POLICIAL ARGENTINO: 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 51


VIERNES, ONCE DE LA NOCHE, EN UN DEPÓSITO DE FERROCARRIL DEL Xº ARR.

El auto se detuvo en un callejón sucio y lleno de basura del X° arrondissement. Dos o tres figuras demasiado borrachas o pasadas de droga como para correr, se alejaron de las luces del auto, tambaleándose en dirección a la estación de tren.
— ¡Baje!— Corrente la tomó del brazo.
 Odette entrevió al conductor y la sorpresa la hizo detenerse.
— ¡Rinaldi! ¡Por fav...!— tironeó para acercársele pero Corrente la arrastró por el asiento.
 —¡Le dije que bajara!— el tipo mordió las palabras.
 Le agarró ambas muñecas y enlazándola por el cuello, la llevó hasta un portón carcomido por el óxido y cerrado con una cadena y un candado gruesos. Otro automóvil se detuvo el tiempo suficiente para que el pasajero se apeara; luego se alejó marcha atrás y con los faros apagados. El que había descendido se acercó y ella sintió que el corazón se le precipitaba en caída libre: Ayrault. El hombre la recorrió con una mirada feroz.
— Por fin nos vemos las caras, putita— Ayrault sonrió y la sonrisa se le deformó descubriéndole los dientes.
— Nosotros cumplimos con todos sus pedidos— Corrente lo interrumpió—. Su turno— le tendió un teléfono celular y retrocedió, arrastrándola consigo.
Ayrault tomó el teléfono y tecleó, con la cara retorcida de rabia.
Sin aflojar el abrazo brutal, con la mano libre Corrente liberó el candado, entreabrió una de las hojas del portón y la empujó dentro, con tanta fuerza que ella estuvo a punto de dar al suelo. El lugar era un depósito de techos altísimos, vacío excepto por una mesa en el centro del espacio enorme y desnudo. Cuando se acostumbró a la luz mortecina del lugar, vio que contra la pared opuesta a la entrada había una serie de bultos mal apilados hasta más de la mitad de la altura del depósito. Antes de poder darse cuenta de lo que pasaba, Corrente le esposó la muñeca izquierda a un caño a la altura de su cabeza, junto a una columna.
— ¡Por favor— suplicó —, ese hombre es un asesino...!
 — De eso se trata, comisario— los ojos del hombre brillaron—. Él quiere matarla antes de irse y los servicios que le ofrecimos la incluyen a usted.
El miedo pánico la paralizó y le trepó por el cuerpo. El zumbido que escuchaba dentro de su cabeza provocándole vértigo era la sangre que le corría enloquecida y la aturdía. Algo húmedo y ardiente le corrió por la cara cuando escuchó correr los eslabones y después el chasquido seco del candado.

 ****

— Ya está— Ayrault farfulló entre dientes—. Verifique su cuenta si quiere.
Corrente sonrió meneando la cabeza y le cambió el celular por la llave del candado.
 — Creo en su palabra. No demore: no tenemos demasiado tiempo.
Ayrault no se molestó en responder mientras entraba. Corrente cerró el portón y el candado sin hacer ruido y le entregó el celular a Rinaldi. El teniente lo conectó a su laptop y se concentró en lo que estaba haciendo durante varios minutos. Cuando terminó, avisó por el mic que colgaba de su cucaracha:
 — Transferencias terminadas. Final de la transacción habilitado— Rinaldi cerró la laptop y miró al italiano con desprecio.
Corrente lo evaluó de un vistazo y torció la boca en una sonrisa desagradable.
— Deduzco que no le gustan mis métodos— comentó mientras encendía un MS.
Rinaldi apretó los labios con disgusto y Corrente se encogió de hombros
— Me tomo muy en serio mi trabajo, teniente.
 — El trabajo de verdugo.
— Prefiero llamarlo “ejecutor”. Ejecuto órdenes. Cualquier orden.
 — Dudo que el señor conde le haya dado una orden semejante.
— Digamos que es mi “toque artístico”. El señor conde siempre lo ha apreciado.
Rinaldi se ahorró el insulto que le llenaba la boca y le dio la espalda.
 — No demorará mucho— aseguró el italiano —. Mejor así: no quiero perderme el noticiero.

 ****
Jumbo miró de reojo la pantalla del localizador en el que Dubois tecleaba frenético.
 — El X°— murmuró Dubois casi sin voz —. Perímetro de la Gare d’Est.
Con un ojo en la crucecita roja del localizador y otro en la avenida, Jumbo dio un volantazo suicida y tomó una calle de contramano. No te apagues, no te apagues... le rezó al celular de Marceau.
 — ¡Cristo, es uno de esos pasajes de mierda detrás de la estación...!— jadeó Dubois.
— Tranquilo, sé cómo llegar— puso una mano prudente delante del localizador que su compañero amenazaba destrozar con el puño.
 Dos o tres calles más de contramano y se detuvieron antes de la bocacalle. Dubois estuvo a punto de tirarse del auto y él lo agarró por el brazo.
— No sirve de nada que vayas como un loco.
Los ojos de Dubois brillaron furiosos.
— ¡La va a matar, boludo!— y lo que brillaba en la mirada de Dubois se le deslizó por la cara contraída de desesperación.
— No está solo, lo sabemos por los teléfonos. Quienquiera que esté ahí afuera esperando a Ayrault, estará prevenido. Suponemos que son tipos de la Orden que Ayrault no conoce. ¿Qué tal si no es así?
 Dubois forcejeó y Jumbo lo sacudió.
— ¡Carajo, si no vas a ir con la cabeza fría mejor que te quedes cubriéndome!
Dubois se pasó la mano por la cara y el pelo, y asintió sin poder hablar todavía.
— Vamos. Estoy bien— soltó el aire y aceptó la cucaracha y mic que le tendía.
 Dos autos se detuvieron detrás de ellos: eran los refuerzos que había pedido Michelon mientras ellos violaban a sabiendas todas las reglas de tránsito. Jumbo le tendió una pistola a Madame y ella lo sorprendió sacando otra de su bolso.
 — Vivimos tiempos difíciles— Michelon espió por encima de su hombro—. Apúrese, Dubois se va.
— ¡Carajo!— Jumbo voló detrás de Dubois, que corría como en medio de un try.

**** 
— ¿Cómo estás, putita?
El hombre avanzó hacia ella disfrutando de cada paso y ella se encogió de terror, respirando con la boca abierta porque el aire no le alcanzaba. Las lágrimas se le colaron entre los labios. Con un tirón de pelo brutal, le echó la cabeza hacia atrás. Sintió el frío de un arma rozarle el cuello y apretó los ojos muy fuerte; las lagrimas le rodaron hasta las orejas.
— No, muñeca, no te hagas ilusiones. Esto va a durar un buen rato todavía...
 La empujó contra la columna y el cañón bajó rozándole los pechos; siguió por el estómago y se detuvo un instante al alcanzar el borde del vestido. Le enderezó apenas la cabeza para obligarla a ver cómo el cañón le levantaba el vestido por encima de los muslos y le alcanzaba la entrepierna. La sonrisa de la bestia se amplió hasta transformarse en una mueca monstruosa.
— Te estás muriendo de miedo, perra...— le estrujó la cara hasta que el sabor de la sangre le llenó la boca—. Disfrutémoslo juntos ¿eh? — el animal empujó el arma violentamente hacia arriba y el impacto la hizo gritar. — Esto no es nada comparado con lo que te va a pasar. Deberías agradecer que sea la .44 y no yo — jadeó pegado a su oreja.
Odette sollozó, sin aliento para mantenerse en pie. El cañón se frotaba contra su cuerpo en un vaivén obsceno pero no se atrevía siquiera a usar la mano libre para detener al tipo. El arma cambió de posición y la boca del cañón le apuntó a la vagina, empujando con rabia. El terror le hizo contener la respiración.
— ¿Y, putita? ¿Quién primero: ella— movió la pistola —, o yo? No te escucho... — acercó la oreja hasta su boca —. Mmm, nada. Te quedaste muda. ¿Qué tal si te doy a probar?
 El miembro del tipo se endureció contra su cuerpo. La mano que la agarraba del pelo la soltó y se metió por debajo del vestido. Retorcerse de miedo y tratar de apartarse fue un reflejo que no pudo evitar, como no pudo evitar que la golpeara en la cara con el dorso de la mano. Le subió el vestido casi hasta la cintura y el metal recorrió el borde de encaje del calzón. Cerró los ojos ahogada de miedo, mientras él la insultaba y se mofaba de ella.
— Arrastrada, te gusta la lencería cara, ¿eh? ¿A que tenías que encontrarte con algún macho? Qué bueno, yo te encontré primero— el cañón empujó la tela hacia abajo —. Foulquie reventó, me contaron. ¿Quién vendrá esta vez a sacarte, comisario? Uh, no viene nadie...
El bulto contra su cadera era cada vez más grande y rígido. El tipo jadeaba de excitación mientras la humillaba con el arma.
— ¿No vas a golpearme?— le atrajo la cara hacia la suya y el aliento del hombre se mezcló con sus sollozos—. Pedí que te dejaran una mano libre para eso. La primera vez te di asco, ¿eh perrita?, pero parece que ahora te gusta porque no te escucho quejarte, ¿eh? ¡Te gusta, puta, siempre te gustó! A todas les gusta...— rugía — ¿Se creen que esto me basta? No, preciosa, no alcanza con que te abras de piernas... Yo quiero más... Vas a darme cada cosa que te pida... Con tal de salvar la vida me lo vas a dar lo mismo que las demás... Estúpida, putita imbécil... Son todas iguales...
 Retiró la pistola bruscamente y la soltó, y ella hubiera caído si no hubiera estado esposada al caño. Por un instante, la presión espantosa en el diafragma se le alivió, pero el animal no tenía pensado darle respiro.
 — ¡De rodillas, puta! ¡Es una orden!
 La empujó violentamente al suelo y ella quedó colgada de la muñeca esposada, que había comenzado a sangrarle. Él se apartó lo suficiente para amartillar el arma y ponérsela en la frente. Luego se desabrochó el cinturón y se desprendió la bragueta.
 — Hace diez años que espero este momento... La boquita bien abierta, muñeca...

