POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPITULO 46

lunes, 3 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 46

DOS DE LA MADRUGADA
La puerta voló en astillas y tres sombras aparecieron tirando desde el pasillo. Ortiz saltó a cubrir con su cuerpo al viejo y Marcel disparó desde el suelo adonde había rodado. Las balas arrancaron esquirlas de las paredes y se enterraron en los muebles cerca de sus cabezas. Somos cadáveres pero alguno viene conmigo, pensó Marcel sin dejar de disparar. Tres fogonazos se intercalaron con los estampidos secos y las tres sombras cayeron al suelo. La media luz del pasillo contorneó una silueta en el vano.
— ¡Afuera, rápido!
 La voz hizo que Marcel perdiera el equilibrio durante un segundo completo. ¡No, mierda, no!
— ¡Usted!— gritó el coronel al volverse hacia la puerta—. ¿Qué...?
 — ¡Después, Ortiz! ¡Muévanse!
Marcel se lanzó sobre la silueta y la metió de un tirón en la habitación, lanzándola contra una pared.
 — ¡Qué carajo...!—aulló rabioso mientras le quitaba el arma de la mano.
 Jamás terminó la frase: Odette deslizó una pierna detrás de las suyas y lo hizo caer con una zancadilla, al tiempo que sacaba otra pistola de la parte trasera del cinturón y disparaba con calma horrorosa. El universo entero pareció deslizarse en cámara ultralenta en un ángulo imposible, mientras el proyectil pasaba por encima de su hombro y perforaba la garganta del tipo que había aparecido de la nada, en el hueco de la puerta. La sangre lo salpicó antes de que tuviera tiempo de volver a respirar.
 —¿Qué carajo hago? Salvarte el culo, Dubois— lo dijo con el tono con que comentaría el parte meteorológico y a él se le renovaron las ganas de darle una paliza por ser tan ferozmente estúpida como para haber regresado.
 Las entrañas se le retorcieron de miedo, un miedo auténtico y visceral que le anulaba la capacidad de raciocinio. Nunca había sentido tanto miedo en toda su vida, ¿o sí? Cuando corría por los pasillos escaleras arriba hasta la calle, con su cuerpo inerte y medio desnudo en los brazos... La posibilidad de que les dieran alcance y la mataran lo había aterrorizado. Sus músculos intoxicados de adrenalina revivieron las mismas sensaciones atroces y se obligó a contener el impulso de hacer lo mismo. Esta vez no tenía adónde correr: no tenía modo de sacarla de allí y ahora sí, ellos la matarían.

 **** 
Ortiz reaccionó antes que él y tomando el fusil de uno de los muertos, salió al pasillo momentáneamente despejado por Odette. Corrieron hasta un corredor lateral. Ortiz movió un panel disimulado en la boisserie y entraron a una habitación sin ventanas, no demasiado grande en comparación con las del resto de la casa, suntuosamente amueblada y alfombrada. Las paredes tapizadas en cuero de color rojo inglés aseguraban que ningún ruido se filtrara al exterior. La sensación era la estar en el despacho que contenía el tesoro de un banco. Esa habitación era el corazón de la casa... y de la Orden. Marcel tuvo un escalofrío.

