Siete y media de la tarde
La puerta se abrió y el oficial la recorrió con media sonrisita
aprobadora. Como si fuera un caballo de
carrera... Le hubiera borrado la sonrisita de un cachetazo al idiota cuando
se dio cuenta de lo obvio. ¡Carajo!
¿Estaban espiándome? ¿Dónde...? Buscó
con la mirada: la cámara estaba disimulada en el artefacto de iluminación del
baño. Sobre la puerta de entrada había otra. Cerdos, más que cerdos. ¡Les cortaría las pelotas!
—El coronel Ortiz está esperando— la urgió el hombre.
— Dígame, oficial, ¿cómo se llama?
— Rinaldi. Teniente primero Rinaldi— casi se cuadró de hombros.
— Bien, teniente primero Rinaldi— deletreó—, Ud. y su
coronel Ortiz se pueden ir a la mierda.
Subieron dos tramos de escalera iluminada a medias, dejando atrás
descansos y puertas cerradas. Desembocaron en un corredor secundario y
finalmente, a la entrada principal.
La mansión era espléndida, con el esplendor de la belle epoque todavía vivo entre las paredes. El lujo no era nuevo allí. Todo era exquisito y tenía esa pátina de tiempo que no envejece sino ennoblece a una casa y al mobiliario. La escalera por donde habían subido hasta la habitación adonde acababan de entrar era de mármol de Carrara, cubierta con alfombras tejidas a mano.
La mansión era espléndida, con el esplendor de la belle epoque todavía vivo entre las paredes. El lujo no era nuevo allí. Todo era exquisito y tenía esa pátina de tiempo que no envejece sino ennoblece a una casa y al mobiliario. La escalera por donde habían subido hasta la habitación adonde acababan de entrar era de mármol de Carrara, cubierta con alfombras tejidas a mano.
La doble puerta, una joya de ebanistería con picaportes bañados en oro,
tenía su correspondiente gemela en el otro extremo, sobre el ancho de la
habitación. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas repletas de libros,
estatuillas y pequeños objetos de arte. El despliegue de riqueza no era casual
ni grosero: era de una exquisitez sobriamente masculina, que halagaba los sentidos.
— El coronel vendrá enseguida. Siéntese— y agregó sin entonación—, por favor.
A tus órdenes, pendejo, seguro que sí. Se acercó a la puerta a escuchar: el oficial había
salido pero sus pasos no se alejaron: está
de guardia ahí afuera.
— ¿Todavía no le ofrecieron café?
Viró en redondo al escuchar la voz. Ortiz había entrado por el lado
opuesto sin hacer ruido; se acercó a una mesita rodante y sirvió café para
ambos en unas tacitas de porcelana etérea y nacarada.
— Sé que prefiere el café. Yo también.
La taza le tintineó al tomarla y Odette comprendió que temblaba de hambre. Mejor que me siente o derramo todo el café antes de tomármelo. No quería darle al tipo el gusto de pedirle azúcar. Gracias al cielo, el café estaba lo suficientemente dulce. Trató de no bebérselo demasiado rápido.
La taza le tintineó al tomarla y Odette comprendió que temblaba de hambre. Mejor que me siente o derramo todo el café antes de tomármelo. No quería darle al tipo el gusto de pedirle azúcar. Gracias al cielo, el café estaba lo suficientemente dulce. Trató de no bebérselo demasiado rápido.
Dios, necesito otro. Necesito por lo menos un litro. Café espresso recién hecho, una bendición en medio de esa locura.
Cuánto personal a disposición: tres
hombres para ir a buscarme, sin contar a los de la Trafic ; más los que se
divirtieron masacrándome— había cuatro voces diferentes—; más los que
secuestraron a Marcel; más los del centro de cómputos, más alguien en las
cocinas preparando café, indiferente a los horrores que pasan en el resto de la
casa. Y un ejército para mantener esta mansión limpia y en condiciones.
Se tomó el tiempo del café para observar al tipo. Realmente militar, no
sólo por cómo llevaba el uniforme sino por la forma de moverse, de
pararse, de dar órdenes. Alto, uno ochenta y cinco, ¿quizás
algo menos? Piel cetrina, de ese color de madera del indígena americano. El rostro
parecía una talla, cada rasgo un golpe de cincel: pómulos altos y fuertes,
nariz afilada ligeramente aguileña, ojos negros de tan cafés. La boca era fina
y firme, con surcos nasolabiales muy marcados, lo mismo que las profundas
líneas de la frente. Atractivo en su particular estilo. No era joven pero no
tenía un solo cabello blanco en la melena corta y espesa. Él también la
observaba atentamente. Nos estamos
midiendo.
