POLICIAL ARGENTINO: La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 8

domingo, 8 de agosto de 2010

La mano derecha del diablo - CAPÍTULO 8


San Isidro, provincia de Buenos Aires. Segunda semana de mayo

— Con vos quiero hablar.
Aunque el tono de Ofelia no admitía réplica, a José le hizo gracia. Es la única persona que se atreve a hablarme de esa forma, y a quien yo se lo aguanto. Toda una vida bajo la mirada vigilante y atenta de la Ofelia, tanto que uno a veces se olvidaba que había sido nada más que un ama de leche para él y para el nieto. Con el correr de los años, Ofelia se había convertido en una institución en la estancia. La correntina manejaba con mano segura el puesto de ama de llaves que , solita, se había ganado de puro intervencionista. Cuando la conducción del casco quedó acéfala a la muerte de Aurora, aragonesa austera, eterna y seca, Ofelia tomó el poder silenciosamente. 
Cuando las demás — y ellos — se dieron cuenta, Ofelia mandaba cuándo se lavaban las sábanas, cuándo se hacía la limpieza general; cuándo se lustraba la platería y se ventilaban los cuartos cerrados y las alfombras; qué se comía y a qué hora.
Como para el tatita esas habían sido siempre cosas de mujeres, la dejó hacer. “No me toque los papeles del escritorio y no me entre si yo no mando”. Y como la palabra del tatita era sagrada para Ofelia, defendió el estudio con su propia vida, aún de las hijas que, cada vez más de vez en cuando, se acercaban a la estancia a cumplir con la ceremonia de un beso seco y desvahído en la mejilla del viejo. “El patrón no quiere que lo molesten”, y espantaba al resto de las sirvientas, administradores y demás personal del campo. Llegó a echar a un general. “A mí no me importa que mande ejércitos. Acá manda el patrón, y en la cocina, yo. Y se me limpia las botas antes de entrar”. El milico la miró de refilón y un edecán algo entusiasta intentó poner a la Ofelia en su lugar, pero el tira levantó la mano en son de paz, de una ojeada mandó atrás al edecán y se limpió las botas. Si en el Colegio Militar hubiera corrido la anécdota, el tira habría sido el hazmerreír de los cadetes.
Ofelia, casi la madre que no tuve, la que le habían contado se había muerto al pie de su cuna. No recordaba otro olor de mujer de su infancia más que el de Ofelia, gorda, los ojos negros y chiquitos como caramelos de orozuz, siempre apurada y de buen talante, manos callosas pero ligeras para sacudir un sopapo o, más a menudo, acariciar.  Menos al nieto. El nieto, arisco y orgulloso de su estampa y su ascendencia la despreciaba, como despreciaba a casi toda la gente de la estancia, él incluído. Ofelia era inmune a esos sentimientos de superioridad. “¡Yo te di la teta y te limpié el culo, mocoso de porra! ¿Sabés dónde te podés meter el orgullo ese?” Él la había mirado con el odio pintado en esos ojos del color del agua, los mismos que su abuelo, y con los dientes apretados pegó media vuelta y se fue derecho a las caballerizas. Salió como exhalación, azotando cruelmente al zaino, y se perdió al galope. Cuando volvió se encerró en su habitación y cuando salió, fue para volverse a Buenos Aires. El padre se quedaba, porque era el capataz y administrador del campo, desde que su propio padre, Elías Ortiz, muriera.
Elías, tan indio y mestizo como él y que nunca había abandonado la chatura de la estancia, se atrevió a soñar para su hijo un futuro diferente. Había temblado de miedo y de coraje cuando le pidió al patrón por su mocoso recién nacido que se había quedado huérfano de madre, y el patrón dijo que sí. Su hijo se criaría en el casco y tendría las oportunidades que él, como simple capataz, no podría ofrecerle. Elías murió antes de que él cumpliera los catorce, sin ver sus sueños realizados. Un profesor del Liceo Militar le avisó y para cuando llegó a la estancia, ya lo habían enterrado. Se sentó sobre la tierra, a llorar sin lágrimas junto a la tumba de aquel padre tan humilde que ni siquiera se atrevía a visitarlo en el casco.
Él le había enseñado a amar esa tierra desmesurada, de la que alguna vez habían sido señores libres y orgullosos sus ancestros ranqueles. “No te equivoqués”, le repetía, “uno no es el dueño de la tierra: es ella la que te deja estar, pisarla, cabalgarla, sacarle el jugo y el fruto.”
Le había enseñado, con conocimiento de indios fieros y sin más dios que el Gualichu, a montar en pelo; a domar un potro sin espuela ni rebenque, sino a fuerza de sobado y maniado, y a curarle las mataduras; a reconocer las tormentas por el canto de los sapos y "la” calor por el de las chicharras.
Pero Elías había querido para su hijo un destino distinto al de su raza despreciada y para eso, había hecho la renuncia más grande de su vida: había renunciado a su hijo. Con los sentidos a flor de la piel oscura y curtida como la tierra que amaba, le había dicho más de una vez que él, José, sería para el patrón como el hijo varón que nunca había engendrado.
“Está el nieto”, José respondía desde el rencor de sus doce años. “No te me equivoqués”, repetía Elías; “vos sos como el propio hijo: él te cría y te educa como yo hubiera querido hacerlo. Ya vas a ver, mocito”, sentenciaba entre mate y mate en la cocina de su propia casa, respetuosamente alejada del casco de la estancia. 
“No soy de su sangre”, insistía José, tozudo. Elías lo miró a los ojos, los suyos dos ascuas oscuras en la cara cuarteada por el viento impío. “Las mujeres paren con sangre y los hijos son de su carne. La hembra es madre en cualquier circunstancia, hasta del guacho que le hizo el conquistador bellaco. Ser padre es otra cosa: es enseñar a obedecer tanto como a mandar, es hacer un hombre hecho y derecho de ese gurí que no sabe nada de la vida más que lo que conoce alrededor de la pollera de la madre; es saber llevarlo de la mano y saber soltarlo a tiempo para que pueda volar.”
Extraña filosofía la de Elías. Pero al pasar los años, no se había atrevido a ponerla en duda. Tuve dos padres. No todos tienen mi suerte. Sacudió los recuerdos de un cabezazo y se acercó a recibir el  mate que Ofelia le tendía.  Esto va para largo, pensó y sorbió el amargo con fruición.
Ofelia Ramos