 — Necesito proteger a mi padre. Seoane va detrás de él— Ortiz se volvió hacia Odette.
 — Déjelo con uno de sus hombres— ella respondió encogiendo un hombro—. Yo voy con ustedes.
 — ¡Estás completamente loca!— Marcel la zamarreó pero ella continuó sin preocuparse por los sacudones.
— Somos compañeros, Dubois— Odette lo enfrentó.— En la PDP, en la Orden o en donde sea. Puedo reducir a uno de los mejores hombres de la organización, sacarle información y armas; puedo entrar a uno de los bunkers más protegidos de París... Puedo matar. ¿La Orden no trabaja con mujeres? Es hora de revisar el estatuto: algunos artículos quedaron obsoletos porque si volviste para quedarte, yo también me quedo. J’y suis, j’y reste (1). Me lo gané.
 ¿Qué estás diciendo? La mano con que la sujetaba por el brazo apretaba con tanta fuerza que le dolía. Su consciencia osciló y se dividió en “aquí y ahora” y “afuera”. ¿Cuál era la probabilidad de que Auguste, fiel a su tenacidad de sabueso, los localizara y sacara a Odette de ese infierno? ¡Massarino, en dónde carajo estás! “Afuera” estaba a años-luz de distancia; había un único modo de alcanzarlo y se rozó la hebilla del cinturón.
  Yo creí que te había salvado y viniste a poner tu vida en mis manos otra vez. ¿Por qué atarte a mi decisión de vivir o morir? “Aquí y ahora”, ella lo obligaba a considerar una nueva posibilidad. Si supieras lo que yo sé... Ni yo mismo sé si puedo soportarlo. Quería gritar de furia y decirle que ellos no podían... Porque él era quién era. Todas especulaciones estériles. Fallar era un lujo que “aquí y ahora” no podía darse. Tengo que sacarte de aquí. Debo sobrevivir para que sobrevivas. Si después la verdad los mataba a ambos, eso ocurriría “afuera” y ellos habrían tenido su oportunidad “aquí y ahora”. Un puntapié feroz en medio de la tibia terminó de devolverle el sentido de la realidad.
 — ¡Carajo...!— rezongó mientras la sacudía.
Ella volvió a patearlo, esta vez en la otra pierna.
— ¡No me zamarrees más! Y te guste o no, todavía soy el jefe y puedo darte órdenes. Estamos en jurisdicción de la PDP, en medio de un operativo, y yo represento la máxima autoridad en estos momentos— los ojos oscuros chispearon triunfales.
 Respiró, la oscilación se detuvo y el tiempo fue uno solo, real e inmediato. Ella había vuelto a hacerlo: enfocarlo y devolverle el equilibrio y la serenidad; enfrentarlo a la elección de vida o muerte y obligarlo a elegir la vida, bajándolo del carrusel. Basta de gritos en el fondo de la cabeza. Basta de respuestas condicionadas: ella estaba viva, lo desafiaba y lo ponía a prueba como lo había hecho siempre, exigiéndolo todo de él. Tal como ella se ofrecía en ese instante. Comprendió el mensaje. Estoy al mando. Mis decisiones. Contuvo el ademán de frotarse la pierna para aliviar el dolor. Ni muerto pienso darte el gusto. 
 — Jurisdicción las pelotas. Esto es una sede diplomática y por lo tanto territorio extranjero, así que tu autoridad no vale un carajo. Acá yo doy las órdenes— Marcel se golpeó el pecho con el índice—. No te muevas de este sitio hasta que regresemos. ¡Y no te le despegues!— señaló al viejo.
Sin hacerle caso, Odette sacaba una armería completa de la mochila que había traído con ella.
 — ¡Te estoy hablando! ¿Entendiste?
 — Seguro, Ranxerox — ella sonrió como un gato echado al sol y le tendió la pistola-ametralladora que acababa de armar.

— Quiero encontrarte aquí cuando vuelva — Marcel deletreó a media voz.
 — Tendrán que sacarnos con la fuerza pública — la sonrisa felina se hizo más amplia.
 Una palabra más y te desmayo y te meto en un baúl. Mejor me voy ya mismo. Dio media vuelta y ella lo llamó.
— ¡Eh, Ranxerox! ¡La American Express!— una sonrisa de Gioconda le iluminaba los ojos sombríos— ¡“Nunca salga sin ella”!— le arrojó una Beretta 92 Combat y dos cargadores que él atajó en el aire.
 — ¿De dónde sacaste todo esto?— sacudió la Beretta y la Uzi.
— Se las pedí a otro amiguito. Ya te dije, estuve haciendo méritos para ser compañerita de ustedes en la Orden.
— ¡Como vuelvas a mencionar el tema, te mato!— ladró furioso.
Mon plaisir . (2)
Le dio la espalda y se fue detrás de Ortiz, prometiéndose que en cuanto volviera le daría a la bruja los azotes en el culo que se merecía y la promesa lo hizo sentirse ridículamente feliz.

