domingo, 7 de diciembre de 2008
La dama es policía - CAPITULO 17
SUBURBIOS DE PARÍS, MADRUGADA DEL DÍA SIGUIENTE
“Papá está peleando otra vez con mamá. Está furioso". Corrió a su habitación para taparse la cabeza con la almohada y no oír los gritos. "¿Por qué está tan enojado? Salimos con mamá de paseo y ella se encontró con una señora muy elegante. Me dijo que es mi abuela, pero no le creo. La señora me miró raro y dijo: ‘Se parece a él’. Me dio un beso. Yo no quería besarla. No quiero que sea mi abuela. Se lo dije a mamá cuando volvíamos a casa, y mamá lloró. Le prometí que iba a querer a esa señora para que no llorara más”.
Los gritos pudieron más que su miedo. Se levantó y salió de su habitación sin hacer ruido. La puerta del dormitorio grande estaba entreabierta. Como en un sueño, vio cómo papá empujaba fuerte a mamá sobre la cama. Mamá tenía la bata que le habían regalado para su cumpleaños. La habían elegido con papá, de color azul que era el que más le gustaba porque mamá parecía una princesa con él. Papá estaba de pie, desabrochándose los pantalones. “Puta —gritó—, puta mentirosa. ¿Dónde estabas?” Mamá lloraba. Vio cómo papá le hacía eso terrible a mamá, eso que la hacía llorar tanto. Corrió a su habitación a esconderse bajo la almohada otra vez. No, papá, por favor. Por favor. Por favor...
Se despertó ahogado por la angustia. Las sábanas estaban empapadas de sudor. Abrió y cerró los ojos varias veces para asegurarse de que estaba despierto, y se sentó en la cama. Durante décimas de segundo de terror, no reconoció el lugar. No es mi dormitorio , recordó. Estoy en los cuarteles de la Orden. Cuando se puso de pie, notó que todavía le temblaban las piernas. Tardó cincuenta latidos de corazón en recuperar el ritmo cardíaco normal. Qué me está pasando, por Dios. Hace años que superé esa pesadilla. Había dejado atrás su infancia el día que se fue con su madre, y la había sepultado cuando ella había muerto. Te odio, papá. Creí que había enterrado también esos sentimientos. Se dio una ducha para que el agua le arrastrara la transpiración y los recuerdos, pero la sensación de violencia perduró. Golpeó las paredes mojadas hasta que le sangraron los nudillos. Cristo, ¿cuánto tiempo más voy a pasar en este lugar atroz?
SUBURBIOS DE PARÍS, TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Las jornadas eran agotadoras: instrucción al más puro estilo militar. Hamad era como su sombra, desde que se levantaba hasta que caía en la cama por la noche. Sólo después de tres días Marcel consiguió colocar algunos blips. El cinturón había sido una buena idea, después de todo; era uno de los poquísimos efectos personales que le habían permitido conservar, junto con los Muratti de mierda. Lo habían provisto de un uniforme militar completo, en color negro. La Beretta la conservó, sin los proyectiles, por supuesto. Hamad no se había sorprendido por las full-metal jacket. Sonrió aprobadoramente, o eso parecía cuando enseñaba los dientes menudos y desparejos.
—Así que no te gusta perder el tiempo hablando —le dijo, señalando las balas y los cargadores en su mano.
—A nadie le gusta — lo enfrentó impasible.
Hamad se rió.
—¿Y tuviste oportunidad de probarla en... Angola?
—En Somalía y Etiopía —casi deletreó. Me estás buscando la lengua. —Sí. Con resultados espectaculares. Había mucho para probar.
Las instalaciones eran sorprendentes, sobre todo el polígono de tiro en el último subsuelo del edificio. Nadie hubiera sospechado que en medio de uno de los suburbios más importantes de París existiera semejante sitio. Las armas que vio allí eran de última generación.
—Sólo tenemos lo mejor, De Biassi —alardeó Hamad. No lo llamaba por su nombre, y él lo imitó.
Las horas en el gimnasio eran terribles, casi una tortura en sí mismas: entrenamiento a primera hora de la mañana y a última de la tarde. El único sitio, aparte del comedor, donde se cruzó en ocasiones con otra pareja de entrenador y discípulo.
Al cuarto día, su carcelero — porque había llegado a la conclusión de que Hamad no era otra cosa— le informó que recorrerían el edificio en su totalidad. La fachada era una fábrica de chocolates. Había un sector de oficinas, una playa de expedición, camiones refrigerados para el traslado de la mercadería, más un depósito donde se apilaban pallets de cajas de chocolate de procedencia suiza, ya rotuladas, listas para despachar. Se mordía de ganas de preguntar, pero Hamad le ahorró la molestia: no pudo aguantar los deseos de vanagloriarse de ser uno de los más antiguos dentro de la Orden.
