Foto de Flickr: Esprit de Sel
SUBURBIOS DE PARÍS, MARTES POR LA TARDE
—Comisario, use la máscara para entrar ahí abajo.
No necesitaba el consejo: el hedor del lugar se estaba filtrando desde el segundo subsuelo por el hueco del montacargas y por la escalera de incendio que rodeaba el hueco. La sorpresa había sido mucho más que desagradable, sobre todo porque las ratas presentaron batalla. Finalmente las combatieron con el método expeditivo del lanzallamas. Cerraron la puerta metálica tan rápidamente como lo permitió la cerradura eléctrica y esperaron a que se extinguiera el fuego, que se demoró sus buenos quince minutos, antes de volver a abrirla. Había olor a cloacas mezclado con el de la carne hedionda y quemada de esos bichos asquerosos, más otro, muy identificable, a cadáveres en descomposición.
Auguste ya conocía al enemigo: había sufrido la presencia ubicua de las ratas durante su infancia en las bambalinas y los sótanos de la Ópera-Garnier. Siempre había un tramoyista persiguiendo a alguna que intentaba comerse las cuerdas de los contrapesos; los vestuaristas se quejaban a la administración del teatro porque cada tanto, los trajes más antiguos aparecían mordisqueados; a pesar de los intentos de exterminio, las chicas gozaban de buena salud y de un increíble poder de recuperación.
Tuvo un encuentro cercano con una de buen tamaño una vez que, aburrido, se escurrió del camarín de sus padres durante un ensayo general. Fue a su lugar favorito, los talleres de escenografía. Tenía muchos amigos entre los escultores, pintores, carpinteros y demás artesanos que trabajaban en el teatro. Era tarde, el taller estaba vacío y subió por la escalera de una escenografía para deslizarse por la balaustrada. Cuando se estaba trepando, un bulto gris chilló delante de su nariz. Saltó por encima de él mientras la cola larga y dura le rozaba la cabeza. Él gritó y salió corriendo aterrorizado; en sus siete años de vida nunca se había enfrentado a un enemigo tan feroz. Tardó bastante en volver de visita al taller, pero tuvo la valentía de no contarle nunca a nadie que había huido frente a una rata. Durante un tiempo mantuvo una conducta tan ejemplar que su madre pensó que estaba enfermo.
Cuando Odette tuvo edad suficiente para acompañarlo en el safari, la llevó a ver la ruta de los bichos y las hileritas de paseantes que hacían equilibrio en la cuerda floja de los contrapesos de los telones. Afortunadamente, su hermana siempre mostró un respeto muy saludable por las chicas, y lo consideraba un héroe por su hazaña contra el rey de los ratones del "Cascanueces", que era casi la versión que le había contado de su encuentro con el peligro.
Para vanagloriarse, también la llevó a conocer al empleado de la empresa de exterminio de plagas. Odette le hizo tantas preguntas que el pobre tipo, aburrido de aguantarlos, rezongó preguntándoles si no serían los hijos del conde Drácula, tanto interés mostraban por las ratas. “No. Somos los hijos del señor y la señora Massarino”, respondió él. El hombre abrió la boca y la cerró con el asombro dibujándole una expresión cómica en la cara. Los hermanos aprendieron muy temprano la importancia de los nombres influyentes. Después, hecho un almíbar de amable, el hombre les dio una de las mejores clases de su vida sobre biología de roedores. Les explicó las costumbres y les mostró las señales del paso de los bichos, dónde dejaban los excrementos, qué comían —prácticamente de todo— y los sitios en los que preferían vivir y anidar; por último les mostró todos los venenos que llevaba. “¿Y si no quieren comerse el veneno?”, insistió la chiquita. “Entonces las corremos con fuego, pero eso es peligroso y sólo puede hacerse en cloacas o lugares que puedan cerrarse, para no dejar salir a las ratas o, peor, propagar el incendio”. Tampoco era cuestión de arrasar París por unas ratas de porquería.
—Comisario, habría que llamar al forense —la voz del oficial salía deformada por el filtro antigás.
—Vino conmigo. Está poniéndose la máscara.
Carajo, siempre creí que los forenses eran capaces de aguantar cualquier cosa. Los ojos del patólogo, única parte de la cara visible detrás de la máscara, se habían abierto de horror. No era para menos: aquello era un osario. Los hombres recogieron los restos en bolsas de plástico. Gracias al cielo que Odette no está aquí, pensó Auguste.
—¿Qué había?— preguntó Marceau a media voz.