Ortiz tomó asiento en el sillón frente a ella.
Ortiz tomó asiento en el sillón frente a ella.
— No era en absoluto mi intención que esto pasara. Jamás di órdenes de
que la trataran en esta forma ni...
— Parece que sus hombres están muy acostumbrados a esas órdenes— lo interrumpió ácida—. Le
aseguro que me “aplicaron el tratamiento”
a conciencia— agregó en un castellano mordaz.
— No espero que me crea, pero no soy partidario de ninguna clase de
“tratamiento”.
— No me
invitó tan gentilmente para discutir sus cualidades como anfitrión.
Él se levantó para dejar la taza en la mesita. Se acercó,
manteniendo una respetuosa distancia, tomó su taza vacía y la llevó a la misma
mesa. Volvió a sentarse frente a ella.
— Soy el coronel José Elías Ortiz, jefe de Inteligencia Central de la Orden del Temple— se
presentó—, y si le pedimos que viniera hasta aquí...
— ¿Me pidieron?— Odette levantó una ceja—. Que recuerde, no me dejaron opción...
— Está bien— contemporizó él—, si la trajimos hasta aquí, ¿mejor
así?, es porque necesitamos algo de Ud...
— Quiero hablar con el que envió la nota.
— Ud. está aquí por Dubois. Si Dubois colabora y hace lo necesario...
¿Este cretino me toma por estúpida o cree que me
olvidé del “tratamiento” ?
— No me importa lo que haya que
hacer. La nota que recibí hablaba de un trato. No la escribió Ud. Quiero ver al que lo
hizo.
— ¿Por qué?— el hombre preguntó, extrañado.
Ella se puso de pie mientras le respondía y la
convicción de lo que iba a hacer le dio un escalofrío.
— Porque es el que toma las decisiones. No tengo nada que discutir con
Ud.
Él se quedó callado, evaluando sus palabras. Las aletas de la nariz se
le dilataron y al recorrerla con la mirada se le iluminaron los ojos sombríos.
— Tiene coraje...— dijo en una media voz inquietante—. Otra
mujer estaría aterrorizada. Otro hombre lo estaría. Se atreve a decirme lo que
tengo que hacer... Con quién quiere negociar... No está en situación de imponer
condiciones— sonrió apenas, pero la complacencia suavizó el rostro severo.
¿Te encontraste con una oponente digna, coronel?
— Está equivocado. Si se tomaron tanto trabajo para secuestrar a Dubois
y después a mí, para que él haga algo
que, según Ud., sólo él puede hacer siempre y cuando yo logre
convencerlo, entonces valgo más viva que muerta. Pero si cruzo sola la puerta
por la que entré, no tengo dudas de que alguien se encargará de que no salga viva
de esta casa.
Rodeó el sofá y retrocedió hasta la puerta. El hombre la miró asombrado.
— Esas son mis condiciones: Dubois y el número uno o salgo y me matan, y se le
acaban los elementos de presión con Dubois.
Estiró la mano hacia atrás y tomó el picaporte. Sabía que él estaba
calculando si llegaría a detenerla antes que saliera. Bajó el picaporte y
comenzó a abrir la puerta.
— ¡NO!— gritó Ortiz—. Está bien: Ud. gana. Por ahora— los ojos
negros le brillaban de furia por haber perdido la partida.
No era lo que tenías pensado. Todo el poder que tenía ese hombre se estaba
estrellando contra su determinación de hacerse matar. La diminuta victoria le
dio ánimos.
Antes de que volvieran a hablar,
la otra puerta doble de la biblioteca se abrió. Ahí estás, hijo de puta.
Ocho de la noche
El viejo se acercó con ese paso algo lento pero firme, que ella
recordaba de aquel cruce en el Palais d’ Elysée. Ni una vacilación. El bastón
de caña con empuñadura de marfil le servía más de adorno que de apoyo. Apenas
encorvado, superaba la altura de Ortiz. O quizás era la melena blanca y
leonina la que lo hacía aparecer más alto de lo que era. Los ojos
azules muy claros, casi como el agua. Los ojos. El corte de la cara. ¿A quién me recuerda?