 — José... Lo estás dejando muy solo al Fernandito— Ofelia no era de dar vueltas cuando tenía que hablar.
— Ya sé — sacudió la cabeza —. Pensaba llevármelo al campo para Pascua.
— No alcanza con eso y vos lo sabés. ¿Qué querés, criar un guacho como el otro?
Para Ofelia, el nieto siempre era "el otro".
— Habrá sido cualquier cosa, pero guacho, no. Tenía padre y madre.
— ¡Padre y madre! — saltó la correntina—. ¿Y qué le enseñaron? ¡Madre! Ni le cambió los pañales. Ni a la escuela lo llevaba. ¡Lo único que le importaba era revolcarse con el marido! Ahí la tenés, entrando y saliendo de las clínicas de "recuparación"... En mi época le decían loquero... ¿Y él? ¡Lo metió de milico para sacárselo de encima, porque no lo podía manejar! O no le importaba.
— Ofelia — contemporizó —, yo también fui al Liceo y al Colegio Militar, y mi padre tampoco pudo criarme.
— Tu padre se deslomó trabajando para que fueras lo que sos — ella retrucó —. Era un buen hombre... se murió trabajando. —  Los ojos de orozuz se llenaron de lágrimas. Tiene la lágrima fácil, no hay nada que hacer. — Y el patrón se encargó de sacarte derecho. Si hubiera tenido la misma mano firme con el otro, no hubiera pasado lo que pasó.
Eso es cierto. A veces, allá en la infancia y la adolescencia, resentía el trato diferente. Ya adulto, comprendió que el tatita lo había educado tal como lo habían educado a él, en la severidad de la gente de campo. Como había querido Elías.
— Yo estoy vieja. A veces, me falta la paciencia. Y las mocosas de ahora no sirven para niñeras. El chico necesita que estés con él. Bastante que no tiene madre, pobrecita, Dios la tenga en la gloria.
Hicieron una pausa larga mientras Ofelia cebaba mate. Él no tomaba mate más que si ella lo cebaba. Si no, prefería el café. Sorbió lentamente mientras pensaba en Mariana con un dolor que se le había ido encalleciendo con el tiempo.
Hacía ya mucho que había descubierto que tenía que mirar las fotos para recordar aquellos ojos negros, la piel de durazno y el pelo renegrido y lustroso con que lo acariciaba cuando hacían el amor. Recordaba sus palabras, pero no la voz con que las pronunciara, su voz de miel salteña cálida y dulce. Mariana era el perfume de un recuerdo más que el recuerdo mismo, y eso le dolía con una pena larga y silenciosa que se negaba a compartir. Él no la había buscado pero ella había llegado, había entrado a su vida y se había ido, dejándole como ofrenda de amor y vida a Fernandito, y de ese modo él había ganado y había perdido.
Había otras mujeres, siempre las habría, bellos adornos que él colgaba de su brazo en ocasiones y que sólo podían despertarle la necesidad de satisfacer su biología o su lujuria, dependiendo del estado del tiempo y de su estado de ánimo; ninguna le había importado nunca lo suficiente como para querer resignar su viudez empedernida y melancólica.
— Sabés, los otros días me encontré con la Alcira...— Ofelia reanudó la conversación y él la interrogó con una sacudida del mentón —. La paraguaya que trabajaba en la casa de Buenos Aires, antes que ellos se vinieran a vivir acá. La que se escapó cuando él todavía estaba en el Colegio Militar.
"Ellos": el nieto, su madre y su padre. El desprecio de Ofelia se basaba en el uso discriminatorio de los artículos.
Fernando Ortiz
— Se enteró por los diarios de que el otro había muerto. Me dijo que después de más de veinte años, ahora podía dormir tranquila. Que siempre le había tenido miedo. Me contó... bueno, cosas de mujeres... ya te imaginás... Estas paraguayas calentonas... bueh ... — renegó Ofelia. — Qué chinita del campo, qué prima no se revolcó con él... Mirá si se le iba a resistir una sirvienta... Pero parece que ya de esa edad le venía el vicio, o lo había aprendido del padre.
José la miró sin levantar la cabeza, mientras el acíbar de la yerba se le hacía menos amargo que ciertos recuerdos. 
 La mataba a rebencazos. Le dio a probar esa porquería... Y era un mocoso.  Y lo que hizo después...— Ofelia estaba conversadora pero la conversación estaba tomando un giro incómodo. Los hechos de los años de represión no eran materia de discusión, ni siquiera con Ofelia. Él había podido mantenerse al margen gracias a una conveniente agregaduría en una sede diplomática del otro lado del mundo, pero su calidad de militar lo encuadraba dentro de las generales de la ley. Prefería no rememorar esas épocas nefastas.
— Ofelia, sé que estoy mucho tiempo fuera de casa, lejos de mi hijo. No es lo que me gusta, pero es lo que tengo que hacer. En este último viaje las cosas se demoraron un poco más de lo previsto, pero ahora me voy a quedar.
— Hacés bien. Un varón tiene que estar con el padre. El padre tiene que educarlo, enseñarle. Lo mismo que a vos te enseñó el patrón. Vos sos más su hijo que lo que son las pitucas esas de las hijas, o de lo que alguna vez fue el nieto.
Se sorprendió de la capacidad de penetración de Ofelia.  Ensayó una sonrisa triste y ella se levantó a tirar la yerba. Terminó la conversación.
— Andá, todavía  debe estar esperándote. Es más duro para dormirse...