—No creo que les guste— Massarino los miró a ambos con una mueca inconfundible. Un par de auxiliares del forense estaban cargando bolsas de plástico negro. Nikolai Paworski miró al comisario y señaló con la cabeza hacia el fondo del pasillo.
—Una auténtica Corte de los Milagros, ¿eh?
Massarino asintió, todavía asqueado y pálido. Ráfagas de hedor trepaban por el hueco del montacargas. Subieron a la planta baja en silencio. Por fin el comisario habló.
—Un minicementerio. Sin demasiados restos, porque las aguas servidas habrán arrastrado la mayor parte y los bichos hicieron lo suyo también.
—Habría que demoler este edificio de mierda hasta los cimientos— dijo el ingeniero sin mirar a nadie. Con lo que había visto con Marceau y Dubois en el pasillo del segundo subsuelo era más que suficiente para tirar abajo todo el lugar. Digna copia de un campo nazi de exterminio resultaron las catacumbas; habían reemplazado el horno por las cloacas.
—Los cimientos... —murmuró Marceau—. Estábamos en los cimientos del edificio...
—Los muros son muy viejos —comentó Massarino, y cruzó miradas con Marceau. Comunicación telepática. Cuando estos dos empiezan a hablar en código Morse, uno se queda indefectiblemente afuera, pensó Paworski, un poco molesto.
—¿Como las cloacas? —Marceau.
—Más viejos. En esta zona no son tan antiguas —Massarino. Y después de un silencio: —¿Pagaron para que la traza pasara por aquí?
—Qué vecinos influyentes... —acotó Marceau, sombría—. ¿Quién es el verdadero propietario? —y señaló con un movimiento de cabeza a su alrededor.
—Buena pregunta, mejor respuesta.
—Te atrapé, rata— Marceau no se refería a ninguno de los presentes—. ¿Qué tenemos?
—Nada, ni papeles ni escrituras— Massarino negó con gesto torcido —.Los abogados que detuvimos tampoco tenían nada.
—¿Extranjeros?
— Más que una posibilidad. Pero sería peor que buscar una aguja en un pajar.
—¿Ya te diste por vencido?— Marceau azuzó al comisario.
—¿Apostamos? — Massarino levantó una ceja desafiante.
—Pero si los encontramos...
—Nada. Si los encontramos, nada— aclaró Massarino—. Nada de desapariciones.
—Uf…— Marceau echó la cabeza hacia atrás, visiblemente molesta.
—Uf, un carajo— contestó el comisario.
Paworski los miró sorprendido. ¿Massarino tratando así a Marceau?
—No quiero movimientos raros. Es una orden.
E indiscutible, o por lo menos eso se desprendía de la expresión y el tono duro del comisario.
—Sí, comisario— Marceau aflojó los hombros y no volvió a replicar.
Ésta es buena. Parece que Massarino sabe cuándo aplicar el peso de la autoridad, el ingeniero sonrió para sus adentros.
—¿Qué es esa cantidad de carpetas que Dubois, Meyer y los otros llevaron a la Brigada?- preguntó Massarino.
El comisario cambió de tema. ¿Negociando la paz? Paworski paseó la mirada de uno a otro mientras ella explicaba.
—Paworski también encontró grabaciones de entrevistas.
—Vamos a tener unos días muy entretenidos cazando ratas por todo el país — Massarino esbozó una sonrisita siniestra.
—Ya lo creo — acotó el ingeniero — A los de la Riviera no va a gustarles nada arrestar a los que los invitan a las fiestas...
—¿Qué tal los próximos titulares de las revistas de actualidad? “Visitamos la elegante celda del barón von Deustche”... “Motín de presos por la falta de champaña en los almuerzos: Exigimos que se nos trate de acuerdo con nuestra clase social”... —Marceau tenía una expresión malévola.
—Abajo el clero y la monarquía— Massarino se rió.
—Viva la Revolución — y se rieron los tres.
Marcel corrió al gimnasio sólo para encontrar a Paworski que se ejercitaba con unas pesas. A los cincuenta y siete años, el ingeniero conservaba el físico ágil y nervioso de un deportista. Eran bastante más de las siete y media. Sin darse cuenta, Marcel golpeó el marco de la puerta de entrada con el puño. Mierda. Necesito encontrarla, hablar con ella. Paworski se volvió.
—Se fue hace diez minutos.
No hacía falta que dijera quién. El gesto de contrariedad de Marcel debió de ser tan evidente que, cuando daba media vuelta para irse, Paworski lo llamó.
