientras Oustry asentía y le pedía detalles a medida que ella hablaba.
—Claudette, ¿por qué no diste parte al resto de las divisiones?
—Todo fue muy rápido. Casi no tuvimos tiempo más que para reaccionar ante lo que encontrábamos...
—¡Qué velocidad de reacción, querida!
Se rió sin ganas.
—Para colmo, lo de Inteligencia fue... tan inesperado.
El prefecto asintió con un gesto de disgusto.
—¡Beaumont! ¡Qué increíble! Pensar que se ofreció a arreglar la agenda del Presidente para que te recibiera las dos veces.
—Estaba más que interesado en saber qué pasaba.
—Y los teníamos con un pie adentro, gracias al acuerdo de colaboración que había firmado Nohant —comentó el prefecto mientras tomaba un sorbito de coñac.
Cierto. Nohant. Una alarma se le disparó en el cerebro. No le gustaba Nohant, como no le gustaban los políticos y los funcionarios en general. Cuando se creó el cargo de Director General de la Policía Nacional, habían esperado que lo ocupara un oficial de carrera, un hombre como Oustry. Habría sido el corolario ideal para la carrera del viejo prefecto de París. El Ministerio del Interior había designado a uno de sus funcionarios civiles en el cargo. Un “policía de escritorio”, como lo llamaban algunos. Nohant había hecho carrera en el Ministerio con una habilidad poco menos que maquiavélica. Un administrador fabuloso, eso era innegable. Era brillante, había que reconocérselo, y con una cintura política admirable.
Oustry siguió hablando.
—Tenían todo preparado —Michelon lo miró fijamente. —Yo también puedo moverme rápido—el prefecto sonrió sin alegría—. Te sacaban de en medio junto con el Viejo, y a mí detrás. No era el plan original, pero cuando lo pusiste al tanto, eso precipitó las cosas. El Primer Ministro se hacía cargo temporariamente. Proponían a su gente para nuestros puestos y con eso dejaban a los tuyos... perdón, a los nuestros... fuera de combate. Iba a ser un juego de niños manejar la situación.
—No vayas a creer... — lo miró con ironía.
—No... Viendo lo que hicieron, no habría sido fácil quitarlos de en medio.
El teléfono los interrumpió, sobresaltándolos. Oustry la miró mientras respondía que estaban juntos y que ya salían.
—El Elysée — dijo cuando colgaba.
—¿El Viejo?
Oustry asintió.
—El Primer Ministro acaba de suicidarse. Nos van a apretar las tuercas, querida. Vámonos.
— Antes, una llamada. Ya aprendí la lección.
El prefecto la miró intrigado.
Habían estado haciendo el amor durante más de una hora y tenían toda la intención de atacar el segundo movimiento, cuando el teléfono interrumpió la partitura. Auguste bufó y Nadine lo besó suavemente, haciéndole señas para que levantara el auricular.
—Que se vayan a la mierda— la abrazó otra vez—. Hace una semana que no te...
—Amor... — Nadine lo interrumpió.
Tiene razón. Levantó el auricular con rabia.
—¡Massarino! — ladró.
Era Michelon. Resignado, se sentó en la cama para hablar más cómodo, mientras Nadine le acariciaba el estómago. Se vistió a la carrera y antes de salir abrazó y besó a su mujer.
—No te duermas. Pienso volver lo más pronto posible.
—No tenía ninguna intención de dormir. —Le devolvió el beso.
Desde su auto, Massarino llamó a la Brigada.
—¿Quiénes están ahí ahora?
—Meyer y Dubois, señor— le informó el oficial de guardia.
Cierto. Todavía están revisando los montones de expedientes secuestrados.
—Que se reúnan conmigo en el Palais d’Elysée en quince minutos. Voy a buscar a Michelon y al prefecto Oustry.
—Sí, señor.
Mejor ir prevenidos.
PARÍS, PALAIS D'ELYSÉE. MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Cuando Michelon, Oustry y Auguste llegaron al Elysée, Meyer y Dubois los esperaban con caras de preocupación.