 ****
 Marcel le hizo señas a Jumbo, señalando con la Beretta el auto detenido frente al portón carcomido por el óxido. Jumbo asintió seco: él se encargaría de los ocupantes del auto. Marcel se señaló la cucaracha en la oreja izquierda y Jumbo levantó el pulgar. Guiado por un técnico de Paworski desde uno de los autos, Marcel rodeó el edificio buscando la entrada trasera del depósito. La puerta estaba cerrada pero no se veía ningún tipo de cerradura o candado. Apoyó la mano en la hoja metálica y ésta cedió. Volvió a empujarla, hasta que quedó una abertura como para pasar el cuerpo pero no mucho más: algo la frenaba del otro lado. Con cuidado infinito asomó primero el brazo con el arma y luego la cabeza, y encontró el obstáculo: montones de cajones de madera medio podrida, arrumbados unos encima de otros de cualquier manera, hasta más de la mitad de la altura del galpón. Entró y cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido y escuchó la voz de Ayrault. A punto de rodear las pilas de cajones, la cucaracha cliqueteó en su oído.
— Los del auto son gente de Ortiz— la voz de Jumbo siseó metálica —. Adentro hay un tipo de la Orden para liquidar a Ayrault. Ayrault está desarmado. Nosotros ...
Dejó de prestar atención a las boludeces de Jumbo: Ayrault rugió un insulto, se escuchó un chasquido seco y violento y después, los gritos y sollozos de Odette. Marcel sintió que las piernas no le respondían: el hijo de puta la había golpeado. Se olvidó de todas las idioteces que había prometido en un momento de cretinismo y sentido del deber. ¡Te voy a matar, escoria de mierda!
— ¡Dubois...! — chillaron por la cucaracha y él se la arrancó. Estoy ocupado.
 Se metió como pudo entre las hileras mal acomodadas y sucias, mientras Ayrault continuaba aullando obscenidades y amenazas. El pulso se le disparó frenético cuando quedó atrapado entre dos columnas de cajones y Ayrault le gritaba a Odette se pusiera de rodillas. Forcejeó desesperado y un clavo que sobresalía de la madera le desgarró la camisa y la piel. Aguantó un gruñido de dolor. Una sombra se deslizó en el extremo del ángulo de visión de su ojo izquierdo: ¿el hombre de la Orden del que hablaba Jumbo? La sombra avanzó con cautela, sin dar señales de haber notado su presencia. Trató de desenganchar la putísima tela, que se empeñaba en enredarse cada vez más en el clavo de mierda, y un tirón brusco hizo que los cajones se balancearan. Se paralizó. Lo único que me falta es una avalancha y que este tipo empiece un tiroteo. Trataba de equilibrar la pila cuando los gritos de Ayrault le taladraron el cerebro y dejó de preocuparse por el tipo y el derrumbe.
 Los vio cuando alcanzó la primera fila de bultos mugrientos: ella estaba de rodillas, casi colgando de la muñeca retorcida y sangrante; los sollozos la sacudían. Después, no vio nada más que el túnel y al animal al final del túnel por el que él se lanzaba. Un frío helado le recorrió la espina dorsal, mientras todo su cuerpo se preparaba para matar, liberado de cualquier otra sensación. Ni siquiera escuchó el estruendo de los cajones.
Pero cuando Ayrault giró hacia él tenía una pistola en la mano y era demasiado tarde para cualquier cosa.
Así y todo, mientras disparaba se retorció en el aire de un salto, para salir de la trayectoria del proyectil que apuntaba a su cabeza. Algo lo golpeó en el medio del pecho, arrastrándolo hacia los cajones y la cabeza le dio contra uno. Su propia bala terminó arrancando esquirlas de una pared. El chaleco antibala se le incrustó en el esternón. Piernas y brazos se negaban a responder a las órdenes de su cerebro atosigado de adrenalina. Un calibre de los grandes. ¿De dónde mierda la sacó? ¡Carajo, me falta el aire! Dejó caer la cabeza hacia atrás para respirar mejor y los gritos de Odette lo congelaron. Una sombra ominosa se le acercó: Ayrault, con el cinturón todavía desabrochado. Intentó mover la mano con que sostenía la Beretta y el pie del tipo le aplastó el brazo contra el piso. Ayrault se inclinó sobre él, precedido por la boca horrorosa de una Magnum.

 — Boludo de mierda...— la sonrisa espantosa se deformó en una mueca de odio mientras el cañón se acercaba a su frente. El cuerpo entero seguía sin responderle y se ahogó de impotencia al escuchar las súplicas desesperadas de Odette. Te fallé, nena, que Dios me perdone. Un estampido saturó el aire asfixiante del lugar. Te amo y no te pedí perdón... Las lágrimas le quemaron la cara cuando cerró los ojos.

**** 
Algo espeso y caliente le mojó la cara y la garganta, y cuando quiso moverse un peso tremendo se lo impidió. ¡Respiro! Levantó la cabeza como pudo, entreabrió los ojos y vio el cuerpo de Ayrault atravesado encima de él: por el agujero rojo brillante abierto en el occipital, le escurrían sangre y masa encefálica hacia el cuello de la camisa y por los lados de la cabeza. Una forma oscura se inclinó, arrastró el cuerpo a un lado ayudándose con los pies, y le tomó el mentón para mirarlo a los ojos.
— ¿Está bien? ¿Me escucha, Dubois? ¡Dubois!
Asintió sin aliento y logró golpearse el pecho sobre el chaleco y levantar el pulgar.
 — ¿Puede moverse? — el hombre no esperó a que él respondiera y le pasó un brazo por debajo de los hombros para ayudarlo a sentarse.
 Cuando pudo enfocar un poco mejor la vista, lo reconoció: el coronel Ortiz. El “hombre de la Orden” que debía liquidar a la bestia de Ayrault.
 — Lo siento de veras. No sabíamos que Ayrault estaba armado— Ortiz dijo a media voz—. Le hubiera disparado mucho antes pero tenía encañonada a la comisario Marceau.
Marcel sacudió la cabeza y el esfuerzo por respirar lo hizo toser. Estaba desesperado por preguntar por Odette pero el aire no le alcanzaba. Escuchó que Jumbo trataba de calmar a alguien que gritaba fuera de sí y al levantar la cabeza, vio correr a Odette hacia él, llorando, perseguida por el pobre Meyer y alguien más.
Él no podía articular palabra: el pecho le dolía tanto que se le nublaba la vista y no podía sostener el cuello.
Las manitas temblorosas de Odette le tomaron la cara y recorrieron las manchas de sangre, tratando de descubrir en dónde estaba herido. Sus deditos frenéticos tironearon de los botones de la camisa y encontraron la rigidez del chaleco y el proyectil incrustado.Él quería tranquilizarla, decir media palabra coherente pero boqueó como un pez fuera del agua: no hubiera podido hablar ni para salvar la vida. Ella se miró las manos sucias de sangre, volvió a tomarle la cabeza y lo miró con ojos enormes de miedo. Él enfocó la visión con esfuerzo y distinguió al insecto de Corrente detrás de Meyer.
 — ¡Por Dios, capitán, no sabíamos que el tipo estaba arma...!
Corrente no terminó la frase: un tortazo de Jumbo lo arrojó contra unos cajones, a unos buenos cinco metros de ellos. El italiano quedó despatarrado y si le dolía algo no osó quejarse.
Marcel sintió las manos de Odette repentinamente frías. Rígida y blanca como la cera, cayó desmadejada a sus pies, como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos de un solo golpe.
 — ¡Jefe!— Meyer gritó asustado y la levantó en brazos con delicadeza infinita.
Ella parecía no tener peso y su palidez era aterradora. Jumbo miró a Marcel, acongojado y con los ojos llenos de lágrimas. Ortiz dio un paso hacia Jumbo y sosteniendo la muñeca ensangrentada, rozó la cara de porcelana, tan pálido que parecía gris.
 — Qué le hicimos— murmuró Ortiz.
SAMU- Paris

Luego se agachó y lo rodeó con un brazo para ayudarlo a incorporarse. Desde la calle llegaron varios tipos de verde trayendo camillas. Él se desplomó en una y le plantaron una mascarilla de oxígeno en la cara que le impedió ver qué hacía Jumbo con Odette. Ni siquiera pudo forcejear con los médicos, que lo sujetaron con correas y lo metieron en una ambulancia. Lloró de dolor mientras le sacaban el chaleco y después perdió la conciencia. Nadie se preocupó en averiguar si Corrente estaba en condiciones de seguirlos.

lunes, 22 de octubre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 50

QUAI DES ORFÊVRES, VIERNES POR LA NOCHE

 Michelon salió de su despacho pálida de contrariedad, y cuando abandonaba tan intempestivamente su centro de operaciones, por lo general había buenos motivos para alarmarse. El escaso personal civil y policial que todavía circulaba por los pasillos hizo lo posible por tornarse invisible.
 — ¡Laure! ¿Dónde está Marceau? — preguntó con brusquedad, asomándose a la oficina.
— En su despacho...— Laure se encogió de hombros.
— No responde al interno.
— Es posible que ya se haya ido, son las nueve.
— ¡Jesús, localícenla ya! ¡Y quiero a Meinvielle! ¡Aquí, no al teléfono! ¡En diez minutos! ¡Y busquen a Marceau!
La mirada de alarma de Madame era suficiente para movilizar al escuadrón de Desaparición de Personas. Laure salió corriendo detrás de Michelon, que volvió a su despacho con un montón de faxes en la mano. 