—Dubois... —hizo una pausa, esperando que lo mirara—. Habitualmente me interesa un cuerno la vida del prójimo, y creo que eso es evidente —el ingeniero sonrió a medias. Marcel lo miró con el entrecejo fruncido.— Pero voy a hacer una excepción. No por usted, sino por Marceau.
¿De qué está hablando? Su silencio invitó al otro a continuar.
—No es fácil trabajar con alguien brillante, más inteligente que uno. Sobre todo si ese alguien es una mujer. Cuando se consigue aceptar ese hecho, trabajar con Marceau constituye un absoluto placer intelectual, del que personalmente disfruto tan a menudo como puedo.
Marcel se quedó sin palabras.
—Placer que, imagino... repito: i-ma-gi-no —remarcó Paworski— sólo debe ser superado por el de llevarla a la cama.
Marcel lo miró con la mandíbula encajada y los puños apretados, pero el otro no se amilanó.
—No cometa el error de subestimarla, Dubois. Sus compañeros anteriores fueron unos imbéciles que, o no soportaron que ella fuera dos pasos delante de ellos, o creyeron que era una muñequita con la que entretenerse en horarios de trabajo.
—Nunca... nunca pensé en ella... de esa forma —. Era cierto.
—Le creo. Segunda advertencia, teniente. No crea en las estupideces que circulan por este lugar. En los años que he pasado aquí, nadie ha podido alardear de haberle tocado siquiera un pelo de la cabeza. Y no sólo eso. Estoy por demás seguro de que ella jamás ha sido ni será la amante, no ya de los que le adjudican de oficio, sino de ningún tipo que camine por la faz de la Tierra, simplemente porque no es segunda en nada ni de nadie — Paworski hizo una pausa, esperando que asimilara lo que acababa de decir. —¿Sabe? Tiene una voz magnífica. Una vez le pregunté por qué demonios no se había dedicado a la lírica en lugar de venir a hacerse matar en la Brigada. Me respondió que las contralto nunca son prime donne. ¿Entiende lo que quiero decir?
Marcel bajó la cabeza, atormentado por los recuerdos. Dios, cómo pude...
—Pero... —vaciló. Paworski parecía saber —¿Y... Massarino? —preguntó casi sin voz.
—Observe, Dubois. Aprenda. No sé qué clase de relación tienen pero no es lo que el populacho imagina.
Marcel se sobresaltó pero no abrió la boca. Paworski siguió.
—Es algo mucho más profundo... pero no carnal, no al menos de cuestiones de cama. A veces pareciera que se leen la mente mutuamente, y eso me da escalofríos... Es extraño de entender... pero comparten algo muy íntimo... que no es el dormitorio.
Hicieron un silencio muy largo. Por fin se atrevió a preguntar otra vez.
—¿Por qué me dice todo esto?
Paworski hizo una pausa. Lo miró a los ojos y Marcel reconoció sus propios sentimientos en el otro.
—Porque yo también estuve enamorado de ella.
BUENOS AIRES, MARTES POR LA TARDE
—¡Dame ese fax! —se lo arrancó de las manos con violencia. Ahí estaban. Los nombres, las direcciones. Las fotos.
—¡Pará, boludo! ¡Lo vas a romper!
—¿El tipo quién es? —preguntó el Tigre.
—El comisario que dirigió el copamiento.
—¿Y ella? ¿Es la minita del quía?
—No. Cana también. La hermana.
—¿De quién?
—¡Del comi! ¡Dejame de joder!
Mengele se acercó en silencio, a leer por encima de su hombro.
—Marceau —murmuró ominoso—. Igual que la encomienda.
El Brigadier miró con esos ojos azules terribles.
—¿Qué querés decir?
—Lo que te vengo diciendo desde hace un montón. ¿No te acordás de cuando al Tano lo fueron a ver esos “parientes”? ¿Lo que le habían preguntado?
—¡Carajo, siempre hinchando las pelotas con eso! ¡Pasó hace trece años! ¿Quién mierda...?
—Ella, pelotudo —se le acercó hasta que pudo sentirle el aliento—. Es la mujer. ¿Por qué mierda no leés? —Mengele estaba blanco de rabia. Parecía a punto de pegarle una trompada.
Es cierto. Yegua de mierda, ¿buscás vengar a tu macho? ¿Nos cagaron todo un operativo de años por cargarnos a un cana? Miró la fotografía. No tiene nada que ver con el tipo. Él tendría arriba de cincuenta si viviera. ¡La puta que la parió!