—¿No exageró un poco, comisario? —preguntó Oustry, sorprendido.
—Espero que sí, señor —le respondió Auguste con aprensión.
Los tres escoltaron a Madame junto al prefecto hasta el segundo piso, y se quedaron esperando en el corredor silencioso. El personal habitual de seguridad había sido reemplazado por los hombres del SSMI. Algunos eran conocidos de Auguste y lo saludaron sorprendidos.
—Comisario —lo llamó Oustry—. El director general Nohant todavía no llegó. Si uno de sus hombres es tan gentil de esperarlo abajo y acompañarlo hasta aquí...
Auguste le ordenó a Meyer que esperara a Nohant. Es una buena ocasión para charlar con Dubois a solas.
—¿Cómo va lo de las carpetas? —le preguntó para iniciar la conversación.
—Hasta ahora, Gendarmería detuvo a veinticinco de los fichados, en las fronteras con España y Alemania. Nosotros encontramos a diez más, tratando de abandonar París. Informamos a Interpol de... — hizo una pausa—: cincuenta y tres casos de pedido internacional de captura...
En ese momento vieron que Nohant se acercaba por el corredor. Cuando el recién llegado los vio, se apresuró a sacarse algo de la mano izquierda, sin quitarles los ojos de encima. Mientras pasaba entre Dubois y él, durante una décima escasa de segundo lo paralizó con una mirada inconfundible.
Dubois reaccionó medio instante después de que Nohant hubo entrado. Con el entrecejo fruncido en un gesto de alarma, le dijo en voz baja a Auguste:
—Está armado.
Se miraron y juntos atacaron la puerta, empujándola para evitar que corrieran la traba interior.
—¡Massarino! ¿Se volvió loco? —Oustry y los demás, salvo Michelon, los miraron con ojos desorbitados mientras el comisario esposaba a Nohant y Dubois lo desarmaba. Sin dejar de apuntarle, Auguste le metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y le tendió a Michelon lo que había encontrado.
La comisario giró el anillo para ver el sello y se cubrió la boca en un gesto de disgusto, pero sin sorpresa.
—¿Cómo lo supo?
—Lo vi quitárselo antes de entrar. Dubois le vio el arma.
—Es el mismo que llevaban Jacques y Prévost— el teniente mordió las palabras.
Nohant los miró a todos con el desprecio y el odio pintados en los ojos. Recuperó la compostura y con una mueca desagradable le dijo a Michelon:
—Su gente es brillante, comisario. Deberíamos haberles ofrecido estar de nuestro lado.
—Que yo recuerde, no hay mujeres en la Orden —respondió fríamente Michelon—. No creo que hubiéramos aceptado. Tenemos un pleito muy antiguo con ustedes.
Auguste cerró los ojos para contenerse y les ordenó a Meyer y a Dubois que se lo llevaran.
—¿Quiere que me quede, Madame?
—Por favor... —Michelon comenzó a hablar, cuando el ministro del Interior los interrumpió.
—Creo que es mejor que se quede aquí, con nosotros.
Oustry estudió el anillo. Tenía un diseño curioso en el sello: dos caballeros medievales, montados uno detrás del otro, a la grupa de un solo caballo.
Auguste salió a llamar a Nadine para avisarle que no lo esperara.
—Te amo, pelirroja.
—No creas que te vas a salvar cuando vuelvas. Te amo.
En el despacho, las caras eran más que fúnebres. Al Presidente lo acompañaban el ministro del Interior y el de Relaciones Exteriores. Sin edecanes ni secretarios. El ministro del Interior dijo en tono apenado y sombrío:
—Señor, mi renuncia está a su disposición.
—Cállese la boca. Nadie quiere su renuncia —rezongó el Viejo—. Entre los culpables que se suicidan o van camino al calabozo, y los inocentes que renuncian, me voy a quedar sin Gabinete, en medio de la anarquía. Cerremos filas y déjese de estupideces.