****


El capitán Bernard Meyer buscaba un expediente en su cubículo microscópico, cuando su celular vibró insistente. Intentó no hacer caso y continuó la búsqueda pero el celular seguía sonando. Por la persistencia, Jumbo dedujo adecuadamente de quién se trataba aún antes de leer el nombre en el display.
— Sí, mamá, todavía estoy en el trabajo... Haré lo posible, te lo prometo.... Mamá, a los delincuentes no les importa que yo sea judío y que hoy sea viernes.... Está bien. Un beso.
Logró cortarle a su madre, maldiciéndose por enésima vez por haberle dado el numero en un momento de debilidad filial yiddish. Manoteó el expediente que hacía equilibrio en el tope de la pila interminable acumulada sobre su exiguo escritorio. El celular vibró otra vez y su hermana, preocupada por la precaria salud de su madre y la falta de interés de su hermano menor en la misma, recibió una respuesta bastante menos diplomática. Se prometió que el lunes pediría que le asignaran un número nuevo.
Habiendo establecido que un café no le vendría nada mal y que Sully ya se había ido, se fue por sus propios medios hasta la máquina. Volvía con el vasito descartable cuando vio a Marceau salir de la oficina rumbo a las escaleras, pálida y silenciosa como un alma en pena. Su fragilidad y su desolación lo conmovieron, aunque a Jumbo jamás se le ocurriría planteárselo en esos términos.
Carajo, está hecha mierda.
Sacudió la cabeza y trató de concentrarse en la burocracia del Quai, sin resultados positivos. Lanzó un vistazo al cubículo de Dubois, que había estado vacío todo el día. De hecho, el capitán Dubois casi no estaba poniendo pie en su lugar habitual de trabajo y cuando lo hacía, se comunicaba con monosílabos con el resto del personal. A las preguntas por la salud de su padre, el coronel Dubois, respondía con un gruñido parecido a “estámejorgracias”. El noticiero de las ocho, más conocido como cabo Bardou, se había ocupado de difundir las actividades supuestamente mafiosas de Dubois, deducción no del todo antojadiza, extrapolada de sus frecuentes llamadas en idioma italiano a personajes de telenovela peninsular llamados Donna Valentina, Mario Varza y otro completamente impronunciable y por lo tanto más sospechoso todavía.
La estridencia del interno lo irritó tanto que respondió de mala manera. Era Laure y Jumbo se disculpó de inmediato.
 — ¡Bernard, qué suerte que todavía estás! ¡Michelon quiere que subas ya mismo!
 — Laure, ¿qué...?
 Por el clac estruendoso que siguió, Laure había lanzado el auricular sobre la horquilla y cuando lo hacía lo mejor era subir a velocidad supersónica, que fue lo que Jumbo hizo.

 ****
Pasillos de La Santé 
— Ayrault escapó — Michelon ni siquiera esperó a que Meyer se sentara para soltar la bomba.
— ¿Cómo es posible? ¿De La Santé?— El capitán se quedó con la boca abierta mientras revisaba los papeles que Madame le alcanzó.
 — Vestido como guardia penitenciario. ¡Idiotas!— estalló Michelon
— No tiene sentido...— Meyer enmudeció en medio de la frase—. Sí, sí lo tiene. Busquemos a Dubois: él sí sabrá cómo rastrear a Ayrault.
 **** 

Odette dio media vuelta y regresaba corriendo al Quai cuando los faros de un automóvil la encandilaron. Se protegió la cara con los brazos y vio que el auto venía hacia ella. Pivotó de un salto y se lanzó a cruzar la avenida. Mientras corría, el celular volvió a sonar. Lo abrió esperanzada pero la voz del otro lado ni siquiera la dejó terminar la frase.
— No te vas a escapar esta vez, putita.
Clic.
Hubiera estrellado el celular contra el suelo pero un chirrido de neumáticos a sus espaldas la alarmó. Miró por encima del hombro: una figura oscura se había apeado y corría tras ella. El auto aceleró. Buscó su arma en el fondo del bolso y alargó los pasos pero el hombre era mucho más rápido que ella y la alcanzó. Giró furiosa y lanzó la pierna derecha a la entrepierna del tipo mientras disparaba, pero el otro tenía una agilidad fulmínea y de un salto esquivó su pierna y el tiro, volteó en el aire y la desarmó golpeándola con el filo del pie. Ella volvió a correr pero una zarpa la agarró por el cuello y subió hasta aplastar su boca. El hombre la empujó contra la pared, sin importarle que ella lo pateara con toda la fuerza de que era capaz. 
Ferma... — siseó el tipo y ella reconoció la voz de Corrente—, ferma perchè te la faccio pagare qui! (1)
 El auto los alcanzó y el italiano la llevó en vilo sin esfuerzo. La tiró en el asiento trasero y el que iba al volante arrancó a velocidad demente, antes que Corrente cerrara la puerta. Ella trataba de alcanzarla cuando escuchó el siseo y el clic del seguro, y el italiano la enlazó por el cuello con el brazo y apretó. El celular sonó en su bolso. Corrente le puso el cañón obsceno de un Colt en la garganta.
 — ¡Responda!
—¡Váyase a la mierda!— se revolvió y lo pateó, y él la sacudió por el pelo hasta que le saltaron las lágrimas, pero siguió pateándolo y dándole codazos a pesar del dolor y los sacudones.
El tipo se le tiró encima para dominarla.
Piccola troia ...!(2) ¡Responda de una puta vez!
 Forcejearon y en tanto el teléfono dejó de sonar. La sangre le pulsaba en las sienes y el ruido no la dejaba pensar.
 — No vuelva a desobedecerme, comisario— gruñó Corrente encima de ella y sin soltarla—. No sabe cuánto me excitan las mujeres que juegan sucio, así que deje de provocarme o esto termina antes de empezar.

— ¡Cerdo imbécil!— sacudió la cabeza para golpearlo en la frente y acertó.
 El mayor ahogó un rugido pero no se movió de encima de ella.
— Stai ferma!— la amenazó mostrándole el dorso de la mano derecha.
Ella disparó la rodilla a la entrepierna del tipo pero él le leyó la intención en los ojos y le agarró el muslo en el aire, apretando hasta obligarla a ceder. Ring otra vez. Él le dedicó una mirada asesina mientras la enderezaba de un tirón.
 — ¡El teléfono!
Tanteó en el bolso temblando de rabia y miedo, como si el maldito artefacto fuera un hierro al rojo y entonces comprendió un detalle que, en medio de la desesperación, se le había escapado: no era el celular oficial de la Brigada, sino el del número que había usado para sus comunicaciones con ese hijo de puta de Corrente.
Con los dedos casi rígidos sacó el otro teléfono y presionó las teclas. El primer celular seguía llamando; ella soltó el que tenía en la mano dentro del bolso y agarró el que sonaba. Corrente le hizo una seña brusca que ratificó empujándole la cabeza con el Colt.
— ¿Qué te pasa putita, que no respondías?— gruñó el monstruo del otro lado—. ¿Te doy miedo? Estoy cerca, perra, muuuy cerca... ¿Te están trayendo a verme? ¿No me extrañaste todos estos años?
 — Cretino de mierda...— murmuró sin poder ahogar del todo un sollozo.
— Esperé mucho pero ya no puedo esperarte más, no tengo tiempo. Nos vemos en un ratito, ¿eh?
 Clic.
Ella se quedó mirando el teléfono como si fuera un bicho maligno y Corrente le llamó la atención con un sacudón.
— Ayrault volverá a llamarla. No se le ocurra hacer nada raro como no responder, tratar de bajarse, patearme o atacarme, o llamar la atención de alguien, ¿está claro?— bajó el martillo del revólver para confirmar sus amenazas.
— Escoria...
 — Me llamaron cosas peores. 
— ¿Por qué mierda hace esto?
— Porque me pagan muy bien, comisario.
 — ¡Hijo de puta!— gritó con la garganta apretada por las lágrimas.
— No me malentienda: no es nada personal— Corrente sonrió disfrutando de la situación—. Los que me contrataron me pagan por Ayrault. Usted no les interesa: es nada más que el anzuelo.
 El teléfono volvió a sonar y Corrente lo señaló con una sacudida del mentón. Mientras ella lo abría usando ambas manos por lo mucho que le temblaban, Corrente le mostró los dientes.
 — Así me gusta. Brava ragazza.(3)

*** 

Dubois se quedó rígido junto a la puerta de la habitación de su padre cuando los vio llegar a los tres juntos por el corredor del hospital: Michelon a la cabeza, flanqueada por la vieja psicóloga forense Meinvielle, y por último Jumbo, escoltando a las damas terribles.
Cuando Dubois terminó de escuchar, la expresión se le volvió granítica. 
— ¿Cómo consiguió el uniforme?
 — Por la mañana recibió la visita de su abogado, o eso es lo que dice el libro de entradas — aclaró Jumbo. — Fue la única persona a la que vio.
 — ¿No hay videos, fotos, nada que permita identificar a ese tipo?
Michelon le dio los fax con las imágenes: era obvio que el que había entrado conocía a la perfección la localización de las cámaras en el edificio de La Santé, porque no había una sola toma que permitiera identificarlo por completo. Podría haber sido cualquier tipo con maletín, traje oscuro y camisa clara, y a La Santé ingresaban decenas como ese todo el tiempo. Dubois le devolvió los papeles a Madame con gesto cansado.