 DOS Y MEDIA DE LA MADRUGADA

Se quedaron solos en medio de ese silencio tenso y ominoso que precede a las confesiones. Ella recargaba la pistola dándole la espalda. El viejo la percibía vibrar de pura tensión, predador alerta listo para saltar sobre el cuello de la presa. Tigra. El nombre le viboreó entre los recuerdos. Una vez había ido a cazar al tigre que le estaba devorando al ganado. La perrada lo había perseguido y acorralado, y el jaguareté se había defendido con saña incomparable, destrozando tripas y morros a diestra y siniestra. Tuvo que rematarlo para que no siguiera carneándole perros. Al acercarse vieron que era una hembra y en el cubil encontraron dos cachorros, bellos y feroces como la madre. Alguien los llevó a un zoológico y el baqueano sentenció: “La tigra siempre pelia más qu’el macho”.
 La voz de terciopelo quebró sus evocaciones y el silencio como si fueran de cristal.
— ¿Qué es lo que quiere de Dubois?
La tigra mostró las garras. Resolvió que valía la pena jugar el juego.
 — ¿Por qué supone que quiero algo de él?
 — Su verdugo privado me lo dijo.
—Yo no tengo “verdugos privados”.
 — ¡No me diga! ¿Acaso Corrente es otra cosa?—ella  se burló.
— No sé de qué habla.
— Por supuesto que lo sabe. Inclusive sabe que yo no podría haber entrado aquí si no hubiera sido por Corrente y la información que me dio.
— ¡Nadie de la Orden le daría jamás una información que usted pudiera utilizar…!— se envaró.
 — Se equivoca— ella lo interrumpió.
 Metió la mano en la mochila y le arrojó algo que parecía un guante. Él lo revisó intrigado y al encontrar el pedazo de carne adherido al látex lo soltó como si quemara. La miró asqueado y ella le devolvió una sonrisita sarcástica.
 — Me pregunto porqué carajo Corrente no se cargó a Dubois todavía.
 — ¡Ese no es vocabulario para una dama!— restalló golpeando el suelo con el bastón.
— No soy una dama. Corrente supo todo el tiempo, o casi, en dónde estaba Dubois. ¿Qué esperaba para completar su trabajo? Es uno de sus soldados más eficientes y trabaja en exclusiva para usted. ¿Por qué Corrente, que buscó desesperadamente a Dubois por media Europa, querría quedarse en París tan tranquilo? Quizás porque sabía en dónde estaba su “encargo” y debía esperar sus instrucciones. ¿Qué es lo que quiere de él?— exigió.
 La verdad es un látigo muy cruel. No creo que le guste cuando yo lo haga chasquear.
 — Saber si merece llevar el apellido Contardi.
 Ella sonrió con incredulidad. No se engañe, no es poca cosa, pensó el viejo conteniendo una mueca irónica.
 — ¿Y a quién puede importarle un apellido? Marcel no lo necesitó jamás para ser quien es.
 Ya no es “Dubois” sino “Marcel”. La tigra está peleando por lo suyo.
 — Sí importa. Dubois me debe mucho y tiene que pagar.
— ¿Él le debe a usted? ¿Qué?
 — La vida de mi nieto.
 Lo miró extrañada.
— El chiquito Ortiz está a salvo. ¡Está loco si cree que Marcel tuvo algo que ver con el secuestro...!
— No hablo de Fernandito sino de mi nieto, el hijo de mi hija. Mi único heredero varón. Usted también lo conoció.
— Yo no...
— El “Brigadier”. Así lo conocían en Francia.
Ella retrocedió lo mismo que si la hubiera golpeado.
 — Y si no fuera porque Dubois es un Contardi — se ensañó disfrutando de la victoria —, ya habría pagado con su propia vida. Ahora saldará su deuda de otra forma.
 — ¡Un Contardi! — los dientes le rechinaron — ¿Qué puede haber de bueno en llevar la sangre de ese monstruo?
Se preparó para rematarla.
— Marcello Contardi era mi hermano.