—Los camiones tienen muchos usos. Básicamente nos permiten trasladar cualquier tipo de mercadería hasta los puertos de embarque, sin ningún tipo de sospecha.
Se acercó a unos cajones de madera, con un tamaño tal que hubieran podido contener una motocicleta de baja cilindrada. También con rótulos y sellos de exportación. El interior estaba aislado —acústicamente, le explicó Hamad— con espuma rígida de alta densidad, que además acolchaba la paredes del cajón y recubría la chapa metálica de dos milímetros de espesor que estaba debajo de la madera. Hamad le señaló unas perforaciones con conexiones roscadas en una de las tapas.
—Mercadería especial. Necesita ventilación constante. Aquí se conectan las mangueras de entrada y salida de aire comprimido.
—¿Qué tipo de mercadería?
—La que le interesa a “tu” Alteza —Hamad sonrió sardónicamente.
Le mostró el interior de los vehículos. Uno estaba dividido por una compuerta hermética que cerraba un compartimiento insonorizado, con aire acondicionado y cuchetas adosadas a las paredes. La parte delantera se empleaba para la carga de pallets. Había otros en los que el compartimiento interior no tenía ningún equipamiento especial. Con ésos se trasladaban armas u otro tipo de mercancías, le informó el otro en tono casual. Marcel no quería pensar en el horror de los cajones y lo que transportaban.
Pasaban horas en el armado y desarmado de equipos de explosivos y armas de fuego. Hasta poder hacerlo a ciegas, insistía Hamad, así que el discípulo practicaba en completa oscuridad, en posiciones imposibles, mientras el otro controlaba sus movimientos con equipo de infrarrojo.
—Deben ser parte de tu cuerpo —repetía Hamad. El tipo era además un maestro en el uso de armas blancas, que prefería, cosa que a Marcel le resultaba siniestra.
—Vas rápido con las armas de fuego. Muy bueno. Te voy a entrenar con mis favoritas —le prometió Hamad mientras balanceaba un cuchillo de comando, y Marcel no pudo evitar un estremecimiento.
Le presentaron a Lucien Vaireaux, a cargo de los audiovisuales. La primera noche que asistió a uno, tuvo náuseas todo el tiempo. Casi no pudo comer y, ya en su habitación —ahora dormía solo, en otra ala del edificio—, se precipitó al baño a vomitar.
Las imágenes lo persiguieron durante días. Una habitación vacía excepto por una grilla metálica vertical y una mesa con algunos instrumentos quirúrgicos más otros cuyo uso desconocía. Un hombre bajo y grueso, con uniforme de la Orden, esperaba en el lugar.
Hamad se había acomodado a su lado y Jacques apareció para sentarse en la butaca libre del otro lado. Mejor que pongas cara de circunstancias, viejo. Esto es una prueba. Pase o muera. Se había cruzado con Jacques en contadas ocasiones, pero siempre en momentos en que, sospechaba, estaban evaluando sus reacciones. La voz de Vaireaux explicaba en tono académico lo que ocurría en el video. Marcel dedujo que el tipo o bien era médico o tenía conocimientos suficientes de medicina como para describir lo que estaban proyectando de la forma en que lo hacía.
—Las descargas eléctricas provocan tetanización: los tejidos se rigidizan y sufren espasmos. Si se prolongan el tiempo suficiente, el individuo pierde la función respiratoria...
Gracias a Dios que estoy sentado. Ya no escuchaba a Vaireaux, pero no podía apartar la mirada de la pantalla. No se dio cuenta de que Hamad y Jacques cruzaban miradas de mutuo entendimiento por detrás de él. En un momento, Jacques se levantó y le palmeó el hombro en un gesto de aprobación. Marcel se sobresaltó y le clavó los ojos. El otro sonreía complacido.
A partir de esa tarde asistió a los audiovisuales con una frecuencia que le causaba escalofríos. Por las noches, las pesadillas se le mezclaban con las imágenes en flashbacks aterradores.
Los videos de entrenamiento eran diferentes. Por lo general se trataba de métodos diversos de sabotajes, copamientos, descripciones detalladas de preparación de explosivos y otras exquisiteces por el estilo. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué le dejaban una sensación de violencia que no tenía relación con las imágenes que recordaba.
Los días comenzaron a sucederse sin que tuviera conciencia de ello. Era como vivir dentro de un banco de niebla permanente, donde lo único real era el instante en que quedaba solo en su habitación. Recordaba colocar los blips, sabiendo que tenía que hacerlo con cuidado, pero sin estar muy seguro de por qué tenía que hacerlo. El espejo le estaba devolviendo una imagen que, por momentos, no reconocía como la propia. Dos o tres veces vio que el otro a quien veía en el espejo lloraba, pero no pudo saber por qué. Por las noches, antes de caer rendido en la cama, todavía lograba repetirse:
—Soy Marcel Dubois, teniente, Brigada Criminal, Policía Judicial, Prefectura de París.
