Sentado ante el escritorio, el viejo rozó distraídamente el sobre forrado en cuero: sus dedos no necesitaban mirar para encontrar las ranuras sutiles que señalaban la tapa-trampa. Movido por una tentación irresistible, tironeó del escueto cajón central y la tapa se soltó de su cerradura oculta. La levantó en un estado casi hipnótico y tanteó la cajafuerte. No sé porqué hago esto.
Desparramó el contenido de la caja encima del escritorio, sin acabar de decidir qué buscaba y hurgó con el índice entre papeles quebradizos y fotos más o menos amarillentas. Una rosa seca se deslizó entre unas hojas, y con delicadeza la puso a un lado con una sonrisa fría. Se dijo a sí mismo que ese husmear ocioso no tenía más propósito que matar el tiempo inmóvil de una tarde lluviosa de otoño. Y sin embargo sus dedos sí sabían qué buscar, porque tomaron la hoja correcta y la carta se desplegó ante sus ojos como una flor extraña, marchita y sin embargo, en cierto modo, viva. La caligrafía casi infantil que denunciaba la escasa educación de quien la había escrito hacía ya más de cincuenta años, le trajo una emoción que hacía mucho había olvidado que podía sentir.
No leyó: no quería hacerlo. Para qué, si conocía cada palabra de memoria. Ella había muerto poco después de escribirla, en respuesta a una única carta suya. Él, que jamás había escrito antes una carta de amor. ¿Amor? ¿Dijiste “amor”? ¡Viejo cuentero! Estás solo frente a tus recuerdos y no podés mentirles. Nunca hablaste de amor. Ofreciste protección, dinero y buen pasar. Muy educadamente, como corresponde a un caballero. Uno que invita a una mujer a ser su mantenida. ¿Quién podría haber rechazado semejante oferta en medio de la guerra? Ella, viejo zonzo. Cómo te equivocaste...
Desde la fotografía sepia y de esquinas desgastadas y carcomidas, aquellos ojos negros dedicaban sus miradas a otro que no era él.
Por alejarte de mí te alcanzó la muerte disfrazada de bombardero americano. Y ni siquiera una tumba en donde dejarte una flor a escondidas. La guerra me privó hasta de ese consuelo absurdo. Metió todos los papeles y las fotos de nuevo en la caja y la guardó en el escondite del escritorio. De pie frente al ventanal dejó que los recuerdos lo asaltaran y en el reflejo del cristal, encontró su mirada, que evocaba a otra también de agua, también cruel y fría. Sangre de su sangre, derramada por sus propios errores.
¿En qué me equivoqué con él? ¿Cuánta sangre nos costó? Mis manos jamás derramaron sangre pero firmaron tantas sentencias... ¿No es lo mismo? ¿Qué es el verdugo más que un ejecutor de decisiones ajenas? Tuve la suerte de que ciertas decisiones no fueran ejecutadas por mis propios verdugos, pero las hace eso menos violentas? Condené a mi propia sangre, esa es la verdad. Pero si tu mano derecha peca...
Rumiaba el tema y volvía a la misma eterna conclusión: debía hacerse. Mi propio nieto. El futuro de mi casa. Pero era una herida que lamía a escondidas.
Qué cruel es la verdad. Con tantos que se niegan a admitirla, resulta ser el mejor embuste de todos. ¿Y mi verdad? ¿Cuál es? ¿Ejercer el poder sin pasión y sin locura, llevar el timón con mano firme, dirigir detrás de la escena? ¿A eso se redujo mi vida? Y ahora vos también te fuiste, dejándome definitivamente solo. Lo supe por los diarios y por un presentimiento extraño que no me atrevo a llamar dolor, que me quitó el sueño varios dias. Fui a mirarme al espejo para recordarte, tanto nos parecíamos, y hacerme a la idea de lo que me espera: sin descendencia, casi sin esperanzas. Me queda una sola, tan pequeña que no me atrevo a formularla ni en mis pensamientos. A los dos nos castigaron con hembras y después nos resarcieron con varones. Quién sabe...
Su celular vibró y él respondió, agradeciendo la irreverencia de la tecnología que no respetaba los recuerdos de nadie. Reconoció instantáneamente la voz del otro lado.