El celular de Michelon sonó: acababan de encontrar el cuerpo desnudo de un guardia en una de las celdas vacías. El hombre llevaba muerto por lo menos doce horas. Lo habían golpeado y estrangulado. En los reportes de entradas y salidas el guardia figuraba como que había dejado su puesto de trabajo en el horario habitual. La fuga de Ayrault había sido descubierta dos horas después.
— ¿Quién le pasó la información, Madame?— preguntó Dubois y Jumbo se sorprendió de la pregunta.
Michelon miró fijamente al capitán antes de responder a media voz:
 — El inspector general Lejeune. Hace menos de una hora.
— Entonces no creo que encontremos a Ayrault antes que lo eliminen.
— ¿Qué?— Madame casi dio un salto en su lugar.
 — Lo ayudaron a evadirse. Están dándole un poco de aire para que no desconfíe, pero van a hacer lo mismo que hicieron con Nohant— respondió Dubois fríamente—. Deben querer algo de él porque de otro modo lo habrían liquidado en su celda— se encogió de hombros— .Tuvieron la deferencia de avisarnos, eso es todo.
 — Un verdugo de la Orden está a cargo — afirmó Jumbo con voz neutra.
 Dubois lo miró durante un momento largo, antes de asentir con la boca curvada hacia abajo, con una expresión que hablaba a las claras de lo mucho que le preocupaba la suerte de Ayrault a manos de un verdugo de la Orden.
— Señores— siseó Michelon—, no podemos permitirlo. Quiero a ese miserable de Ayrault frente a un tribunal como corresponde. ¡Nada de limpiezas estilo Cosa Nostra! Dubois, salga de inmediato a rastrear a ese... sujeto— Madame hizo una pausa de efecto—, si es que todavía es uno de mis hombres, capitán.
— Siempre, Madame — Dubois esbozó una sonrisa de disculpas—. En cualquier circunstancia.
Si alguien entre los presentes suspiró de alivio, Jumbo no podría haber dicho quién.
— ¿Puedo hacer una sugerencia?
Todos se volvieron hacia Meinvielle.
 — Si comprendí bien la personalidad de nuestro prófugo ilustre y si de verdad queremos encontrarlo, creo que lo más inteligente que podemos hacer en primer lugar, es localizar a Marceau. Con verdugos o sin ellos, antes que cualquier otra cosa, aún antes de huir, Ayrault tratará de matarla.
 Jumbo hubiera jurado que Dubois estaba a punto de desmayarse, cuando su celular comenzó a vibrar en el bolsillo superior interno. Abrió el aparatito insultando mentalmente al que lo jodía con alguna idiotez, pero el nombre que apareció en el visor le congeló las palabrotas en la punta de la lengua.

 **** 
El hombre que esperaba en el auto le advirtió que no tenían mucho tiempo y Ayrault bufó un asentimiento. Al final, había sido su socio italiano el que le había salvado el culo ayudándolo a evadirse. Por supuesto, a Ruggieri le convenía que él estuviera libre y era evidente que se había tragado que Delbosco había asesinado a Alessandra después de usarla para traicionarlo. El abogado francés que le había proporcionado como defensor, llevaba los asuntos de Ruggieri en Francia, Argelia y Túnez.
El territorio tunecino era su primer destino; luego vería cómo continuar. No sería barato, pero cualquier cosa era mejor que las pésimas perspectivas de una visita formal al Palais de Justice. Al verificar sus cuentas telefónicamente, había descubierto que el préstamo de Montevideo no le había sido acordado, pero tampoco esperaba otra cosa. Lo mismo contaba con lo que él llamaba medio en broma, medio en serio, su “pensión para la vejez”, que hubiera preferido no tener que utilizar: los fondos de la venta de los embarques, más lo escabullido de los fondos para las campañas, en una discreta cuenta en el aún más discreto banco de las Cayman Islands.
Cuando se actúa en política se debe ser doblemente previsor. Tanteó la pistola calibre .44 en la parte de atrás del cinturón, nada más que para saber que estaba ahí. Había hecho bien en conseguirse una, porque era claro que los tipos que lo ayudaban no pensaban proporcionarle armas mientras estuviera con ellos. Era la del guardia de La Santé, el mismo al que el abogado había sobornado para conseguir el uniforme y la tarjeta magnética. Debería haber simulado un ataque y golpear al tipo lo suficiente como para dejarlo inconsciente, pero el imbécil se negó a darle el arma y tuvo que liquidarlo.
No usaría el arma con ella. Te voy a matar con mis propias manos... Será un placer, muñeca.   La sola mención de la idea le provocó un estremecimiento y le entrecortó el aliento. El espasmo le llegó hasta el escroto y la erección empezó a empujarle contra el pantalón. Le rompería el cuello entre sus dedos, escucharía el traquido de sus costillas cuando las golpeara y la miraría a los ojos cuando ella se ahogara en su propia sangre. Aquellas miradas siempre lo fascinaban. Ese brillo agónico terrible, esa desesperación y ese terror de saber que estaban muriendo; esa resistencia estéril y ese aferrarse estúpidamente a la vida que él les arrancaba a golpes. Había leído la muerte en muchos ojos de todos los colores, y la expresión horrorizada del final era siempre la misma y le provocaba siempre el mismo placer orgásmico; un placer mucho más grande y más intenso que el de someterlas a su verga. Pobres estúpidas, creían que le bastaría con poseerles los orificios del cuerpo. Su ansia era mucho más grande: él les poseía la vida y la muerte, porque el poder de decidir quién vive y quién muere es el afrodisíaco más violento. Quiero verte bien a los ojos cuando te mate.

(1) ¡Quieta porque te las hago pagar acá!
(2) Putita
(3) Buena chica

sábado, 6 de octubre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 49

HOSPITAL HÔTEL DIEU. JUEVES POR LA NOCHE 

Eran más de las nueve de la noche cuando Marcel se sentó al volante. Los autos deberían tener piloto automático y navegador, carajo. Hizo un esfuerzo por espantar cualquier pensamiento en cualquier dirección que no fuera la de volver a casa, comer algo, dormir hasta el día siguiente, enterrarse en el papelerío interminable del Quai y así secula seculorum, como lo venía haciendo desde que retomara su vida normal.
No hay nada de "normal" en tu vida, tarado. Había pensado seriamente en ver a la vieja bruja de Meinvielle. ¿Y qué le digo? ¿Qué tal, doctora, ¿sabe?, tuve la oportunidad de conocer a algunos miembros más de mi familia. Con uno de ellos tuve una relación fugaz: le vacié un cargador entero en las tripas'.
 Acababa de salir del hospital de ver a su padre. En menos de dos días Jean-Pierre le había sonsacado con habilidad digna de sus galones, información acerca de todo el operativo desde que comenzara en Génova. Se encontró contándole a su padre acerca de la Orden y de cómo habían llegado hasta la organización dos años atrás, mientras Jean-Pierre se fumaba sus Gauloises uno tras otro a escondidas de las enfermeras. Golpearon a la puerta y la enfermera asomó con la clara intención de despachar visitantes inoportunos. Él prometió que se iría en cinco minutos.
— Cinco minutos— refunfuñó la última representante de las huestes de Vercingétorix—. Y usted, apague  ese cigarrillo. Esto es un hospital, ¿no sabe que no se puede fumar?
 Jean-Pierre le tiró un beso y un anillo de humo por toda respuesta, y la pelirroja enrojeció hasta la raíz del pelo. Dio una patadita en el suelo pero se fue con un esbozo de sonrisa en la boca.
 — Es encantadora— sonrió Jean-Pierre.
— Uf, me lo imagino. Encantadora como un sargento de artillería.
 — Bah, perro que ladra...
 — Me voy antes que cambie de idea y me muerda.
 Se estaba poniendo el saco cuando el comentario aparentemente inocente de su padre lo congeló.
— Odette pasó a verme esta mañana.
Marcel gruñó algo así como un “Ah” porque estaba atragantado con su propia saliva. Jean-Pierre continuó:
— Parecía un animalito escapado de un incendio en el bosque.
 Tenía que volverse y mirarlo a los ojos aunque más no fuera para despedirse pero le faltó coraje y se escondió detrás de un Gauloise.
— Hasta mañana. Te dejo dos o tres— Marcel apoyó los cigarrillos en la mesita de noche.
Jean-Pierre lo miró largamente antes de devolverle el saludo.
— Como quieras.
Se quedó sentado en el auto, en la oscuridad del estacionamiento. ¿Qué puedo decirte, que no podemos hablar como adultos razonables? ¿Qué harías en mi lugar si supieras lo que sé? ¿No bastaba con que el hijo de puta la hubiera violado? ¿No era ya suficiente castigo llevar la misma sangre que todos esos malparidos? ¿Tenían que quitarme también a mi hijo? Pero... Y si no era mío... ¿Habría podido vivir con la duda?
Sabía que no, y que ella tampoco, y que entonces... Las entrañas le dolieron con una intensidad desgarradora. Sacudió ambos puños y golpeó la frente contra el volante, sintiendo que el auto se le encogía encima. Bajó sin pensar y volvió corriendo al hospital. La pelirroja se le cruzó en el camino y contuvo las ganas de sacársela de encima de un empujón.
— El horario de visita terminó— ladró la tipa.
— ¡Necesito hablar con mi papá!— la voz se le descontroló.
 La mujer abrió los ojos muy grandes y se apartó despacio.
 — Hablen en voz baja. Esto es un hospital, ¿sabe?
 Entró sin golpear: la habitación estaba a oscuras y estuvo a punto de dar media vuelta y correr al auto. Soy un boludo de primera categoría, ¿qué carajo estoy haciendo? ¡Pendejo!
 — Marcel...— la voz de su padre lo llamó en la oscuridad y entonces vio la brasita diminuta.
Jean-Pierre encendió la luz de noche: estaba sentado, fumando. La mano grande y cálida que sostenía el Gauloise, la sonrisa cómplice, la mirada preocupada como cuando le revisaba los machucones en las piernas.
¿Dónde estuviste todo este tiempo, papá?
 Jean-Pierre palmeó la silla junto a la cama.
 Marcel se sentó y dejó caer la cabeza, con las manos entrelazadas entre las rodillas.
 — Cristo, no sé por donde empezar... Creo que ... es demasiado largo.
— Tenemos tiempo.

HOSPITAL HÔTEL DIEU. VIERNES POR LA MAÑANA
Golpearon a la puerta, la enfermera abrió y le cedió el paso a alguien.  Jean-Pierre estaba de espaldas saboreando el primer Gauloise del día y disfrutando de la noticia de su alta. Volteó, pensando que sería Marcel, y se quedó mudo al ver a Valentina Contardi Bozzi de pie en medio de la habitación, junto a la cama.