Pero ya ni siquiera estaba seguro de si eso era verdad.
PARÍS, L A DÉFENSE, FINES DE LA TERCERA SEMANA DE NOVIEMBRE
Se revolvió en la cama mientras la excitación le trepaba hasta la garganta. No necesitaba pensar; sus manos recorrieron rápidamente el camino de su cuerpo hasta que alcanzó el orgasmo. Tres minutos. Satisfacción instantánea. ¿Satisfacción? Mejor, evacuación de una necesidad biológica postergable, a diferencia de las otras, más vitales, más crudas.
Sin embargo, la sensación que le quedó en la boca y el cuerpo no fue de rabia amarga y mal contenida, como le ocurría habitualmente. Se sorprendió de descubrir que no le había bastado y que no estaba molesta por eso: sólo excitada, más que antes. ¿Qué? ¿Mis demonios están de regreso?
Sus demonios personales y privados. Los que había vislumbrado durante su adolescencia como algo natural, inherente a su propio cuerpo. Nada más normal para una estudiante de ballet que se mira durante horas al espejo. O una esgrimista que disfruta del esfuerzo del deporte y la calma que sigue después, bañada en algo más que en transpiración. Nunca se había avergonzado de satisfacer las exigencias de su naciente sensualidad.
Más adelante, con Jean-Luc, había descubierto el resto de sus sensaciones y emociones. Habían sido amantes hasta el límite y lo habían sobrepasado largamente. Él sabía manejar sus demonios, seducirlos, engañarlos, provocarlos y desatarlos. Ella había aprendido de él, y él le juraba que había superado al maestro.
Después... después. Un después largo y oscuro. Lleno de odio, de desesperación, de impotencia y, finalmente, de nada. Fue como sellar una puerta con un bloque de granito. El cuerpo se le convirtió en un extraño que la acompañaba inerte. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos, tres años luego de la muerte de Jean-Luc? Ni siquiera lo recordaba. Los deseos se le congelaron en las entrañas.
Hasta dejó de pasar ante el espejo para otra cosa que no fuera ver con qué ropa salía a la calle. Inclusive el pelo corto era una ventaja: no se necesita mirarse para peinarse. Se mutiló emocionalmente como se había mutilado el cabello.
Hasta que un día, quién sabe en reacción a qué estímulo, qué sensación, se reencontró violentamente con sus pasiones. Al principio, intentó que el hombre de sombras de su fantasía tuviera el rostro que había amado hasta la locura. Lo único que consiguió fue anular instantáneamente todo el deseo que la estaba ahogando. El resultado fue una angustia atroz y la vergüenza de sentir que ensuciaba los momentos que habían vivido juntos.
Durante un tiempo después de eso, sus demonios la dejaron en paz. Creyó que había encontrado la forma de ahuyentarlos de su cuerpo y de su vida, hasta que el acoso fue tan fuerte que pactó con sus propios deseos. No serían tales: solamente necesidad fisiológica. Sin hombres-sombra. Sin imágenes ni recuerdos. Ni siquiera como en su adolescencia, en la que se permitía soñar. Con el tiempo, cayó en la cuenta que ya no podía atrapar ni revivir los recuerdos de su amor. Le dolió espantosamente y negó su sensualidad otra vez, a modo de castigo por no poder recordar. Intento inútil. Los demonios no se dejaron embotellar. Negociemos. Nadie puede humillarme tanto como yo misma. Y ahora nuevamente la sombra la asaltaba y ella se dejó llevar. Pulsiones de vida, en contra de las pulsiones de muerte que la habían empujado durante tanto tiempo. ¿Me estoy proporcionando una excusa?
Al principio, el espectro en su cama no tuvo sino un rostro fragmentario y un cuerpo que ella debía adivinar. Hasta esta noche, en que le dio mirada a los ojos, calor a las manos y fuerza viril al cuerpo que imaginaba poseyéndola. No quería imaginar su voz pronunciando su nombre, porque no quería pronunciar el de él. No quiero. Es mentira que te deseo, porque me niego a desear sin amar. La pasión sin amor es revulsiva: después del magro placer de saciar la urgencia del cuerpo, llega la repugnancia por el compañero de cama que lo único que busca es su propia, egoísta satisfacción y finalmente, el asco por mí misma. No es eso lo que necesito, ni lo que quiero. Pero me niego también a amar sin desear. El pensamiento la sorprendió con la guardia baja.
Fuera de mi vida. De mis noches. De mis urgencias.
Entonces no te acaricies imaginando sus manos, hipócrita. Si vas a echar a tu hombre-sombra de tu dormitorio, no lo busques.
A las cinco de la mañana, resignada a no dormir, se levantó a ducharse y preparar las pocas cosas que llevaría a Alsacia, ese día, antes del mediodía. Se los advierto, monstruos: se quedan en casa. Una risita en el interior de su cabeza la convenció de que estaba perdiendo la discusión.
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