— Tengo un encargo para usted — dijo sin detenerse en preámbulos.
—¿Recibiré órdenes escritas? — preguntó el hombre luego de escuchar sin interrumpirlo.
— No en esta oportunidad. Recibirá instrucciones telefónicas y reportará telefónicamente sólo a mí. Utilice el identificador de voces cada vez que hable conmigo para asegurarse. La investigación es absolutamente confidencial y me refiero a que nadie más, ni siquiera el coronel Ortiz, debe conocerla.
Hubo una levísima vacilación del otro lado.
— De acuerdo, señor. ¿Cómo le enviaré las fotografías?
Le dio una dirección de correo electrónico.
— Obtenga un nuevo e-mail y utilice códigos de encriptamiento para los envíos. Sólo imágenes, ningún texto.
— Sí, señor.
— El punto de partida es Milán. Inicie allí la búsqueda, consiga una cobertura válida para el caso que la necesite.
Del otro lado hubo nada más que un “sí, señor” seco: la comunicación había terminado.
De pie frente al hogar monumental coronado por el espejo majestuoso, se sirvió un whisky y levantó los ojos mientras bebía. La imagen podría haber sido también la del otro: el mismo orgullo frío, la misma mueca dura en la boca. Por fin sabré si la madera de que estabas hecho era igual a la mía.
MILÁN, PALAZZO BOZZI, SEGUNDA SEMANA DE JUNIO
Valentina Bozzi in Contardi
Valentina Bozzi in Contardi se volvió hacia él sin responderle.
— El señor Corrente, señora.
— Hágalo pasar al escritorio.
Guglielmo asintió y se retiró en silencio. Tanto esperar las noticias que Corrente traería y ahora los nervios le jugaban una mala pasada. Inspiró profundo varias veces para recuperar el control y se miró al espejo antes de bajar. El cristal fue despiadado, pero no era su culpa. ¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que la vi? Veintinueve años. Una vida. Después, Marcello me prohibió volver a verla. Y yo acepté. Yo permití que nos hicieran esto.Entró al estudio y el hombre se puso de pie.
— Donna Valentina... — inclinó la cabeza para saludarla.
— Tome asiento, señor Corrente. ¿Le ofrecieron algo?
— Preferí esperarla a Ud.
Llamó a Guglielmo para pedirle el café. Estoy retrasando las cosas, Corrente ya debe haberse dado cuenta. Decidió poner fin a su propia inquietud.
— ¿Pudo averiguar algo?
— En primer lugar, que hija y su nieto dejaron Grenoble para trasladarse a París.
— Dios, no tenía idea... ¿Cuándo?
— Cuando su nieto tenía dieciseis años.
— ¿Por qué?
— Su hija y su yerno se separaron.
Constanza había muerto prematuramente de un cáncer de pecho, extendido en forma fulminante. Ella lo había sabido casi un año después, al encontrar las cartas de su nieto entre los papeles de Marcello. Lo odió por haberle ocultado tanto la existencia de esas cartas como el intento de su nieto por tomar contacto con ellos. Las cartas no mencionaban nada acerca de él o de su padre. No sabía que ella había abandonado a Jean-Pierre. Marcello no tenía excusas para esconder la muerte de su hija, aunque jurara que hacía mucho ella había muerto para él. Había destruído los sobres, negándole la posibilidad de encontar a su nieto.
— Signora...— Corrente se había mantenido en silencio.
— Discúlpeme. Continúe por favor.
— Lo localicé a través de los datos en los registros del cementerio, pero cambió de domicilio dos veces desde entonces.
— ¿Entonces — interrumpió asustada —, no tenemos forma de encontrarlo?
— Sí— Corrente la tranquilizó—, su nieto pertenece a la Policía. Está en la Prefectura de París. Comprenderá que cualquier investigación debe ser cuidadosa.
— ¿Policía como el padre?
— No, señora. Su yerno es coronel de la Gendarmería; actualmente está destinado en Estrasburgo.
— Está bien. No importa. ¿En un mes es todo lo que pudo encontrar?
— También conseguí su domicilio, aunque no fue fácil.