—¿Estas fotos son actuales? — el Tigre ocupándose de minucias, como siempre.
—¡Cómo no van a ser actuales! —rugió Mengele.
—Linda, la turra —se miraron con Cachorro—. Che, Mengele, ¿estás seguro de que es la mujer del paquete? Es un poco joven.
—¡Terminen de hablar pelotudeces! — el Brigadier los fusiló de una mirada.
—Cagamos. El jefe está caliente.
—Nos vamos para Lisboa. Vos —al Tigre—, vos —al Cachorro—, el Mula y el Yarará vienen conmigo. Como ordenó el viejo, pero antes vamos a dar un paseíto por Europa.
Hizo una pausa y siguió con el odio tiñéndole la voz.
—Tenemos un fin de semana. No lo voy a desperdiciar. Mengele, vos también. Estamos todos en el mismo barco.
—¿Y si se avivan?
—¡De qué!
—¡De que no fuimos! ¡Las órdenes son estar antes del lunes! —el Cachorro siempre tan obediente.
—Las conexiones con África son una mierda. El Yarará ya se comió sus buenos plantones anclado en Lisboa y Dakkar.
—Seguro, hermano— el Yarará asintió. —Además, es un “toco y me voy”, ¿no, jefe?
El Brigadier lo miró con furia, pero después se rió.
—“Toco y me voy”... Va a ser un poquito más que “toco”...
—¿Qué pensás hacer? —Mengele se cruzó de brazos, con cara de culo.
—Los voy a reventar. A la puta esa y al hermanito.
—Estás pensando en caliente. Eso no sirve, es una pelotudez. No podés pisar la mitad de Europa. Y estás desobedeciendo órdenes directas.
—No me busqués, Mengele.
—No te pongas al viejo más en contra todavía. Bastante quilombo tenemos como para que te dediques a asuntos personales. Ya hablaste con el tira de allá. Dejá que se encargue él.
—¡Es un pelotudo! ¡Un inútil! Hoy, ¿entendés? ¡HOY consiguió todos los datos! ¡Forro! Como no se encargue de los que le tocan a él, lo reviento. Esos canas ya se cargaron prácticamente a todos —bajó la voz, ronco de rabia—. Falta que vengan a golpear la puerta para rompernos el culo en casa. No, macho, los voy a hacer mierda personalmente.
—¿Y vos qué sabés si consiguieron los datos hoy? ¿Te creés que arriba no estaban enterados de quiénes eran?
Lo miró furioso. Sí, el viejo tiene que saber. Guacho de mierda, ¿lo supo todo el tiempo? La boca se le deformó en una mueca de violencia. ¿Y por qué los va a perdonar? ¿Tiene miedo? ¿De quién? Si nadie nos toca el culo. ¿El viejo se volvió cagón? No. El pensamiento lo azotó como un trallazo. Es un manejo de Ortiz. Negro de mierda, te diste el gusto de ponérmelo en contra. Estás todo el tiempo con él, llenándole la cabeza. Me odiás y yo también te odio. Me quitaste el lugar junto al viejo, pero te voy a devolver el favor. Nadie me va a sacar lo que me pertenece ni decirme lo que tengo que hacer. Voy a arreglar este quilombo, y cuando vuelva, van a saber quién manda. Se terminó Ortiz. Se terminó el viejo.
La decisión le recorrió el cuerpo con un estremecimiento. Se terminó el viejo. La sola idea del poder que iba a caerle entre las manos le sacudió la entrepierna.
—Te estás jugando la cabeza por una calentura... —insistió Mengele ante su silencio.
Agarró al doctor del cuello de la camisa y lo sacudió contra la pared.
—¿Qué te pasa? ¿Tenés sangre de pato? Cuando hay que apretar a alguno, mandar a la parrilla, trasladar, cogerse minitas, laburo fácil, ¿eso sí te gusta? ¿Reventar por encargo a periodistas sí te gusta? ¿Y ahora que hay que defender lo nuestro, me decís que estoy caliente? ¡Claro que estoy caliente! —lo sacudió de nuevo—. ¡Muy caliente! ¡Tanto que la puta esa va a maldecir el día en que nació!
Siguió sacudiéndolo y golpeándolo. Para cuando pudieron sacárselo de entre las manos, Mengele estaba muerto.
—Tírenlo por ahí. Total, a este hijo de puta no lo quería ni la familia. Preparen todo. Y ni una palabra del paseíto.
—Sí, señor.
El Tigre le hizo señas al Cachorro. Se acabó la joda. El jefe se calentó en serio.
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