— Le dije, José, que no sería fácil convencerla— el viejo soltó una risita mordaz, la saludó con una inclinación
de cabeza y con el bastón señaló la
puerta por donde había entrado—. Es una buena hora para comer. No me gusta
hablar con el estómago vacío y creo que nuestra huésped opina lo mismo.
— No sin Dubois— exigió ella.
— Que lo traigan— ordenó displicente, al tiempo que regresaba por la puerta por la que
había venido.
Ortiz tomó un teléfono y ladró un par de frases. Prendida de la figura del viejo, no notó que Ortiz se le acercaba hasta
que la tomó por el codo con firmeza; señalando la puerta, la obligó a caminar.
— ¿Realmente pensaba abrir la puerta y salir?— murmuró
entre dientes mientras la llevaba a la otra habitación.
Ella no respondió ni lo
miró.
— Estaba bluffeando— la mano en su brazo apretó con fuerza contenida y
la hizo detenerse por el lapso de un paso—. Debe ser muy buena en el póker.
El comedor aguardaba silencioso y tan espléndido como el resto de la
casa. El coronel se quedó a sus espaldas. Está
intimidándome. Ambos hombres la observaban mudos, descarnándola hasta los
huesos. No podría decir quién de los dos la inquietaba más; si el viejo,
agazapado detrás de la mirada de hielo; o el otro, una amenaza tangible y
palpitante. Consciente de su propia fragilidad, se forzó a concentrarse en la
puerta por la que entraría Marcel.
Después de unos minutos que le parecieron una eternidad, dos hombres
armados entraron escoltando a Marcel, que traía las manos esposadas a la
espalda. Un trazo enrojecido y fino como un pelo le cruzaba la mejilla derecha
recién afeitada. Buscó más señales de violencia física pero lo único que
descubrió fue la mirada obnubilada de Marcel, que no reaccionó al contacto
visual. El pánico le dio una punzada en las entrañas. Es como si no estuviera ahí.
— Como verá, siempre cumplimos lo que prometemos— el viejo mostró los
dientes en una sonrisita de lobo.
Ortiz le ordenó a los uniformados que se retiraran. Los hombres le
quitaron las esposas a Marcel y salieron en silencio.
Ella miró a los otros dos y miró a Marcel, que continuaba ligeramente
extraviado. El miedo amenazaba con volcarle el estómago, pero lo estudió
lo más analíticamente que pudo. Tiene las
pupilas muy dilatadas. Definitivamente, Marcel estaba bajo los efectos de
alguna porquería que le agitaba la respiración; las manos le temblaban mientras
abría y cerraba los puños.
Lo drogaron...
Recorrió atropellada los nombres y efectos de cuanta mierda recordaba del
nomenclador de drogas peligrosas. Alucinógenos,
anfetaminas, efedrina; un cóctel mortal de todo eso junto... Dio un paso adelante y un apretón brusco en el
brazo la hizo desistir.
Marcel pareció verla por primera vez, pero la mirada que le dedicó estaba despojada de
cualquier sentimiento humano. Un flashback la mareó. “Mátela, Maurizio, es una
orden”, y Marcel tenía la misma mirada vacía mientras levantaba el arma.
— ¿Qué le pasa? ¿Qué le hicieron?— susurró.
Ortiz respondió a sus espaldas.
— Recordarle lo que es. Una vez logrado, el condicionamiento de la Orden siempre funciona.
Aunque personalmente no esté de acuerdo con ciertas metodologías, debo admitir
que Hamad hizo un trabajo impecable con Dubois. O debería decir De Biassi.
Odette sintió la tierra moverse bajo sus pies mientras Ortiz continuaba
con expresión indefinible.
— Un asesino profesional con placa de oficial de policía. El arma
perfecta.
****
Ortiz cerró las puertas y operaba un tablero disimulado entre las
molduras de la pared, cuando Marcel le cayó encima de un salto, lo golpeó y lo desarmó.
— Este asesino profesional está listo para matar, coronel. ¿Quién podría
impedirmelo ahora? Ni siquiera necesito un arma— Marcel apretó el brazo alrededor del
cuello del coronel y le hundió la pistola en la garganta—. No sabe lo bien que Hamad
me entrenó.