Sacó del portafolio un sobre con fotografías y se lo entregó. Las miró con los ojos llenos de nostalgia. Sí, era su nieto. La misma mirada que tenía a los cinco años. La mirada de Constanza. Parecido a su padre y sin embargo... Algo de Marcello, algo indefinible, estaba allí, vivo.
— Esta es su pareja. Ella también es policía. No viven juntos.
Le alcanzó más fotografías, esta vez de la mujer. Su expresión debió ser muy reveladora porque Corrente le preguntó si la conocía.
— No puede ser ...— murmuró — ¿Sabe su nombre, la edad?
— Parece de la misma edad que su nieto, quizás menos. Lo de los nombres fue toda una sorpresa.
Valentina sintió acelerársele el corazón.
— Ella aparece en los registros de la Prefectura como Marceau, pero su apellido de soltera es Massarino. Es hija de Franco y Addolorata Massarino, ex-étoiles de la Opera. El padre es actualmente el régisseur de la Opera de Palermo y tiene ofertas del San Carlo de Napoli y de la Scala — Corrente se habia entusiasmado — Eso fue lo más sencillo de indagar: eran estrellas internacionales.
Cerró los ojos y se recostó en el sofá. La hija de Addolorata. Quién sabe cuánto estuvo así, porque Corrente le preguntó si se sentía bien.
— La verdad es que no demasiado.
— Comprendo.
No, no puede comprenderlo. Que el pasado nos persiga de esta forma no es para explicárselo a cualquiera.
— Señor Corrente, yo le pediría...
— Por favor, señora. No tiene que pedirme nada — le entregó el resto de los papeles —. Puedo volver cuando Ud lo desee. Espero su llamado.
— Se lo agradezco mucho.
Corrente se fue y Valentina volvió a su dormitorio con los papeles y las fotos. Tomó la foto de ella, tan parecida a su madre que la había hecho confundir. Qué tontería preguntar la edad. El recuerdo todavía le atenazaba el corazón. Como fundadores y miembros del Consejo de Administración del teatro de La Scala, Marcello y ella habían conocido muy bien a las estrellas que se presentaban. La Scala era un escenario donde los Massarino habían bailado a menudo, hasta que un día se negaron, corteses pero firmes, a renovar los contratos.
Marcello, que intervenía en todas las negociaciones, se había encerrado en un mutismo estatuario y furibundo mientras Franco Massarino ponía una excusa elegante tras otra bajo la forma de “compromisos indeclinables” y “palabra de caballero” al teatro Tal o Cual. Addolorata, que siempre acompañaba a su marido, no había estado presente en ninguna de las tirantes reuniones. Valentina no asistía a las sesiones del Consejo de Administración pero Umberto Testi, secretario del Consejo y su amigo de toda la vida, la informaba con puntualidad de las actividades del teatro y de las de su marido.
Umberto y Marcello mantenían una fría y mutua antipatía barnizada por la buena educación, pues el teatro los necesitaba a ambos y ellos se necesitaban entre sí. Los contactos de Marcello eran increíbles y su capacidad negociadora iba a la par de su inmenso poder de seducción. Umberto, por su parte, tenía una sensibilidad agudizada por su condición de homosexual confeso, que sólo agregaba encanto a los rancios títulos de nobleza que exhibía entre coqueto y ostentoso, sin perder ni un ápice de su glamour. Los músicos más exquisitos y arrogantes, los bailarines más caprichosos se rendían a su simpatía, su savoir-faire y quién sabe a qué más. Las prime donne del ballet y la ópera las dejaba para Marcello y entre los dos, el teatro se aseguraba las mejores voces, las estrellas mundiales del ballet, y los conciertos en los que cualquier músico hubiera dado su mano derecha por participar. El Consejo de Administración bailaba una complicada contradanza con su vicepresidente y su secretario y, en beneficio de la escena, cerraba los ojos a las actividades más o menos privadas de ambos.
