POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 48

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 48

SEIS DE LA MAÑANA DEL DOMINGO, EN UN HOTEL DEL CENTRO DE LA CIUDAD

— Necesito ver a un médico— gruñó Corrente mostrándole la mano: el pulgar todavía le sangraba si lo apretaba.
Jumbo asintió sin hablar y con cara de aburrimiento: la cantinela de Corrente estaba durando mucho para su gusto.
— ¡Esa mujer está completamente loca!— continuó despotricando el mayor mientras se calzaba los pantalones con una sola mano—. ¡Cristo Santo, me atacó amparada en una placa de la PDP! ¡Me mutiló!
 — Corrente, cierre la boca o se la cierro de un tortazo— masculló Jumbo.
El otro lo miró de mala manera pero algo en la expresión de Jumbo lo hizo cambiar de idea, y terminó de vestirse sin hablar.
— Necesito recuperar algunos efectos personales que la comisario Marceau me sustrajo— escupió Corrente con altanería.
— ¿Quiere hacer la denuncia por robo?— Jumbo preguntó con cara de inocente.
— Se lo tendría bien merecido...
 — Le recuerdo que la denuncia de la comisario contra usted por hostigamiento todavía está pendiente.
 — ¡Hostigamiento! ¡Qué caradura! ¡Ella viola mi intimidad, me ataca y me roba y yo, por tomar unas fotos inocentes, soy culpable de acoso sexual!
— Yo no mencioné el acoso sexual. ¿Lo tomo como una confesión?
 — ¡No se haga el gracioso!
 — Si quiere puedo llevarlo al aeropuerto— Jumbo se ofreció sin hacer caso del malhumor del italiano.
— No, gracias, puedo arreglármelas solo— ladró el otro. Luego miró la hora y dijo:— Capitán, tengo que hacer un llamado en privado. Si no le es molesto...
 Jumbo se encogió filosóficamente de hombros
 — Comprendo. Entonces, ya que no me necesita, me despido.

 Mientras él se alejaba hacia la puerta, Corrente se quedó rebuscando en el escritorio. Apenas salió de la suite, Jumbo llamó al oficial de Comunicaciones que esperaba en el estacionamiento del hotel, con un equipo de rastreo de llamadas. Cuando llegó a la camioneta, el hombre ya había pinchado la llamada de Corrente. El número correspondía a Milán y el mensaje era escueto. “Ruggieri, Massimo. Anulación definitiva de la transacción.” El oficial de Comunicaciones frunció el ceño sin entender. Jumbo había entendido a la perfección.