 — Marcel me acompañó— Valentina sonrió tímidamente a modo de saludo—. Está afuera, hablando con los médicos.
Repentinamente, Jean-Pierre no se sentía siquiera en condiciones de respirar. Valentina se acercó a la silla y se sentó. Cuando Marcel le había contado de su reencuentro con la anciana, la punzada de culpa lo había paralizado y por lo visto también lo había dejado sordo, porque no recordaba que Marcel hubiera mencionado que Valentina estaba en París.
 — Dijeron que mañana te dan el alta— continuó Valentina, mostrando un coraje que él no era capaz de igualar.
 Jean-Pierre se sentó en el borde de la cama y el cigarrillo se le cayó de la mano. Valentina lo recogió y se lo tendió y él lo tomó temblando.
— ¿Cómo estás? De salud, quiero decir. Marcel me contó de... del tiroteo...
 Tenía que arrancarse esa culpa tremenda que le desgarraba el pecho. Cerró los ojos y habló a borbotones.
 — Lo siento... Lo lamento tanto...— no le alcanzaba el aliento y la voz le salió miserablemente ronca—. Yo... no supe hacerla feliz. No pude. Yo...
— Nunca hubiera podido ser feliz— susurró Valentina.

 Jean-Pierre lloró sin vergüenza.
— La amaba pero me equivoqué— murmuró escondido detrás de las manos—. Nunca, nunca debí alejarla de esa forma de usted; debí haberme quedado con ella cuando se enfermó, aunque me rechazara... Dios Santo, cometí tantos errores que no sé si tendré perdón alguna vez...
— Yo también cometí errores terribles... Pero Dios nos perdonó a los dos— Jean-Pierre levantó la vista y Valentina tenía los ojos arrasados mientras le tomaba las manos —: tenemos a Marcel.

QUAI DES ORFÉVRES, EL MISMO DÍA 
Odette subió las escaleras a toda velocidad, devolviendo los saludos tímidos sin mirar a nadie y se encerró en su despacho después de murmurar algo así como un “buenos días” en respuesta a la andanada de saludos. Despachó a Sully, que asomó con la pobre excusa de ofrecerle café, y pidió que no la molestaran durante un rato.
Bueno, algún día tendría que pasar: no podía quedarme eternamente atrincherada en casa.
La oficina bien podría haber sido la celda del Hombre de la Máscara de Hierro, por cómo se sentía ella dentro. Tuvo que reprimir el impulso de correr hasta la calle. Miró por la ventana al patio interior, poblado de ventanas grises y anónimas iguales a la suya. Allí arriba se distinguía un cuadradito de cielo despiadadamente azul. Encontró su propio reflejo en el cristal moteado por la lluvia de dos días atrás: una silueta perfilada en negro, el negro de aquel vestido de lana suave que a él le gustaba tanto. Se lo había dicho hacía un siglo, “ Me gusta cómo te queda el negro” y le había dibujado el cuerpo con las manos. Se apartó del reflejo de su rostro en el vidrio: no había maquillaje posible para su miseria interior. Volvió la mirada al escritorio con los expedientes escrupulosamente acomodados por fecha y número.
Sully habrá estado a sus anchas poniendo orden en el maremagnum y despellejándome por el despelote de papeles. Ya que le gusta tanto el orden, no le vendría nada mal una temporadita en el Archivo. Reflexionó sobre la acidez de sus pensamientos: Pobre Sully, no tiene la culpa de lo que me pasa. 
“Te perdí”, susurró y la angustia le apuñaló el costado. ¿Cuánto hacía que no sabía nada de él? Había llorado como una idiota al volver al departamento enorme y vacío. Nunca lo había sentido tan impersonal en su glacial elegancia, lleno de objetos bellos pero sin vida, y ahora comprendía que lo que lo hacía hermoso eran las camisas de él colgadas de cualquier manera entre su propia ropa; los perfumes y los suéters que ella le había regalado y que él desparramaba por el vestidor; su ropa interior, sus libros, su música favorita y sus latas de cerveza; el abono al canal de deportes y los paquetes de Gauloises en cada cajón que abría.
¿Tendría ella el coraje de estar ahí cuando él fuera a llevarse el rastro de su paso por su historia? Por supuesto que no.
Se sentó pesadamente y apoyó la frente en las manos acopadas, apretándose los ojos para no llorar. Trabajar y trabajar para perder la noción del tiempo y de los sentimientos. Aturdirse con papeles estúpidos y reportes interminables; esperar el caso siguiente y morirse de a poco ahogada en rutina, para no pensar. Era un ejercicio que conocía bien por haberlo practicado durante años.
Pero él no está muerto: está vivo, palpita y siente; lo herí profundamente y ahora me odia. Peor: me desprecia. ¿Cómo voy a vivir con esto? El desgarro interior la dobló en dos y hubiera gritado de dolor hasta enronquecer si hubiera podido. Y en cinco segundos el Quai en pleno tira la puerta abajo.
A punto de meterse una barrita de chocolate en la boca, recordó las veces que lo había provocado con el gesto y dejó el chocolate en paz. Se enterró entre los papeles, dispuesta a olvidarse de sí misma. Lo logró bastante bien, porque cuando notó que le dolía la cabeza, eran más de las nueve de la noche. Espió por la hendija de la puerta: no había nadie. Tomó el bolso y se escurrió hasta la playa de estacionamiento como un fantasma.

Abrió, se sentó, puso la llave y dio arranque, todo sin mirar. Ni un puto ruidito a encendido. Llena de odio por la tecnología moderna, se bajó con ganas de patear las puertas  y sentarse en el suelo a llorar de rabia y cansancio. Eso es infantil. Cerró el maldito auto y emprendió el camino del puente para tomar el Metro. El tránsito ya era escaso y apretó el paso, empujada por una inquietud que no podría definir. No será la primera vez que asalten a un cana. 
Un automóvil la sobrepasó, cruzando el Pont au Change a buena velocidad. Faltaban unos metros para la avenida Victoria cuando el celular repiqueteó en el fondo del bolso. Tanteó sin mirar hasta encontrarlo.
— Marceau.
— Puta, te estoy esperando...

Clic.
Podría haber sido nada más que un ronquido, una obscenidad susurrada, la jerigonza sorda y casi ininteligible de un animal salvaje, pero la voz era inconfundible y la frase también. Ayrault. Una lágrima de terror se le deslizó por la cara hasta la boca entreabierta.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 48

SEIS DE LA MAÑANA DEL DOMINGO, EN UN HOTEL DEL CENTRO DE LA CIUDAD

— Necesito ver a un médico— gruñó Corrente mostrándole la mano: el pulgar todavía le sangraba si lo apretaba.
Jumbo asintió sin hablar y con cara de aburrimiento: la cantinela de Corrente estaba durando mucho para su gusto.
— ¡Esa mujer está completamente loca!— continuó despotricando el mayor mientras se calzaba los pantalones con una sola mano—. ¡Cristo Santo, me atacó amparada en una placa de la PDP! ¡Me mutiló!
 — Corrente, cierre la boca o se la cierro de un tortazo— masculló Jumbo.
El otro lo miró de mala manera pero algo en la expresión de Jumbo lo hizo cambiar de idea, y terminó de vestirse sin hablar.
— Necesito recuperar algunos efectos personales que la comisario Marceau me sustrajo— escupió Corrente con altanería.
— ¿Quiere hacer la denuncia por robo?— Jumbo preguntó con cara de inocente.
— Se lo tendría bien merecido...
 — Le recuerdo que la denuncia de la comisario contra usted por hostigamiento todavía está pendiente.
 — ¡Hostigamiento! ¡Qué caradura! ¡Ella viola mi intimidad, me ataca y me roba y yo, por tomar unas fotos inocentes, soy culpable de acoso sexual!
— Yo no mencioné el acoso sexual. ¿Lo tomo como una confesión?
 — ¡No se haga el gracioso!
 — Si quiere puedo llevarlo al aeropuerto— Jumbo se ofreció sin hacer caso del malhumor del italiano.
— No, gracias, puedo arreglármelas solo— ladró el otro. Luego miró la hora y dijo:— Capitán, tengo que hacer un llamado en privado. Si no le es molesto...
 Jumbo se encogió filosóficamente de hombros
 — Comprendo. Entonces, ya que no me necesita, me despido.

 Mientras él se alejaba hacia la puerta, Corrente se quedó rebuscando en el escritorio. Apenas salió de la suite, Jumbo llamó al oficial de Comunicaciones que esperaba en el estacionamiento del hotel, con un equipo de rastreo de llamadas. Cuando llegó a la camioneta, el hombre ya había pinchado la llamada de Corrente. El número correspondía a Milán y el mensaje era escueto. “Ruggieri, Massimo. Anulación definitiva de la transacción.” El oficial de Comunicaciones frunció el ceño sin entender. Jumbo había entendido a la perfección.