 **** 

Los ojos como carbones se llenaron de furia desesperada: la había herido y acorralado. Una lágrima solitaria recorrió el rostro de cera y se le estrelló en el pecho y en la mirada había un dolor enorme, atroz, casi físico. Pero ella se volvió hacia la pared y se sostuvo con una mano cubriéndose la cara con la otra, negándose a su escrutinio.
— ¿Marcel lo sabe?— preguntó con voz ronca.
— Yo se lo dije— se vanaglorió.
 Ella se volvió hacia él con lágrimas en la mirada violenta.
— No se atreva a hacerle más daño del que ya le hizo— susurró.
— ¿Me amenaza? ¿A mí?— casi sonrió.
— Sabe bien que no amenazo— ella levantó la barbilla—. Si vuelve a lastimarlo, lo mato.
 No lo dudaría ni por un instante, mi tigra. 
 — Él deberá elegir— la desafió.
Se dijeron con las miradas cosas que ninguno expresó en voz alta.
 — Sí, pero solo. Déjelo en paz— respondió ella por fin.
— ¿Tan segura está de su poder sobre él?
Ella esbozó un gesto de desprecio.
— Usted está tan seguro de su poder sobre los demás que da por sentado que todos deseamos esa clase de poder. Marcel es libre de hacer lo que desee y yo respetaré su decisión.
 Era la victoria que buscaba pero tenía sabor amargo. Desvió la mirada de agua para no prenderse de esos ojos oscuros como lagos turbulentos que lo obligaban a recordar, pero el recuerdo pudo más y le mordió el alma. Ombretta... Hacía mucho que no se permitía evocar siquiera su nombre y le dolió con una intensidad que no esperaba. La misma mirada, la misma intensidad, el mismo fuego... para otro. Para mí, nada más que indiferencia y desprecio, que son peores que el odio. ¿Por qué no puedo odiar como Marcello? Nos equivocamos, hermano. No las odiamos: ellas no nos permitieron amarlas. Mi cobardía mató a una, vos te vengaste del modo más terrible de la otra. Que Dios nos perdone. 

**** 

Algo helado circuló por la habitación sin ventanas, porque un escalofrío sacudió a ambos de pies a cabeza. Le pareció que el estremecimiento la había devuelto al equilibrio, poniéndola alerta y haciendo que dejara de prestarle atención a sus veladas amenazas.
— ¿Dónde está la otra puerta de este cuarto?— ella susurró con todos los sentidos puestos más allá de él.
Sorprendido en sus cavilaciones se volvió con torpeza y con el bastón golpeó un panel de cuero repujado. — ¿Puede abrirse desde aquí?— preguntó ella por completo enfocada en el enemigo detrás de la puerta.
— Sí, pero también desde el otro lado— aclaró, nervioso.
— ¡La puta madre!— masculló ella y se interpuso entre él y el panel—. Apague la luz y quédese detrás de mí— ordenó y él ni siquiera vaciló en cumplir la orden.
Escuchó el clic de la pistola y después nada más que la respiración de ella. El panel crujió con suavidad. El soplo de aire frío le erizó el vello de la nuca y le entrecortó el aliento. El panel se abrió, una hendija fría en medio de la oscuridad. Una presencia se percibió en el vano. El hombre esperaba, cauteloso. Ellos no se movieron ni respiraron. Desde algún lugar más abajo, alguien preguntó en castellano.
—¿Y?
Sin decidirse a entrar, el hombre respondió también en castellano.
— ¡Nadie!
 — ¡Entrá y despejá el pasillo!
El que hablaba todavía estaba gritando la orden cuando un estampido y un fogonazo cortaron la niebla estigia de la habitación. El hombre se desplomó hacia atrás, impidiendo el paso de los que venían por el corredor que subía desde las entrañas de la casa. La escuchó saltar y cerrar el panel.
 — ¡Vámonos!— susurró ella mientras lo agarraba del brazo.
Salieron al corredor principal con el corazón en la boca y ella empujó un mueble pequeño contra el panel exterior del saloncito, para impedir la salida de los atacantes. El estampido de los disparos subía desde la planta baja.
 — ¿Adónde?— preguntó sin mirarlo, atenta a ambos extremos del pasillo.
 ¿Adónde? ¡Ya no queda un maldito lugar seguro en esta casa! 
 — ¡Adónde!— ella lo urgió.
Pero él no podía hablar y señaló con el bastón hacia el extremo de la escalera. Ella corrió y le hizo señas para que se acercara. En su vida le había parecido tan largo ese condenado corredor.
 — Tenemos que encontrar a Marcel y a Ortiz, o...— ella calló lo que ambos no osaban pensar: si están muertos—, o tratar de salir.
Más gritos y andanadas de disparos. Alguien corría escaleras arriba y emprendía el segundo tramo hacia el último piso. Ella insultó a todo el santoral y lo empujó dentro del cuarto más cercano. Cuando cerraba la puerta, un bulto oscuro saltó sobre ellos pero ella disparó primero y el tipo cayó como un fardo. Ella lo sacó del cuarto sin demasiados miramientos y se atrincheraron en un pequeño estudio a oscuras, del otro lado del pasillo.
 El deseo de vivir le pulsó en el bajovientre. No quiero morirme cazado como una rata. Esta vez la muerte no lo esquivaría. Era consciente de ser un estorbo y un riesgo para ella; sin él, ella ya se hubiera abierto camino hasta Dubois pero estaba allí, protegiéndolo. Cumpliendo con su deber. Se sintió tremendamente viejo y frágil y con la certeza de que su único lazo con la vida pasaba por las manos delicadas de su más encarnizada enemiga. “Non ho amato mai tanto la vita”(3) . Scarpia (4) también lo habría dicho en mi situación.
 — Váyase— murmuró con un esfuerzo de la voluntad.
La voz le llegó desde sus espaldas.
 — Mi trabajo es mantenerlo con vida.
— ¿Por qué? Usted me odia— se volvió en la oscuridad mientras escuchaba el cliqueteo del arma amartillada.
Ella permaneció callada unos momentos.
— No. No lo odio— respondió con tanta calma que no tuvo más remedio que creerle.
— ¿Por qué no?— insistió, testarudo—. Mi familia le hizo mucho daño a usted y a los suyos. Mi nieto ordenó la tortura de Jean-Luc Marceau. Marcello violó a su madre y trató de hacer lo mismo con usted. Ódieme y váyase.
La escuchó inspirar y suspirar.
— Usted carga con esos crímenes, no yo. No lo odio. El odio casi me mata y casi me hizo matar a otros.
— ¿Qué es lo que quiere, entonces?
 — A Marcel.
— Ambos lo queremos.
 — No se equivoque: yo lo amo. Si tengo que perderlo, que sea porque él decide apartarme de su lado.
— ¿Me está diciendo que usted lo seguiría? ¿Cualquiera fuese su elección?
Esta vez el silencio fue casi demasiado largo.
— Sí— le temblaba la voz.
Cuánto ha madurado mi tigra; cuánto ha aprendido. Me derrota con mis propias armas. La puerta se abrió violentamente y alguien se abalanzó sobre ella. Ella lo esquivó en el último momento y rodó por el suelo disparando pero falló. Despreocupándose de un viejo inerme como él, el hombre le dio la espalda y se lanzó sobre ella al tiempo que disparaba. Sin detenerse a pensar, él encendió la luz y con el bastón golpeó al hombre en el codo, apartándole la mano con la que sostenía el arma. Otro bastonazo en el hombro hizo que el tipo se volviera a medias, incrédulo, mientras lo insultaba y le apuntaba. Ella se incorporó de rodillas y tiró, y el tipo cayó con la sorpresa estampada en los ojos muertos. Ella se dejó caer contra la pared mascullando la obscenidad que él estaba pensando. Un brazo de hierro le enlazó el cuello desde atrás y sintió el frío del arma en la sien.
— ¡Al fin, viejo de mierda!— jadearon a sus espaldas y reconoció la voz: Seoane.