Buenos Aires,  Cuartel general de la Orden del Temple. tercera semana de mayo, por la mañana



— Señor...
Se volvió apenas en el sillón giratorio hacia la puerta del despacho. Conrado Seoane. El "señor" sonaba siempre forzado entre los dientes del subteniente, que nunca lo llamaba por el rango. No podía decirle nada. No se habían cruzado en una situación pública tal como para que el otro tuviera que hacerle la venia o manifestar de alguna manera su reconocimiento hacia la superioridad de sus jinetas de coronel.
Mocoso de mierda. Un "criadito", lo mismo que yo, pero con más ínfulas que una puta cara.
Cuando regresó a  Buenos Aires a finales del '83, después de casi seis años de ausencia, lo encontró en la estancia jugando con las mujeres en la cocina. Un angelote rubio con ojazos de un azul tan profundo que lastimaba.
La versión oficial hablaba de una chinita de Nueve de Julio — una de tantas —, seducida por el maduro atractivo de Conrado Seoane senior, todopoderoso mayordomo de la estancia grande y yerno del viejo. Todos la habían comprado sin rechistar, inclusive Dora, interesada directa en el oscuro asunto, en tanto esposa cornuda. Desde la muerte accidental de su marido, Dora se hundía en un ciclo maníacodepresivo tras otro  y como no podía prestar atención al mocoso que le evocaba la infancia del suyo propio, lo mismo que con su hijo mayor había dejado la crianza en las manos de su padre. Si hubieran debido criar en la estancia a cada hijo del mayordomo, habría batallones de gringuitos arreglando los alambrados.
La historia real de Seoane junior era bastante más turbia pero nadie se hubiera atrevido a evocarla. Seoane había llegado a la estancia en la primavera de 1977, envuelto en una frazada blanca de hospital y berreando como un ternero muerto de hambre. Sólo había hombres de uniforme acompañando al Brigadier y a su padre el mayordomo, en el auto sin patente en el que habían traído al mocoso. Ofelia había recogido sin preguntar el paquetito rubio, gritón y sin nombre, y se había ocupado de cambiarle los pañales, darle una mamadera y poner en condiciones una cunita arrumbada en el cuartito de los trastos viejos.
Si había habido alguna explicación, había sido dada frente al escritorio inmenso del viejo, en el estudio al que nadie entraba cuando se cerraba la puerta. Cuando padre e hijo salieron, el Brigadier le hizo una seña a Ofelia: “Se queda”.  Nadie osó cuestionar la decisión del tatita de criar al mocoso como si fuera un miembro más de la familia.  El “hermanito mayor” estaba fascinado con el borrego: lo mimaba y malcriaba como si fuera de su misma sangre. Ante la pregunta de algún desprevenido, el Brigadier aseguraba que era su hermanito,  el “hijo de la vejez” de sus padres. La única vez que vi a ese hijo de puta demostrar cariño por alguien. Dejó las meditaciones de lado por un momento para prestar atención.
— Diga, Seoane...
— Los registros contables del comprador francés — le tendió las hojas de impresora, sin agregar otro "señor".
— Gracias. Puede retirarse.
Seoane giró marcialmente sobre un talón, picó la punta del pie derecho y salió, vista al frente y sin mirar.
Me aborrece por reflejo de lo mucho que me aborrecía el otro. Si supiera que ni siquiera me importa lo suficiente como para devolverle el sentimiento...  Se encogió de hombros .