Los anteojos le recorrieron el largo dorso de la nariz. Los miró por encima del marco de oro, mientras se repantigaba en el sillón enorme, cruzando las manos sobre el estómago.
—Madame, señores, en las últimas dos horas hablé con Washington cinco veces.
Cuatro pares de ojos la miraron expectantes. Michelon apretó los labios. Hora de dar explicaciones. Menos mal que traje apoyo logístico.
Marcel entró en su departamento pasadas las dos de la madrugada. Un día terrible. Primero Hamad; después Michelon y Massarino que casi me suspenden, y para rematar, el chistecito de Nohant. Hijo de puta traidor. Por un pelo no nos decapitó a todos. Dios, quiero que esto termine de una puta vez. Estoy tan nervioso que si se meto en la cama no voy a poder dormir.
Al entrar había tirado la revista de historietas y el CD sobre la mesita al costado del sofá. No sería mala idea... ¿o sí? Ver el contenido del CD lo repelía y atraía al mismo tiempo. Se desnudó y en ropa interior y con una lata de cerveza, se recostó en el sofá a hojear la revista. Se rió de sí mismo a su pesar. Ella tiene una forma tan especial de hacer bromas... No pierdas las esperanzas, viejo. Si está de humor para lanzarte indirectas después de que casi le rompiste las costillas, no te está yendo tan mal. Cristo, si pudiera estar a solas con ella, hablar, explicarle, hacerle el amor...
De pronto, el aire ya no le pasó por la garganta. Hicimos el amor acá, sobre esta alfombra, en mi cama. ¿Cómo pude creer que mentía? Yo interpuse mis ‘otros’ imaginarios. ¿Nunca vas a dejarme en paz, papá? ¿Nunca voy a poder confiar en ninguna mujer? Si alguna vez hubo otro, cuando estuvo conmigo ya no había nadie más. Era mía. No existía ninguna otra persona entre los dos. No quiero perderla. No puedo. No quiero.
Se levantó para ir a acostarse, cuando vio de nuevo el CD. Sin pensarlo dos veces, se sentó delante de la pantalla, encendió el equipo y lo cargó. Tecleó la contraseña con dedos como de madera.
Un “audio” de Vaireaux. Se obligó a seguir mirando. Hijos de puta. Por primera vez tomó conciencia de que la escena que veía era real. Los protagonistas eran atrozmente reales. Cada vez que había sido obligado a ver uno de esos audios había logrado mantener la cordura imponiéndose la idea de que lo que presenciaba era una ficción. Se vio a sí mismo arrancar la venda negra de la cara de la mujer, mientras Jacques repetía la orden. Su mano sostenía el rostro bañado en lágrimas. Leyó su propio nombre en los labios de ella y la vio cerrar los ojos por la desesperación y el dolor.
Apagó el equipo de un manotazo y se fue a la cama, recorriendo el camino de memoria, porque no podía ver por dónde iba.
Eran más de las cuatro de la mañana cuando llegó a su casa. Se desvistió en silencio y cuando se metió en la cama, Nadine se volvió para preguntarle qué había pasado.
—Creí que dormías.
—Sí, pero entró una manada de elefantes y me despertó.
—¡No hice ruido!
Su mujer le tapó la boca con un beso. Mientras se acomodaban en la cama, le resumió los hechos.
—Estamos afuera...
—Y te molesta.
—¿Te parece que no? ¡Casi dejamos el pellejo en esto!
—Me gusta dónde está tu pellejo. Me alegro de que ya no estén en este caso de mierda.
Massarino miró sorprendido.
—Es la primera vez que te preocupa tanto una investigación.
—Es la primera vez que toda mi familia se juega el cuello — y sin detenerse, preguntó: —¿Odette ya lo sabe?
—No, todavía no. Michelon me prometió que se encargaría de hablar con ella.
—Y le creíste...
—No tengo por qué no hacerlo.
Nadine movió la cabeza con incredulidad y se arrebujó entre las sábanas, pegada a él. Mientras lo acariciaba, susurró:
—Tenemos un asunto pendiente, héroe.
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