**** 

Auguste sintió fallarle las rodillas cuando Meyer y él sólo encontraron cadáveres y silencio en el garage de la mansión. Casi se alegraron cuando los estampidos de metralla resonaron por todo el edificio.
 — No tengo señal, carajo— gruñó Jumbo, y ambos se lanzaron de cabeza a las escaleras.
Cuando les dieron el alto gritando en castellano, los dos voltearon y dispararon con reflejos reptilescos sobre tipos en uniforme de la PN. Les llevó sus buenos minutos dejar a los de azul fuera de combate, con Jumbo tirando desde el suelo, despatarrado gracias al disparo de un arma de buen calibre. El olor dulzón de la sangre se enseñoreaba del lugar, sin distinguir colores ni uniformes. Auguste se acercó a ayudar a Jumbo, que levantó el pulgar mientras se incorporaba resollando como una ballena con asma.
 — Hace falta algo un poquito más contundente para sacarme del juego— fanfarroneó el capitán entre jadeos.
— Por si acaso, préndale una vela a San Chaleco de Kevlar— retrucó Auguste.
 Jumbo le tocó el brazo silenciándolo; luego hizo señas afirmativas señalando primero el localizador y después el techo. Subieron cautelosos. Los gritos y disparos amainaron hasta un silencio de mal agüero. La señal se volvió loca, Jumbo se largó a correr desaforado y Auguste lo siguió con el corazón en la boca. Cisne,en dónde estás.

(1) Aquí estoy, aquí me quedo
(2) Un placer
(3) "Jamás amé tanto la vida".Último verso del aria "E lucevan le stelle", de "Tosca" de Puccini
(4) Villano de "Tosca", ordena el fusilamiento de Cavaradossi y es asesinado por Tosca cuando intenta violarla.