 QUAI DES ORFEVRES, LUNES POR LA TARDE

Los últimos dos días no habían sido gratos para Sulamit, yendo de una “localización protegida” a otra con los dos críos a cuestas, y tratando de controlar su propio miedo para no transmitirlo a los chicos. Ahora estaba encogida en el borde de una silla, sudando frío: no era la primera vez que pasaba una noche “adentro”, pero esta vez la situación no era la habitual. Y para colmo, habían dejado a Leo no sabía con quién. La mujer que hacía las preguntas parecía de hierro y trasmitía una sensación de voluntad y fuerza arrolladoras. Los ojos glacialmente grises no exhibían ninguna expresión, más allá del desagrado por lo que escuchaba. Se había mostrado cortés con ella y los nenes pero ya a solas, el interrogatorio había sido despiadado.
 Me va a encanar, estoy segura. 
Aguantó el pánico mientras firmaba sin ver una hoja, que otra mujer tan desagradable y fría como la primera— una jueza de instrucción —, le había puesto delante.
Y yo que creía que las tipas eran más suaves que los cabrones de los keufs. La habían escoltado hasta otra sala. Las luces se apagaron y se encendieron del otro lado de un cristal: entre los hombres en fila estaba el Nene Rimbaud. Ella comenzó a sentir nauseas por el miedo pero lo identificó, temblando como una hoja. Si tenía que hacerlo en un juicio, ella era carne de cañón. Se lo susurró entre sollozos a la tipa de gris. Volvieron a la sala de interrogatorios.
Dios, no me voy a salvar... 
Se retorció las manos con desesperación. Mi nene... Si tan sólo me aseguraran que a mi nene no le pasará nada... No se había dado cuenta de que la jueza también había entrado.
 — Sulamit Chenayeb, no hay cargos en su contra. Puede retirarse cuando lo desee— le informó la jueza y ella se sentó por la sorpresa—. Está incluida en el programa de protección de testigos. Le sugiero que regularice su situación migratoria cuanto antes.
 La tipa le tendió una tarjeta con el relieve del Ministerio de Justicia sin que se le moviera un músculo de la cara.
— Con la visa de residente le será bastante más fácil conseguir otro tipo de empleo. El Estado está organizando unos programas interesantes que incluyen el BAC (1) . Póngase en contacto con la persona que le indico aquí.
 Sulamit miró la tarjeta y miró a ambas mujeres. La de gris sonreía apenas pero el gesto le suavizaba la expresión adusta. Bajó las escaleras del Quai sin poder creerlo todavía. Le habían dicho que Leo la esperaría afuera y ahí estaba, de la mano de un hombre moreno de alrededor de veinticuatro años, bronceado y de rasgos agradablemente masculinos. Leo corrió a abrazarla y ella se aferró a su hijo como a un salvavidas. El hombre se identificó como el teniente Fabricio Rinaldi y los llevó hasta un automóvil con cristales oscuros, estacionado a unos metros de la entrada al Purgatorio identificada con el número 36.
 En cuanto vea en dónde vivo... pensó ella y enrojeció hasta la raíz del pelo. Cuando estaba a punto de bajar, se volvió hacia el hombre, suplicante.
 — Dígale... a Ortiz que yo no quería... Que por favor me perdone...
El hombre sonreía sin hacerle caso mientras sacaba un sobre del bolsillo, llamando “pequeña compensación” al contenido suficiente para comprarse una casita y vivir sin problemas el resto de su vida.
Y me va a sobrar plata para pagarle el Liceo al nene. No sabía de qué modo darle las gracias. El hombre los acompañó hasta la puerta mal pintada y ella volvió a ruborizarse.
— ¿Puedo ser curioso? Fernando le contó al coronel cuánto se preocupó usted por él, y que usted le cantaba. ¿Cómo se entendían?
— Yo le hablaba en ladino— y ante el gesto de desconcierto del teniente, ella aclaró: — es el español que hablan los judíos sefaradíes. Mis abuelos, ¿sabe?, ellos me enseñaron, lo mismo que las canciones. Son muy hermosas. Las canciones, digo.
Rinaldi asintió.
— Mis abuelos también me enseñaron su idioma y sus tradiciones. Es bueno conservarlas, ¿no?
Se sonrieron y el hombre se metió al auto. Ella levantó a Leo en brazos.
— Te invito a comer al lugar que más te guste.
— Quiero ir a casa, mami.
 — Seguro, mi bebé. Vamos a casa.