— No pueden ir a ninguna parte. Si salen de esta habitación, son
cadáveres— jadeó Ortiz.
— No pienso irme solo: ustedes vienen conmigo.
— No haga estupideces, Dubois. Mis hombres no tienen su excelencia pero
tienen buena puntería. No puede cubrir todos los flancos.
— Vale la pena intentarlo. ¡Muévase!— ladró Marcel, tironeando del
coronel.
— No entendió, Dubois— terció el viejo desde su silla—. La orden
es de dispararle a ella, no a usted— hizo una pausa de efecto—. Usted lograría
confundir a nuestra gente el tiempo suficiente para salir, pero la
comisario no tiene oportunidad y usted lo
sabe: no hay mujeres en la
Orden. Ella tuvo suerte: se salvó de Prévost y de usted—
Marcel tuvo un sobresalto y el viejo
continuó con regocijo sombrío—, pero creo que su buena estrella se acabó esta
noche. Haga lo que le pido y se van; trate de evitarlo y la matan.
Hubo un silencio asfixiante. Condenado
viejo de mierda, lo tenías todo calculado. Ahora entendía la sofisticación
y la femineidad de la ropa que le habían traído: si la hubieran hecho vestir de
rojo habría sido lo mismo. El viejo sonreía con tal malignidad que la hizo
retroceder un paso completo.
— Está dudando, Dubois y ese es un punto a nuestro favor. La vida de un
rehén vale mucho, ¿verdad?, sobre todo si ese rehén es un compañero. En cierto
sentido, Ud. es mejor de lo que yo esperaba, aunque una vacilación semejante no
sea la ideal en un miembro de la Orden. Quizás sea esa parte de su conciencia que
conserva una ética diferente de la nuestra. De cualquier manera necesitamos de
sus servicios. Negociemos, le estoy ofreciendo un trato razonable— insistió —. Hace el
trabajo para nosotros y se va con ella viva. Insista en la negativa y también
se irá, con un cadáver difícil de justificar. Una auténtica mancha en su
expediente de la PN.
¿Quién le creerá cuando lo encuentren con el cuerpo de la mujer que además de
ser su superior es su amante, y que lo descubrió acostándose con otras mujeres
por media Europa? La comisario estaba tan desquiciada que le mostró las
fotografías a un subordinado y a su superior. Y usted tiene antecedentes de
violencia física con ella, ¿cierto? Está concurriendo a terapia por ese motivo.
En un juicio, lo mismo que para IGPN, toda esa evidencia pesaría demasiado.
Odette enrojeció de furor. ¡Hijos de puta, para eso querían las putas fotos de
mierda! Marcel respiraba con fuerza y la mano que sostenía
el arma vaciló.
— ¿Qué mierda quieren?— farfulló Marcel sin soltar a Ortiz.
— Secuestraron al hijo de José en Buenos Aires y lo trajeron a Francia. Encuéntrelo
y tráigalo, y a los
que se lo llevaron— no era una explicación: era una orden de alguien muy
habituado a darlas.
— ¿Y los secuestradores lo trajeron lejos de
donde los familiares pueden pagar el rescate? ¡Cuéntele su historia a otro!—
rugió Marcel y empujó al coronel con el
arma.
— No es sólo el dinero— Ortiz respondió—. También quieren... otras cosas. No puedo permitirlo.
— ¿Y qué es esa “otra cosa” tanto más importante que su propio hijo?
— Archivos. Quieren... los registros de la Orden.
— ¿Cuáles?— Marcel exigió—
¿Los entrenados? ¿Registros bancarios? ¿Clientes?
— Datos de gente a la que
ayudamos a... digamos, reubicarse
después de la Segunda
Guerra — el viejo respondió por Ortiz.
— ¿El MOSSAD se les metió en casa?— Marcel no
ahorró en sorna.
— Eso parece.
— ¿Y eso es lo que le exigen? ¿Registros de hombres que seguramente ya
estén muertos? ¡Vamos! ¡Es a Ud. a quien quieren! — restalló Odette señalando
al viejo con el mentón.
— Chapeau (1) ,
comisario— el viejo soltó una risita sarcástica.
— Entonces no necesita a Dubois— replicó ella, sin
contenerse—. Los parientes de sus amigos
SS le deben unos cuantos favores: ¡pídaselo a ellos!