 QUAI DES ORFEVRES, LUNES POR LA TARDE

Los últimos dos días no habían sido gratos para Sulamit, yendo de una “localización protegida” a otra con los dos críos a cuestas, y tratando de controlar su propio miedo para no transmitirlo a los chicos. Ahora estaba encogida en el borde de una silla, sudando frío: no era la primera vez que pasaba una noche “adentro”, pero esta vez la situación no era la habitual. Y para colmo, habían dejado a Leo no sabía con quién. La mujer que hacía las preguntas parecía de hierro y trasmitía una sensación de voluntad y fuerza arrolladoras. Los ojos glacialmente grises no exhibían ninguna expresión, más allá del desagrado por lo que escuchaba. Se había mostrado cortés con ella y los nenes pero ya a solas, el interrogatorio había sido despiadado.
 Me va a encanar, estoy segura. 
Aguantó el pánico mientras firmaba sin ver una hoja, que otra mujer tan desagradable y fría como la primera— una jueza de instrucción —, le había puesto delante.
Y yo que creía que las tipas eran más suaves que los cabrones de los keufs. La habían escoltado hasta otra sala. Las luces se apagaron y se encendieron del otro lado de un cristal: entre los hombres en fila estaba el Nene Rimbaud. Ella comenzó a sentir nauseas por el miedo pero lo identificó, temblando como una hoja. Si tenía que hacerlo en un juicio, ella era carne de cañón. Se lo susurró entre sollozos a la tipa de gris. Volvieron a la sala de interrogatorios.
Dios, no me voy a salvar... 
Se retorció las manos con desesperación. Mi nene... Si tan sólo me aseguraran que a mi nene no le pasará nada... No se había dado cuenta de que la jueza también había entrado.
 — Sulamit Chenayeb, no hay cargos en su contra. Puede retirarse cuando lo desee— le informó la jueza y ella se sentó por la sorpresa—. Está incluida en el programa de protección de testigos. Le sugiero que regularice su situación migratoria cuanto antes.
 La tipa le tendió una tarjeta con el relieve del Ministerio de Justicia sin que se le moviera un músculo de la cara.
— Con la visa de residente le será bastante más fácil conseguir otro tipo de empleo. El Estado está organizando unos programas interesantes que incluyen el BAC (1) . Póngase en contacto con la persona que le indico aquí.
 Sulamit miró la tarjeta y miró a ambas mujeres. La de gris sonreía apenas pero el gesto le suavizaba la expresión adusta. Bajó las escaleras del Quai sin poder creerlo todavía. Le habían dicho que Leo la esperaría afuera y ahí estaba, de la mano de un hombre moreno de alrededor de veinticuatro años, bronceado y de rasgos agradablemente masculinos. Leo corrió a abrazarla y ella se aferró a su hijo como a un salvavidas. El hombre se identificó como el teniente Fabricio Rinaldi y los llevó hasta un automóvil con cristales oscuros, estacionado a unos metros de la entrada al Purgatorio identificada con el número 36.
 En cuanto vea en dónde vivo... pensó ella y enrojeció hasta la raíz del pelo. Cuando estaba a punto de bajar, se volvió hacia el hombre, suplicante.
 — Dígale... a Ortiz que yo no quería... Que por favor me perdone...
El hombre sonreía sin hacerle caso mientras sacaba un sobre del bolsillo, llamando “pequeña compensación” al contenido suficiente para comprarse una casita y vivir sin problemas el resto de su vida.
Y me va a sobrar plata para pagarle el Liceo al nene. No sabía de qué modo darle las gracias. El hombre los acompañó hasta la puerta mal pintada y ella volvió a ruborizarse.
— ¿Puedo ser curioso? Fernando le contó al coronel cuánto se preocupó usted por él, y que usted le cantaba. ¿Cómo se entendían?
— Yo le hablaba en ladino— y ante el gesto de desconcierto del teniente, ella aclaró: — es el español que hablan los judíos sefaradíes. Mis abuelos, ¿sabe?, ellos me enseñaron, lo mismo que las canciones. Son muy hermosas. Las canciones, digo.
Rinaldi asintió.
— Mis abuelos también me enseñaron su idioma y sus tradiciones. Es bueno conservarlas, ¿no?
Se sonrieron y el hombre se metió al auto. Ella levantó a Leo en brazos.
— Te invito a comer al lugar que más te guste.
— Quiero ir a casa, mami.
 — Seguro, mi bebé. Vamos a casa.

 MARTES, TEMPRANO POR LA MAÑANA EN LA WOLFFSCHANZE 

Marcel lanzó un vistazo previsor al pasillo para asegurarse de que nadie lo seguía. Lejeune se alejaba hacia las escaleras cuando él se deslizó, sin hacer ruido, hasta el que fuera el despacho de Ayrault. Revisó el lugar a toda velocidad.
Dónde carajo estará... Tiene que haberlo dejado ahora, no tuvo otra oportunidad mejor. 
Repasó todos los cajones del escritorio y hasta se tiró debajo de él. Irritado, se apoyó en el sillón monumental mientras pensaba en dónde podría estar el maldito aparatito. ¿En la lámpara del techo? Necesitaría una escalera y no había ninguna cerca. No estaba en la lámpara de escritorio, ni en el mueble de archivo. ¿Qué era lo que todavía no había revisado?, sacudió el sillón.
Mierda. El sillón.
Repasó la superficie mullida con las yemas de los dedos, sintiendo cada pliegue del cuero. No en el asiento, cualquiera que lo usara se daría cuenta. Bajó la mano hasta la parte inferior y su índice detectó un tajito mínimo en el tapizado. Forzó el dedo por la abertura y encontró lo que buscaba.
Y ahora, dilema de conciencia: si lo saco, sabrán que sabemos y quizás intenten algo peor. Si lo dejo, lo harán en nuestras narices y vuelta a empezar detrás de ese condenado hijo de puta.
 El bip-bip del buscador le ahorró el resto de sus dudas retóricas: Michelon lo llamaba. Dejó lo que había encontrado en donde estaba, resignándose a lo que el destino disfrazado de Orden del Temple, les deparara a Ayrault y a la Brigada Criminal.
 **** 
Michelon no pudo esconder la expresión de disgusto al ver a Lejeune pasearse por las instalaciones de la Wolffschanze, oficialmente allanada por la Brigada Criminal y en pleno procedimiento de requisa. Le hizo una seña a Meyer y éste dejó su puesto junto a los oficiales de Sistemas, y salió tras Lejeune como un perro detrás del rastro y con la pertinente cara de bulldog. Dubois se acercó obediente y esperó sus órdenes en silencio. Desde que había regresado a la guarida de Ayrault, luego de la misteriosa desaparición de la madrugada del domingo, Dubois sólo abría la boca si alguien le preguntaba algo; el resto del tiempo, el capitán mantenía las mismas expresividad y comunicatividad que una pared.
Michelon estaba al tanto de lo ocurrido en la mansión gracias a Massarino, que había mantenido una larga conversación con el inspector general Lejeune. De resultas de dicha conversación, Lejeune se había hecho cargo de una muy necesaria limpieza en el hôtel particulier del XVII° al mejor estilo RG. Verbigracia: sin que trascendieran más detalles que los de un frustrado intento de robo a mano armada en el domicilio particular de un empresario extranjero. El comunicado de prensa era más digerible— y publicable—, que la versión mucho más ajustada de”secuestro de menor” y “diplomático extranjero”, que hubiera generado toneladas de papel de diario.
Madame espió de reojo a Dubois, plantado detrás de ella. Parece un zombie. Le hizo señas y el otro se le puso al lado.
— Todas esas cuentas que están apareciendo— señaló las pantallas—, ¿teníamos registro de esto en el material de Henri?
— La mayor parte— comentó Dubois mientras leía los papeles recién impresos—. No hay mucho nuevo aquí...— Dubois cerró repentinamente la boca.
Se le erizaron los pelos del lomo, pensó Madame al verle la mirada oscura: Lejeune regresaba al centro de cómputos.
 — No puede mantenerse alejado de esta habitación— rezongó Madame.
 Desde el otro extremo, Viktor Witowlski de Sistemas asomó primero los lentes, después el resto de la cabeza y el cuerpo. Abrió la boca pero la presencia de Lejeune lo hizo cambiar de idea. Al pasar delante de ellos, se detuvo a saludarlos.
— Comisario Michelon, qué gusto verla.
Witowlski la había saludado dos horas antes. Madame enarcó una ceja interrogativa y Witowlski señaló al cielorraso. Dubois sacó un Gauloise y mientras se cubría la boca con las manos para encenderlo, murmuró:
— ¿El despacho principal?
— Sí.
— Espérenos ahí en cinco minutos— ordenó al tiempo que soltaba una bocanada de humo.
 Witowlski tosió y siguió hasta el extremo de la fila de pantallas. Ellos dos continuaron interesados en los papeles que leían hasta que Lejeune dejó de observarlos.
 — Quiero ver los subsuelos de este lugar— anunció Michelon y Dubois la escoltó por el pasillo.
Subieron igual que chicos haciendo una travesura; Witowlski los estaba esperando. El teniente estaba tan excitado con sus descubrimientos que casi no le acertaba a las teclas.
 — Es otra contabilidad, distinta a la de abajo. Una sola persona tiene acceso a ésta: los log-in son siempre los mismos. Verifiqué otras dos cosas: uno, ninguna de las otras terminales accede a este sistema aún con el mismo log-in, por lo tanto no están conectadas y ésta sí. Segundo, es siempre la msima persona porque— Witowlski sonrió pretencioso—, comete siempre los mismos errores de ortografía.
 Madame sonrió satisfecha de la perspicacia de Witowlski.
— O sea que podríamos haber tenido un presidente de Francia que no sabe escribir el francés.
Los tres se rieron bajo pero a Dubois la risa no le duró y le pidió a Witowlski que entrara al sistema.
Aunque no entendieran una palabra de contabilidad, inclusive un chico podría comprender los saldos bancarios que denunciaban que el ex-futuro presidente de Francia poseía mucho más dinero que lo que sus actividades ilícitas podían justificar.
— ¿Qué significa esto entonces?— se preguntó Michelon a media voz, mientras se hamacaba en el sillón enorme.
Dubois apagó el Gauloise y encendió otro antes de responder mirando la brasa.
— Que estaba estafando a todos sus socios.
— Eso ya lo sabíamos: tenemos los registros de desvíos de fondos de las campañas además de los ingresos por las armas también.
— Los ingresos “oficiales” por las armas querrá decir. Estos montos — Dubois señaló varios renglones —, no se corresponden con porcentajes de comisión: son valores de embarques como los que yo negocié.
 El capitán la miró a los ojos por primera vez en toda la mañana y siguió hablando.
— La muerte de Giuliani no se debió sólo a que se oponía a la nueva "business line" de Ruggieri, sino que fue la excusa para justificar la “pérdida” del embarque que Ayrault después negoció por las suyas, quedándose con todo. Ruggieri tuvo su tajada, cierto, pero intuía que la jugada era demasiado peligrosa y estaba asustado. No estaba decidido del todo a poner BCB en manos de su socio: Ayrault había comenzado a robar a la Orden y le estaba tomando gusto.
— Entonces, ¿por qué participar del secuestro si tenía el dinero que quería?— preguntó Madame.
— Ayrault no es tan cretino como para no saber que sus socios ya lo tendrían bajo estrecha vigilancia gracias a los "inconvenientes" que él mismo había inventado. Seoane le ofreció una carnada que él no podía rechazar: eliminar a los número uno y repartirse la organización entre ellos. Era perfecto para Ayrault. Nunca imaginó que Seoane no tenía intenciones de repartir nada y que pensaba liquidarlo, lo mismo que a los demás.
 Michelon sacudió la cabeza.
 — ¿Y si llegaba al Elysée? Las encuestas eran impresionantes. Y con ese programa del sábado se había metido al electorado en el bolsillo. Jesús, el desgraciado se oía tan convincente, tan patriótico, que si yo no hubiera sabido lo que sabía...
 — Hubiera tenido una posición envidiable para negociar. O muy vulnerable, no sé. El poder es la tentación suprema. Quién sabe si no deseaba llevar un anillo de sello él también: Presidente, Gran Maestre...Muchos sueños de poder juntos.
Transcurrió un silencio interrumpido sólo por el arder de la brasa del Gauloise con cada pitada, mientras Witowlski los miraba con temor reverente y sin atreverse a respirar. 
— ¿Cuáles son los bancos, Witowlski?— preguntó Michelon y el teniente imprimió los datos.
Madame apretó los labios con resignación
—Bueno, no esperaba otra cosa: están fuera de nuestro alcance. Sólo habrá orden judicial cuando se inicie el proceso y si esto sale a la luz. Y la verdad es que no me atrevo a poner las manos en el fuego por nadie. Durante este tiempo que Marceau siguió los asesinatos de este animal, me desengañé de unos cuantos jueces.
 ¿Le había parecido a ella o la mención de los crímenes y de Marceau habían hecho que Dubois se quedara congelado durante un instante? Y a propósito, ¿dónde cuernos se metió Marceau?
 — Unos cuantos deben andar detrás de esta información— comentó Dubois a sus espaldas.
— No sé para que le serviría a nadie— intervino Witowlski —. Son cuentas con claves de identificación electrónica que conoce únicamente el titular. Cualquier intento de hackearlas hace saltar las firewalls del sistema, y el atacante queda señalado por un flag electrónico que permite rastrearlo por cualquier sistema de comunicación. Es algo así como un Echelon para bancos. Mejor que el Carnivore del FBI— al teniente le brillaban los ojitos de excitación—. El titular de una cuenta de éstas puede operarla desde cualquier parte del mundo...
 — ... incluso desde la cárcel — Michelon terminó la frase y Witowlski se quedó con la boca abierta.
— ¿Podríamos pinchar las llamadas que haga este tipo y tratar de rastrear las cuentas?— preguntó Dubois.
 — Imposible: la llamada se interrumpe. El sistema detecta la interferencia y anula la operación.
 Dubois apretó los labios hasta que se le pusieron blancos y después murmuró.
— No podemos hacer nada... Volvamos abajo o Lejeune comenzará a sospechar.
 — ¿A qué se refiere con que no podemos hacer nada?— Madame preguntó al capitán mientras bajaban. — Impedir que la Orden del Temple recupere el dinero que Ayrault les robó— Dubois la miró inexpresivo.
 — ¿Cómo lo sabe?
Dubois se encogió de hombros.
— Tengo la corazonada.