 MARTES, TEMPRANO POR LA MAÑANA EN LA WOLFFSCHANZE 

Marcel lanzó un vistazo previsor al pasillo para asegurarse de que nadie lo seguía. Lejeune se alejaba hacia las escaleras cuando él se deslizó, sin hacer ruido, hasta el que fuera el despacho de Ayrault. Revisó el lugar a toda velocidad.
Dónde carajo estará... Tiene que haberlo dejado ahora, no tuvo otra oportunidad mejor. 
Repasó todos los cajones del escritorio y hasta se tiró debajo de él. Irritado, se apoyó en el sillón monumental mientras pensaba en dónde podría estar el maldito aparatito. ¿En la lámpara del techo? Necesitaría una escalera y no había ninguna cerca. No estaba en la lámpara de escritorio, ni en el mueble de archivo. ¿Qué era lo que todavía no había revisado?, sacudió el sillón.
Mierda. El sillón.
Repasó la superficie mullida con las yemas de los dedos, sintiendo cada pliegue del cuero. No en el asiento, cualquiera que lo usara se daría cuenta. Bajó la mano hasta la parte inferior y su índice detectó un tajito mínimo en el tapizado. Forzó el dedo por la abertura y encontró lo que buscaba.
Y ahora, dilema de conciencia: si lo saco, sabrán que sabemos y quizás intenten algo peor. Si lo dejo, lo harán en nuestras narices y vuelta a empezar detrás de ese condenado hijo de puta.
 El bip-bip del buscador le ahorró el resto de sus dudas retóricas: Michelon lo llamaba. Dejó lo que había encontrado en donde estaba, resignándose a lo que el destino disfrazado de Orden del Temple, les deparara a Ayrault y a la Brigada Criminal.
 **** 
Michelon no pudo esconder la expresión de disgusto al ver a Lejeune pasearse por las instalaciones de la Wolffschanze, oficialmente allanada por la Brigada Criminal y en pleno procedimiento de requisa. Le hizo una seña a Meyer y éste dejó su puesto junto a los oficiales de Sistemas, y salió tras Lejeune como un perro detrás del rastro y con la pertinente cara de bulldog. Dubois se acercó obediente y esperó sus órdenes en silencio. Desde que había regresado a la guarida de Ayrault, luego de la misteriosa desaparición de la madrugada del domingo, Dubois sólo abría la boca si alguien le preguntaba algo; el resto del tiempo, el capitán mantenía las mismas expresividad y comunicatividad que una pared.
Michelon estaba al tanto de lo ocurrido en la mansión gracias a Massarino, que había mantenido una larga conversación con el inspector general Lejeune. De resultas de dicha conversación, Lejeune se había hecho cargo de una muy necesaria limpieza en el hôtel particulier del XVII° al mejor estilo RG. Verbigracia: sin que trascendieran más detalles que los de un frustrado intento de robo a mano armada en el domicilio particular de un empresario extranjero. El comunicado de prensa era más digerible— y publicable—, que la versión mucho más ajustada de”secuestro de menor” y “diplomático extranjero”, que hubiera generado toneladas de papel de diario.
Madame espió de reojo a Dubois, plantado detrás de ella. Parece un zombie. Le hizo señas y el otro se le puso al lado.
— Todas esas cuentas que están apareciendo— señaló las pantallas—, ¿teníamos registro de esto en el material de Henri?
— La mayor parte— comentó Dubois mientras leía los papeles recién impresos—. No hay mucho nuevo aquí...— Dubois cerró repentinamente la boca.
Se le erizaron los pelos del lomo, pensó Madame al verle la mirada oscura: Lejeune regresaba al centro de cómputos.
 — No puede mantenerse alejado de esta habitación— rezongó Madame.
 Desde el otro extremo, Viktor Witowlski de Sistemas asomó primero los lentes, después el resto de la cabeza y el cuerpo. Abrió la boca pero la presencia de Lejeune lo hizo cambiar de idea. Al pasar delante de ellos, se detuvo a saludarlos.
— Comisario Michelon, qué gusto verla.
Witowlski la había saludado dos horas antes. Madame enarcó una ceja interrogativa y Witowlski señaló al cielorraso. Dubois sacó un Gauloise y mientras se cubría la boca con las manos para encenderlo, murmuró:
— ¿El despacho principal?
— Sí.
— Espérenos ahí en cinco minutos— ordenó al tiempo que soltaba una bocanada de humo.
 Witowlski tosió y siguió hasta el extremo de la fila de pantallas. Ellos dos continuaron interesados en los papeles que leían hasta que Lejeune dejó de observarlos.
 — Quiero ver los subsuelos de este lugar— anunció Michelon y Dubois la escoltó por el pasillo.
Subieron igual que chicos haciendo una travesura; Witowlski los estaba esperando. El teniente estaba tan excitado con sus descubrimientos que casi no le acertaba a las teclas.
 — Es otra contabilidad, distinta a la de abajo. Una sola persona tiene acceso a ésta: los log-in son siempre los mismos. Verifiqué otras dos cosas: uno, ninguna de las otras terminales accede a este sistema aún con el mismo log-in, por lo tanto no están conectadas y ésta sí. Segundo, es siempre la msima persona porque— Witowlski sonrió pretencioso—, comete siempre los mismos errores de ortografía.
 Madame sonrió satisfecha de la perspicacia de Witowlski.
— O sea que podríamos haber tenido un presidente de Francia que no sabe escribir el francés.
Los tres se rieron bajo pero a Dubois la risa no le duró y le pidió a Witowlski que entrara al sistema.
Aunque no entendieran una palabra de contabilidad, inclusive un chico podría comprender los saldos bancarios que denunciaban que el ex-futuro presidente de Francia poseía mucho más dinero que lo que sus actividades ilícitas podían justificar.
— ¿Qué significa esto entonces?— se preguntó Michelon a media voz, mientras se hamacaba en el sillón enorme.
Dubois apagó el Gauloise y encendió otro antes de responder mirando la brasa.
— Que estaba estafando a todos sus socios.
— Eso ya lo sabíamos: tenemos los registros de desvíos de fondos de las campañas además de los ingresos por las armas también.
— Los ingresos “oficiales” por las armas querrá decir. Estos montos — Dubois señaló varios renglones —, no se corresponden con porcentajes de comisión: son valores de embarques como los que yo negocié.
 El capitán la miró a los ojos por primera vez en toda la mañana y siguió hablando.
— La muerte de Giuliani no se debió sólo a que se oponía a la nueva "business line" de Ruggieri, sino que fue la excusa para justificar la “pérdida” del embarque que Ayrault después negoció por las suyas, quedándose con todo. Ruggieri tuvo su tajada, cierto, pero intuía que la jugada era demasiado peligrosa y estaba asustado. No estaba decidido del todo a poner BCB en manos de su socio: Ayrault había comenzado a robar a la Orden y le estaba tomando gusto.
— Entonces, ¿por qué participar del secuestro si tenía el dinero que quería?— preguntó Madame.
— Ayrault no es tan cretino como para no saber que sus socios ya lo tendrían bajo estrecha vigilancia gracias a los "inconvenientes" que él mismo había inventado. Seoane le ofreció una carnada que él no podía rechazar: eliminar a los número uno y repartirse la organización entre ellos. Era perfecto para Ayrault. Nunca imaginó que Seoane no tenía intenciones de repartir nada y que pensaba liquidarlo, lo mismo que a los demás.
 Michelon sacudió la cabeza.
 — ¿Y si llegaba al Elysée? Las encuestas eran impresionantes. Y con ese programa del sábado se había metido al electorado en el bolsillo. Jesús, el desgraciado se oía tan convincente, tan patriótico, que si yo no hubiera sabido lo que sabía...
 — Hubiera tenido una posición envidiable para negociar. O muy vulnerable, no sé. El poder es la tentación suprema. Quién sabe si no deseaba llevar un anillo de sello él también: Presidente, Gran Maestre...Muchos sueños de poder juntos.
Transcurrió un silencio interrumpido sólo por el arder de la brasa del Gauloise con cada pitada, mientras Witowlski los miraba con temor reverente y sin atreverse a respirar. 
— ¿Cuáles son los bancos, Witowlski?— preguntó Michelon y el teniente imprimió los datos.
Madame apretó los labios con resignación
—Bueno, no esperaba otra cosa: están fuera de nuestro alcance. Sólo habrá orden judicial cuando se inicie el proceso y si esto sale a la luz. Y la verdad es que no me atrevo a poner las manos en el fuego por nadie. Durante este tiempo que Marceau siguió los asesinatos de este animal, me desengañé de unos cuantos jueces.
 ¿Le había parecido a ella o la mención de los crímenes y de Marceau habían hecho que Dubois se quedara congelado durante un instante? Y a propósito, ¿dónde cuernos se metió Marceau?
 — Unos cuantos deben andar detrás de esta información— comentó Dubois a sus espaldas.
— No sé para que le serviría a nadie— intervino Witowlski —. Son cuentas con claves de identificación electrónica que conoce únicamente el titular. Cualquier intento de hackearlas hace saltar las firewalls del sistema, y el atacante queda señalado por un flag electrónico que permite rastrearlo por cualquier sistema de comunicación. Es algo así como un Echelon para bancos. Mejor que el Carnivore del FBI— al teniente le brillaban los ojitos de excitación—. El titular de una cuenta de éstas puede operarla desde cualquier parte del mundo...
 — ... incluso desde la cárcel — Michelon terminó la frase y Witowlski se quedó con la boca abierta.
— ¿Podríamos pinchar las llamadas que haga este tipo y tratar de rastrear las cuentas?— preguntó Dubois.
 — Imposible: la llamada se interrumpe. El sistema detecta la interferencia y anula la operación.
 Dubois apretó los labios hasta que se le pusieron blancos y después murmuró.
— No podemos hacer nada... Volvamos abajo o Lejeune comenzará a sospechar.
 — ¿A qué se refiere con que no podemos hacer nada?— Madame preguntó al capitán mientras bajaban. — Impedir que la Orden del Temple recupere el dinero que Ayrault les robó— Dubois la miró inexpresivo.
 — ¿Cómo lo sabe?
Dubois se encogió de hombros.
— Tengo la corazonada.