“Se va a tener que acostumbrar al odio, José”, le había dicho una vez el viejo. “Su puesto genera odios de parte de la gente más inesperada. Que lo odien, mientras le tengan miedo. El miedo se huele y cuando uno le aprende el aroma, reconoce a los que le temen y los usa en su beneficio.”
Volvió a los papeles: tienen bastantes quilombos. Y encima le dio por jugar al político importante.  Fanfarrón y bocón como todos, no sé de qué me asombro. Como si los de acá fueran diferentes. La misma mierda con diferente nombre. Nunca le había gustado el hombre y ahora le gustaba menos.
El tatita se había hartado de las nuevas "degeneraciones" de políticos.
— Parece que no hubieran aprendido nada— rezongaba —. Mire al mico éste: las ovejas lo votaron como si fuera la última esperanza del resurgir nacional y ya las traicionó. ¿Sabe qué es lo peor de este mico? Que no tiene palabra. ¡Y se quejaban de Perón y de sus ministros! ¡Pero por favor! —  renegaba el tata —. No me van a comparar, ¡Perón era inteligente! A éste y a su cría, su propia corruptela los embruteció. Pero todo se paga. Mientras tanto, él juega al emperador latinoamericano y se rodea de la Corte de los Milagros.
A medida que concluían los negocios pactados, La Orden se apartaba de los círculos económicos y políticos locales y volvía a poner miras en el exterior. Los escándalos políticos, judiciales y diplomáticos por coimas ya ni siquiera merecían notas en los diarios, aunque involucraran la venta del patrimonio del Estado a precios viles y en condiciones más viles todavía. Las peleas a los gritos en el despacho principal de la Casa Rosada eran por ver quién se quedaba con la mejor parte de un negociado.
El viejo dio la orden de apartarse de los contactos en el gobierno, operadores y lobbistas confiados en la impunidad sin límites de la que parecían gozar los miembros de un Gabinete que oficiaba de nexo con los parientes, amigos y entenados de turno. Tanta exposición pública terminaba siendo perniciosa.
Ni siquiera esos nuevos que habían aparecido en medio de una dudosa alianza contra el partido reinante les merecían confianza. Alianza un carajo. Se están despedazando entre ellos como hienas.
 Había que prepararse para la crisis brutal que asomaba en el horizonte, y fortalecer las empresas y operaciones tradicionales. Diversificar, reinvertir en el exterior, afianzarse y capear el temporal, con plazos de por lo menos veinte años. El viejo planificaba con asombrosa sangre fría un terreno que jamás vería.
A veces me pregunto si no sería mejor trasladarnos de una vez por todas a Nueva Central. Suspiró ante la conclusión de siempre. El centro operativo tiene que estar en donde están las necesidades inmediatas, pero el centro neurálgico necesita de la inmensidad silenciosa de la tierra para meditar cada paso. El poder debe ejercerse en soledad, y si la soledad es ascética, mejor. Se evitan las tentaciones. Sin odio, sin rencor, sin piedad. Sólo lo que hay que hacer. La cabeza de la Orden se queda acá. El cuerpo es el mundo, pero la cabeza descansa en lugar seguro.
El viejo se había quedado callado, mirándolo.
— Acá es mejor. Las decisiones de poder se toman en soledad y silencio.
Él había asentido sin hablar. No era necesario.

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