****

 Eran más de las ocho de la noche cuando Lejeune volvió a rondar el despacho de Ayrault. A esa hora, el personal de la Brigada Criminal había terminado la requisa precintando el edificio completo, y no quedaba un solo archivo electrónico o en papel que la Brigada no hubiera detectado y registrado.
Bien por Michelon, pensó con sombría alegría. Del sillón extrajo un transmisor inalámbrico miniaturizado y sintonizado con su sistema de audio, que personalmente había instalado durante las primeras horas del día, cruzando los dedos para que nadie lo sorprendiera en una situación cuanto menos sospechosa, porque, ¿qué tendría que hacer el director de RG, inspector general Patrice Lejeune, hurgando en el tapizado de un sillón giratorio? Se metió el mic en el bolsillo del saco y lo palmeó satisfecho.
Los hombres de la Brigada sí que eran eficientes: ese Witowlski valía su peso en oro.
 Ni hablar de Dubois: Michelon sabe elegir a su gente.
Hizo el llamado desde su auto.
— Habrá que hacerlo salir — concluyó y recibió autorización para proceder.
 Un elemento de la Orden que él no conocía tomaría contacto para organizar los movimientos. Le dieron el nombre, que no significaba nada para él: Gaetano Corrente. Con la satisfacción del deber cumplido, Lejeune puso el auto en marcha y se fue a casa.

(1) Bachillerato

sábado, 15 de septiembre de 2012

La mano derecha del diablo - CAPITULO 47


 Tres de la madrugada


El hombre de unos veinte o veintidós años tenía el uniforme azul manchado de sangre, y el brillo de la locura en los ojos del color del lapislázuli. Sus facciones clásicas podrían haber sido hermosas si no hubieran estado deformadas por la rabia. Cerró la puerta sin soltar al viejo.
— ¡Nos están dando un poco de trabajo, tu... “hijo”... — masculló agitado—, y el otro hijo de puta!— un ramalazo de dolor le cruzó la cara y le arrancó una mueca sardónica. La sangre le brotó del hombro humedeciéndole la camisa.
Odette se quedó muda y el corazón se le precipitó en picada al vacío. Por Dios, nena, no te aterrorices. No es él. La bestia está muerta. El color de los ojos y del pelo, la altura y el porte militar pero por sobre todo el uniforme azul y la mirada rabiosa, le dispararon la adrenalina y le confundieron las imágenes.
Con un esfuerzo violento de la voluntad, apretó el puño tembloroso alrededor de la culata. No llores, estúpida. Sintió el ardor de la lágrima trazarle un surco en la mejilla. ¡En el nombre de Dios, no llores! 
El parecido existía más en su memoria distorsionada por el miedo que en la realidad. Se obligó a ponerse de pie. Un flashback aterrador le conmocionó las entrañas. No pienses en eso ahora.
— ¡Suelte el arma!— el hombre sacudió al viejo con el mismo ímpetu con que le gritaba a ella—. ¡Suéltela o lo mato!
La amenaza tuvo la virtud de traerla a la realidad inmediata. Se enfocó en el hombre, el arma y la mano que la esgrimía. La mano temblaba. Perdió demasiada sangre. En otras circunstancias sería fácil dominarlo pero está fuera de sí y dispuesto a cualquier cosa. Una súbita frialdad la invadió, levantando un muro entre sus terrores desbocados y lo que sucedía en ese instante: era policía una vez más y había un rehén en manos de un enajenado.
— ¿No me escuchó? ¡Suéltela!
Ella bajó el arma pero no la soltó.
— Por supuesto que lo escucho— hizo contacto visual y no se desprendió de los ojos azules—. Pero no puedo creer que usted piense matarlo. No todavía, al menos: él guarda información que ni siquiera Ortiz conoce.
La vacilación del hombre le dio un aleteo de esperanza. Un poco de tiempo, nada más...
— Si lo mata ahora, perderá un tiempo precioso tratando de reunir los pedazos de información quién sabe por dónde. Usted no organizó todo esto nada más que matar a un anciano al que todavía necesita.
— ¡Usted qué sabe de mis motivos!— gritó el hombre. El movimiento brusco lo hizo respirar con dificultad y otro espasmo lo sacudió. La sangre estaba manchando la ropa del viejo.
— No conozco sus motivos pero sí sé que es demasiado joven para morir. ¿Cuántos años tiene, veintiuno, veintidós?
— ¡Qué le importa!— la voz le vaciló.
— Su nombre sonó tanto y en tantas bocas importantes que creí que era mucho mayor. Porque usted es Seoane, ¿no es cierto?
— ¡”Seoane” es un invento de él!— aulló— ¡Otra mentira más! ¡Soy un Von Schwannenfeld!— restalló con orgullo rabioso—. ¡Ese debió ser mi apellido y el de mi hermano! ¡El apellido de mi padre!— le gritó al viejo en castellano—. ¡Le quitaste todo, hasta el nombre!
— ¡Le salvé la vida quitándole el nombre!— el viejo destilaba veneno— ¡El Angel Rubio de Majdanek! ¡Le di la oportunidad de empezar de nuevo, le di a mi hija...! ¡Mire cómo me pagó: con  traición sobre traición, él, mi nieto y usted! ¡He criado serpientes!
¿De quiénes habla Seoane? Lo acusa al viejo... ¡Dios! El padre nazi, el hermano... ¿Seoane es hermano del Brigadier? ¿Cómo carajo es que el otro es nieto del viejo y éste no? Los razonamientos se le entrechocaban a la velocidad del rayo.
— ¡Mi hermano no te traicionó! ¡Vos te dejaste llevar por las palabras de ese negro de mierda! ¡Te puso en contra de mi hermano, de mi viejo y ahora de mí, pero se acabó! — apretó el antebrazo alrededor del cuello descarnado y por primera vez, ella tomó conciencia de lo frágil que era el condenado viejo.
Herido y todo, Seoane tenía la fuerza suficiente como para desnucarlo con sólo apretar un poco más el brazo. Sin embargo, la MK le temblaba tanto en la mano, que ella dudó que Seoane pudiera sostenerla mucho más.
Hubo gritos en el corredor. La puerta  batió contra la pared y rebotó. Marcel entró seguido de Ortiz.
— ¡Seoane, suelte el arma! No le queda un solo hombre— ordenó el coronel, apuntándole.
 — Me queda él— los ojos de Seoane brillaron mientras sacudía la MK. ¡Si alguien se mueve, lo mato! ¡Los mato a los dos!— balanceó el arma entre el viejo y ella.
Desde el corredor más voces llamaron a los gritos y ella reconoció una o dos. ¿Auguste y la Caballería otra vez? Te debo muchas, hermanito.