Teatro Alla Scala
Valentina era confidente íntima de Umberto y de sus desvelos por la fiamma de turno, que invariablemente le dejaba el corazón destrozado. Nada podía ser más opuesto a Marcello. Las conquistas de su marido duraban hasta que aparecía el siguiente objetivo. Una soprano amenazó con suicidarse cuando Marcello la dejó por una nueva atracción, y el escándalo bastó para aumentar la fama de seductor irreductible del presidente del Consejo, convirtiéndolo en pieza más que codiciada por las damas y no tanto del tout—Milan. Marcello disfrutaba sin ningún empacho de las prebendas del renombre que lo precedía y que le ahorraba el esfuerzo de ser encantador. Hasta que los Massarino hicieron su entrada en escena.Al igual que el público, Umberto se fascinó con la pareja y su historia de amor de cuento de hadas. Instantáneamente se convirtió en uno de sus más fervientes dilettanti. A Marcello las historias de amor le importaban un comino. En cuanto supo que Franco Massarino había nacido en Nápoles de una familia humildísima y que casi no había tenido educación hasta que comenzó a bailar casi por casualidad, dejó traslucir su olímpico y aristocrático desprecio por el bailarín. Pero por alguna razón oscura, Addolorata se le convirtió en una obsesión. Se apasionó por ella de un modo irracional y esa misma pasión contrariada lo volvió más violento que nunca.
Valentina evitaba a su marido a toda costa, aún de desaparecer dentro de su propia casa, espantada por la cólera que estallaba por cualquier minucia. Marcello se encerraba en su estudio y ella corría a encerrarse en su dormitorio — ya no dormían juntos desde hacía mucho, gracias al Cielo —, a la espera de que el día siguiente trajera una relativa calma con la noticia de que él ya había salido.
Por medio de un preocupado Umberto supo de la persecución feroz de que era objeto Addolorata. “¿Por qué lo soportas?”, era la eterna pregunta de su amigo que ella no podía responder. ¿Cómo explicarle que pendía sobre ella una amenaza demasiado grande, demasiado cruel, si se atrevía a cualquier cosa ? Era preferible que sólo yo lo sufriera y no mi hija. Constanza ya sufrió demasiado. Debía proteger a su hija y al nieto al que casi no conocía.
La tensión en el teatro se hizo sentir. Corrieron versiones de que Marcello había forzado un encuentro a solas con Addolorata, acerca de cuyos resultados los vestidores y tramoyistas no terminaban de decidirse.
Umberto le confirmó luego que los Massarino se habían negado a renovar contratos con La Scala. El Consejo estaba desolado y Marcello manifestó su frío desagrado por la situación, comentando que Franco Massarino era un terrone sin educación y que no merecía que el teatro continuara ocupándose de él y de sus caprichos. Después de cinco o seis años de ese episodio y de no bailar en ningún teatro de Italia, los Massarino volvieron al San Carlo de Nápoles. Ella se enteró del acontecimiento por los periódicos, por Umberto que le contó que volaría de inmediato a tratar de convencerlos de volver a La Scala y por Marcello, que repentinamente tenía negocios en Nápoles.
Lo único bueno de todo eso era que lo tendría lejos por unos días y, quién sabe, como cada vez que viajaba por negocios y por mujeres, Marcello volvía de buen humor y la dejaba en paz, o al menos no la maltrataba verbal o físicamente durante un tiempo. No pudo haberse equivocado más: su marido volvió demasiado pronto, demasiado furioso, con esa cólera que era la que más la aterrorizaba porque permanecía agazapada como un animal salvaje a la espera de la más ínfima provocación.
Apoyó las fotografías a un costado sobre la cama y suspiró. Y ahora, mi propio nieto vive con la hija de los Massarino. Si los viera Marcello, se moriría de nuevo de la sorpresa. Si yo no hubiera sufrido tanto todos estos años, podría disfrutar de su castigo, más que merecido... Pensar que alguna vez te amé. Me quitaste a mi hija, me humillaste con tantas otras mujeres. La única que me respetó fue Addolorata. Voy a reparar tantos errores. Perdí a mi hija pero no voy a perder a mi nieto.