— Dubois es mejor— el viejo sonrió y la
expresión de lobo le llegó a los ojos fríos—. Y yo sólo quiero lo mejor. Siempre. No quiero a
nadie más para rescatar a Fernandito.
Fernandito... ¿por qué el diminutivo?
— ¿Qué edad tiene Fernandito?— preguntó ella antes de darse cuenta de que lo
hacía.
— Seis años— Ortiz respondió antes que el viejo.
Jaque mate, comisario, hay un crío inocente de por
medio. La sensación de impotencia tomó entidad palpable y
le oprimió la garganta, ahogándole las protestas. Cerró los ojos y se tragó los insultos. Cuando los abrió, Marcel
había bajado el arma.
— Aceptamos o morimos. ¿O hay una tercera opción?— Marcel escupió entre
dientes.
— Una de las cosas que más me agradan de usted, Dubois, es que nunca se
engaña respecto de una situación— respondió el viejo, filoso como una navaja.
Marcel alejó a Ortiz de un empujón y tiró la pistola con rabia sobre la
mesa. El coronel la tomó al vuelo y la metió en la cartuchera mientras giraba
para enfrentársele. Se iban a las manos cuando el viejo intervino.
— José, nuestros invitados comprendieron la situación. Sentémonos a
hablar de lo que hay que hacer... Y considérenlo un acto de servicio. Ahora,
compórtense todos y siéntense a la mesa— los amonestó como a colegiales.
Viejo de mierda, porqué no te vas a reprender a tu... Marcel se guardó los pensamientos altamente escatológicos
acerca del geronte.
— Está bien, tatita— murmuró
Ortiz y se dirigió a ellos—.Siéntense, por favor.
Odette y él ocuparon sendos lados de la mesa. Ortiz volvió con una
botella de whisky y cuatro vasos de cristal exquisito. Sin preguntarles, sirvió
generosas medidas para todos y se sentó a beberse la suya con expresión
reconcentrada. Luego comenzó a hablar.
— Se llevaron a Fernandito de la puerta de mi casa. Atacaron a la niñera
y mataron a los guardaespaldas. El resto del personal estaba aterrorizado por
el tiroteo— Ortiz terminó su whisky de un trago—. Lo sacaron del país con documentación falsa, en un
vuelo de línea, y hubo una mujer entre ellos para simular que
viajaba con ambos padres porque de otra forma deberían haber tenido un poder
autorizando la salida del país.
El coronel hizo silencio sin mirar a nadie y después de una vacilación,
se sirvió otro whisky tan generoso como el primero. Los ojos del hombre
asomados por el borde del vaso, recorrieron la silueta femenina, se apartaron y
volvieron. Marcel lanzó una ojeada hacia Odette, que escuchaba con la cabeza gacha, pálida e
inmóvil, y el recuerdo de las proyecciones le estrujó las entrañas. No te saca los ojos de encima. Le cortaría
la garganta nada más que para darme el gusto de verlo
desangrarse como un marrano. Se tomó el
whisky que no había pedido pero que ahora necesitaba. Nos tienen agarrados de las pelotas.
— ¿Qué pasa con nosotros si logro traer a su hijo de regreso?— preguntó
Marcel. La otra parte de la pregunta era ociosa: si no lo consigo, caput. Sourire kabyle (2)
— Se van— respondió Ortiz en tono neutro.
— ¿Así de sencillo?— insistió sarcástico.
— Ese es el trato— el viejo intervino—. Ella ya lo sabe.
Odette le lanzó al viejo una mirada rabiosa y bajó la vista. Marcel no se
perdió el gesto. ¿Un trato? ¿Entonces lo
que dijo aquel hijo de puta es cierto? ¿Te vendiste a este Ortiz creyendo que
serviría de algo? ¡Estúpida! Nos van a matar a los dos. El pulso de
violencia le aceleró los latidos.
— Se lo repito: pienso cumplir con mi palabra— insistió el viejo—. Siempre
la cumplo.
Marcel estaba a punto de abrir la
boca para emitir su pobre opinión acerca de la palabra del viejo de mierda, cuando
unos golpecitos discretos a la puerta le ahorraron la molestia: la comida
acababa de llegar.
(1) Felicitaciones
(2) (El gesto de cortar la garganta)