Ortiz y Marcel bajaron las armas a medias. Seoane tenía las pupilas muy dilatadas y ya no podía ocultar los escalofríos: estaba entrando en shock hipovolémico. Lo único que lo sostiene es la desesperación. Todavía puede hacer estragos. Ese pensamiento la empujó a hacer la movida siguiente.
— Si nos mata, ¿cómo saldrá de este lugar?— Odette señaló al viejo con la barbilla—. No dudo de que él preferiría dejarse matar antes que darle a usted alguna garantía, pero yo sí puedo ayudarlo a salir de aquí.  Déjelo y lléveme con usted.
Seoane evaluó sus palabras en silencio y ella se aferró a esa mínima ventaja.
— No está en condiciones de exigir mucho. Está solo, si dispara es hombre muerto y usted lo sabe — ella se agachó a dejar su pistola en el suelo y se incorporó despacio sin dejar de mirarlo— ¿Por qué está buscando que lo maten? Está perdiendo mucha sangre, déjeme llevarlo adonde puedan parar esa hemorragia.
En ese momento, ella corría más riesgo que el viejo y lo sabía: estaba en la línea de fuego entre Ortiz y Seoane, prácticamente protegiendo a éste último con su cuerpo. Seoane miró a los hombres y su mirada era la de un chico asustado por la enormidad de lo que hizo.
— No se haga matar...— ella insistió a media voz—. No permitiré que nadie lo haga, se lo prometo. Déme el arma— dio un paso adelante y tendió la mano—. Esto ya no tiene ningún sentido.
— Yo...yo lo hago por mi hermano... — él levantó el mentón de líneas orgullosas, pero le temblaba.
— Su hermano...— ella meneó la cabeza—. No vale la pena que usted arriesgue su vida por él.
— ¡Usted qué sabe de mi hermano!
— Demasiado— hubiera querido morderse la lengua por la intensidad con que lo dijo, pero era tarde.
— ¿Qué quiere decir con eso?
Lo miró a los ojos. Encontró locura, desesperación, pero no maldad. Tuvo un ramalazo de compasión.
Deje el arma— murmuró y se acercó—, no se haga matar. Es tan joven... 
Él empujó violentamente al viejo a un costado y saltó sobre ella, enterrándole el cañón en la garganta.
— Ud. no es como su hermano, no me hará daño…
La mirada furiosa y azul evocó a la otra y durante dos latidos de corazón, el horror la estremeció de vértigo. No pudo evitar que una lágrima le rodara hasta la barbilla.
— ¡Usted... usted sabe!— exigió Seoane con voz angustiada de niño—. ¡Necesito saber la verdad!  ¡Dígame c-cómo murió Federico!
Esa verdad ya no importa ...— ella susurró entre lágrimas —. Él está muerto. Es usted el que necesita ayuda...
 ¡Alguien tiene que decirme alguna vez la verdad!— suplicó él a los gritos.
— Yo lo maté.
La voz entre dientes la sobresaltó y giró apenas la cabeza: Marcel estaba desencajado y pálido como un muerto.
— ¿Q-quién... le dio la o-orden? ¡Fue él!— Seoane miró al viejo—. ¡Él...!
¡No necesité la orden de nadie!— Marcel lo interrumpió y el odio le rezumaba en la voz—. La había torturado y violado y yo lo maté.
Seoane la soltó como si el contacto le quemara la mano; Ortiz masculló un insulto grueso; el viejo se quedó rígido, la taladrándola con los ojos. Toda la humillación sufrida a manos de la bestia se le trepó por el cuerpo y se le enroscó en la garganta, dejándola sin aire. Hubiera gritado hasta dejar de recordar.
Marcel tiró el arma y se adelantó, dejando atrás a Ortiz. Sombrío y altivo la apartó a un lado y se enfrentó a Seoane deteniéndose en la boca de la MK. Una fuerza y una violencia incontenibles emanaban de él, algo que nadie en ese lugar podría detener.


 — Él había tirado el arma porque creía que éramos de los suyos. Iba a violarla otra vez antes de matarla y yo le disparé mientras estaba desarmado. Le vacié un cargador completo encima. ¿Qué más quiere saber?
El otro recobró su dimensión real, la de un crío asustado y solo.
— Entonces...— las lágrimas rodaron por la cara de angel—,...era cierto... Yo no quería...Creía que eran héroes... Que yo era... de su misma sangre...¡Me mintieron!– sollozó— ¡Toda mi vida!
Marcel se apiadó.
— Démela— extendió la mano con la palma hacia arriba y hacia el arma— ,déjeme ayudarlo.
— No  puede...— Seoane lloraba angustiado— ¡Nadie puede!
El pobrecito se volvió hacia Ortiz, juntó los talones y le hizo una venia temblorosa.
— Mi coronel... no tenía nada contra el chico...
Levantó la MK, se la metió en la boca y disparó.

****

El estallido del disparo se le eternizó en los oídos mientras la sangre le salpicaba la cara y las palmas de las manos. Retrocedió y se encogió en un rincón, mientras el universo se volvía de gelatina espesa y roja, y ella era una mosca atrapada en ese horror viscoso de muerte. La muerte que se desparramaba a su alrededor, cercándola con una crecida que le mojaba los pies. Se volvió hacia la pared y cerró los ojos muy apretados, hasta que le dolieron. Voces masculinas se alejaban aullando una cacofonía de gritos y órdenes.
Hubiera querido volverse invisible y escapar de ese lugar maldito adonde había ido a buscar a Marcel y lo había perdido. Hubiera querido estar muerta desde mucho tiempo atrás, cuando el animal le había arrasado el cuerpo, porque aun después de muerto le había hecho daño. Puso una mano en el suelo y la alfombra estaba húmeda de la sangre de Seoane. Tuvo nauseas. Una arcada violenta la puso de rodillas. Percibió una presencia junto a ella; una mano grande y firme le tomó la cara y le sostuvo la frente.

— ¿Qué más te hizo?
Miró hacia arriba y encontró los ojos de él, duros e imperiosos, exigiendo el resto de la verdad.  No puedo decírtelo... Negó con la cabeza y cerró los ojos.
— ¡Qué más te hizo ese hijo de puta! —la levantó por los hombros y la sostuvo contra la pared, impidiéndole esconderse— ¡QUÉ MÁS! ¡QUIERO SABER LA VERDAD!
Las palabras le retumbaron en la cabeza y le reventaron en el pecho.
— ¡ABORTÉ! — gritó desde la raíz de su desesperación —. ¡Creí que me volvía loca de miedo! ¡Me violó y tuve que abortar!
Él la miraba sin entender su agonía. Lo hubiera abofeteado para hacerlo comprender.
— ¿No te das cuenta todavía? ¡La noche anterior habíamos dormido juntos...! ¡Podría haber sido tu hijo pero yo no estaba segura! ¡Tuve que hacerlo! — sollozó a los gritos.
Él la soltó y ella se deslizó hasta el suelo, encogiéndose sobre el vientre que todavía evocaba toda aquella brutalidad hacia su carne. Sin mirar, supo que él se alejaba y que estaba sola en esa habitación que se había convertido en su infierno.

****
— Comisario...
La voz de Meyer la hizo volverse a medias. Lo miró por encima del hombro mientras se lavaba las manos en la cocina de la mansión, único lugar de ese rincón del Purgatorio en el que no había cadáveres. No quiero que me vea la cara. Debo estar hecha un monstruo.
— Diga, capitán.
— ¿Quiere que la lleve a su casa?
Las piernas le temblaban, estaba mareada y las nauseas iban y venían a su antojo, pero mierda si lo admitiría delante de nadie. Y además, a él ya no le importa. Negó con la cabeza.
— Mi auto está abajo. No, ocúpense de… — hizo un movimiento amplio con el brazo—,... de esto.
Meyer vaciló.
— ¿Está segura? Massarino me dijo que...
— Puedo arreglármelas sola, gracias. Estoy bien— suspiró y se apoyó en el mármol con ambas manos.
— Ajá— evidentemente, Meyer no estaba dispuesto a creerle.
— Capitán, ¿quiere hacerme un favor?
Se volvió y se apoyó contra la mesada, con los brazos cruzados. Si Meyer tenía algo que decir acerca de su aspecto, se guardó de soltar palabra.
—Usted conoce al mayor Corrente. Le hice una visita esta madrugada y ... bueno, no lo dejé en una situación airosa. Apenas pueda, vaya al hotel de Corrente y... dígale que puede irse cuando quiera— le dio el nombre del hotel y la habitación; Jumbo asintió sin hablar.
— Capitán, una cosa más. Seguramente Corrente esté de muy mal humor.
Meyer enarcó las cejas y encogió los hombros y ella aclaró:
— Quiero decir que tenga cuidado. No vaya solo: es peligroso.
— Lo mismo que Dubois— afirmó Meyer sin que se le moviera un solo músculo de la cara de querubín. Algo en la mirada del capitán le dijo que sabía mucho más de lo que se atrevía a expresar con palabras.
— Sí, lo mismo que Dubois— respondió a media voz.
Meyer se miró los zapatos, la miró a ella, murmuró un “De acuerdo” y se fue.
Ella juntó coraje y recorrió los pasillos hasta las cocheras procurando hacerse invisible. Estaba a punto de subirse al auto cuando una voz algo cascada la detuvo.
— ¿Por qué se va?
Respondió sin volverse.
— Ya consiguió lo que quería. Déjeme en paz.

****

Un ejército de agentes especiales de RG en uniforme de fajina entraba discretamente a la casa, cuando Auguste encontró a Marcel de pie en medio de la planta baja, inmóvil y con los brazos caídos. Tuvo que llamarlo dos veces para que el otro se diera la vuelta y lo enfrentara, con la mirada vacía. Algo de su expresión extraviada lo conmocionó pero hizo un esfuerzo por ocultarlo.
— Te llevo a tu casa...— lo tomó del brazo.
Marcel se encogió de hombros y lo siguió sin abrir la boca.
— ¿Cuándo lo supiste?— preguntó Marcel cuando se detuvieron en la puerta de su edificio.
— Aquella noche— Auguste sabía perfectamente a qué se refería—. El médico que la examinó en el hospital me dijo que estaba muy alterada y que no le permitió auscultarla. No tuve ninguna duda de porqué, pero en ese momento no me importó— admitió con culpa —. Estaba viva y era suficiente.
— No me lo dijiste— dijo Marcel sin acusarlo.
— No podía. Era... demasiado.
— Ya lo sé.
— No sabía nada de... lo otro. No sé qué decir o qué...
— Nada. Ya no importa—  Marcel meneó la cabeza sin mirarlo, abrió la puerta del auto y bajó y Auguste se quedó con una amarga sensación de pérdida.