****
Gaetano Corrente azotó la puerta al entrar al cubículo de madera gastada que cumplía las funciones de despacho, archivo y fumadero de tabaco negro. Miró con disgusto el único rincón de su escritorio que no tenía papeles encima: había tierra acumulada, lo que significaba que hacía varios días que nadie se dignaba a limpiarlo. Estiró el brazo para alcanzar una carpeta que se mantenía en peligroso equilibrio inestable sobre una pila de expedientes de origen variado. Qué complicación, Virgen Santa. Es cana, carajo. Bah, es tan mortal como cualquier otro, meditó bajo los efectos mefíticos del humo. Pero me rompe las pelotas que sea cana. ¿Y ella? Nadie habló de una mujer. Otra cana. No había recibido instrucciones acerca de ella pero las necesitaría muy pronto.
Llegar a Valentina había sido casi un juego: Alessandra Giuliani se había encargado sutilmente de entregársela en bandeja de plata, por sus propios oscuros motivos. "La vieja dice que necesita un detective y me gustaría saber en qué anda. ¿No me harías ese favorcito?" Y ahora, Valentina confía en mí, se mordió el labio y pitó furibundo. ¿Desde cuándo tenemos problemas de conciencia ? Es un encargo como cualquier otro. Y estaba seguro de que no sería la primera ni la última vez que tuviera que "anular definitivamente" un "encargo", con ancianitas confiadas de por medio o sin ellas.
Bufó al tiempo que cambiaba de posición y el sillón crujió incómodo. Su reflejo en el cristal le devolvió un rostro cansado, con barba crecida de un día. Tendría que afeitarme antes de ver a Alessandra. Pensó en la mujer y en el cuerpo de la mujer y el habitual pulso erótico le recorrió la piel con la intensidad de siempre.
Macchè razza di coglione sono , Santo Dio(1) , no puedo seguir con ella. Se lo decía antes de cada encuentro y cuando la tenía cerca, se derretía como un pendejo. La relación con Alessandra podía costarle mucho más de lo que estaba dispuesto a perder pero era incapaz de tomar una decisión. Fumó con rabia el MS mientras giraba el sillón, para tomar el expediente del archivero y dedicarle un poco de su estimable atención a sus obligaciones oficiales. No hay nada definitivo, ninguna prueba. Nada que la Policía o los Carabinieri puedan usar contra Ruggieri o los Giuliani. Muy razonable, en tanto era él quien se ocupaba de mantener el expediente con el nivel de higiene adecuado. Se encogió de hombros mientras hojeaba las páginas manoseadas y sonreía torcido: tampoco sería la primera vez que un socio menor fuera abandonado para que las policías locales se lucieran metiéndolo a la sombra. Para eso estaban los hombres que pertenecían a las Fuerzas: para actuar cuando les correspondiera, eliminando las lacras de la sociedad. Él mismo, por ejemplo.
Tecleó desde el celular el número que jamás marcaba desde la línea telefónica común y esperó ansioso. Cuando la voz sensual respondió del otro lado, sintió que el nudo de la garganta se le disolvía en el estómago como por arte de magia y se insultó por ello. Arregló la cita y al cortar la comunicación, el deseo se había ocupado de ahogar a la culpa.
GÉNOVA, SEGUNDA SEMANA DE JUNIO
Marcel bajó al lobby del hotel para hacer la llamada. La quinta o sexta del día, pensó con acritud.
— Odette... — casi no podía hablar por la crispación que lo ahogaba.
— ¡Amor! ¡Qué sorpresa!
— Te llamé catorce veces a la oficina y no estabas...— gruñó.
— Estoy siguiendo un caso— ella replicó con tono de "ya deberías saber" y eso lo irritó más de lo que era capaz de admitir.
— No puedo volver este fin de semana — le informó brusco.
— Ah, bu- bueno...¿Cómo te está yendo con los cursos?
— Todo maravilloso — ladró —. Te extraño. Carajo, te necesito— podrían rastrear la llamada—. Tengo que cortar, no creo que pueda llamarte hasta el lunes.
— Está bien entonces...Espero tu llamada el lunes. Te quiero.
— Yo también.
Cuando colgó se sentía peor que antes. Subió a la habitación con ánimo pesado: Sonja lo estaba esperando y se le tiró encima apenas cerró la puerta.
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(1) ¡Pero qué clase de pelotudo soy, Dios mío!