****

 Eran más de las ocho de la noche cuando Lejeune volvió a rondar el despacho de Ayrault. A esa hora, el personal de la Brigada Criminal había terminado la requisa precintando el edificio completo, y no quedaba un solo archivo electrónico o en papel que la Brigada no hubiera detectado y registrado.
Bien por Michelon, pensó con sombría alegría. Del sillón extrajo un transmisor inalámbrico miniaturizado y sintonizado con su sistema de audio, que personalmente había instalado durante las primeras horas del día, cruzando los dedos para que nadie lo sorprendiera en una situación cuanto menos sospechosa, porque, ¿qué tendría que hacer el director de RG, inspector general Patrice Lejeune, hurgando en el tapizado de un sillón giratorio? Se metió el mic en el bolsillo del saco y lo palmeó satisfecho.
Los hombres de la Brigada sí que eran eficientes: ese Witowlski valía su peso en oro.
 Ni hablar de Dubois: Michelon sabe elegir a su gente.
Hizo el llamado desde su auto.
— Habrá que hacerlo salir — concluyó y recibió autorización para proceder.
 Un elemento de la Orden que él no conocía tomaría contacto para organizar los movimientos. Le dieron el nombre, que no significaba nada para él: Gaetano Corrente. Con la satisfacción del deber cumplido, Lejeune puso el auto en marcha y se fue a casa.

(1) Bachillerato