Quai des Orfévrès - vista desde La "Tour Pointu"
PARÍS, QUAI DES ORFÈVRES. LUNES, ÚLTIMAS HORAS DE LA TARDE
Se desplomó sobre la silla de su cubículo, ante la pantalla, sintiéndose miserable. No tengo un maldito analgésico y el primer día siempre es el peor. La puerta se abrió a sus espaldas. Odette giró a medias la cabeza y al ver entrar a Marcel, se revolvió en el asiento con la velocidad de una serpiente, apuntándole con el arma.
—Como te atrevas a acercarte, te vuelo las pelotas.
—¡Odette, por favor, necesito hablarte....!
—Fuera. Fuera de mi oficina y de mi vida.
—Odette... —suplicó—, fue.. un error. No sabía lo que hacía.
—Vas a necesitar otra excusa menos vulgar, Dubois. Acá es demasiado habitual.
—Por favor, dame una oportunidad...
—A mí no me diste ninguna. ¿Qué se siente al violar a un superior?
Él cerró los ojos, mudo, sin atreverse a mirarla.
—Tenías razón respecto del piso. Es demasiado grande y demasiado caro para el salario de un policía. Lo habíamos pensado para una familia. Por suerte tengo mi pensión de viuda. Pero aunque quisiera, no puedo venderlo, porque no pude terminar de pagar la hipoteca —se puso de pie. El cañón se movió un milímetro, y él intentó acercarse otra vez. —Otro paso más y te borro la cara.
Sin dejar de mirarlo, tomó el sobre de encima del escritorio y se lo arrojó con desprecio. Marcel levantó las manos instintivamente y lo atajó. La miró confundido y revisó rápidamente el contenido. Vio cómo los ojos de él se llenaban de lágrimas de culpa, pero estaba resuelta a no tenerle piedad.
—Afuera.
Marcel dio media vuelta y salió, blanco como el papel.
Carajo, ¿no puedo hacer nada bien? El aire no alcanzaba a llenarle los pulmones. Tenía ganas de golpear las paredes. ¿Qué hago? ¿Vuelvo a entrar y...? La mirada de ella tenía tanta determinación... Pero anoche, Dios, anoche me rogó, lloraba. ¿Cómo pude hacer lo que hice? Soy peor que los otros monstruos. Los billetes de mierda quedaron hechos un bollo inútil en un cesto de papeles del pasillo.
Sully se lo cruzó y lo saludó, pero él ni siquiera la oyó.
— Buen día, teniente... — Sully enderezó la espalda y agitó la cola de caballo rubia. Cero resultado: Dubois siguió de largo como si estuviera ciego y sordo.
—¿Qué le pasa? —preguntó, molesta. No estaba acostumbrada a que la ignoraran.
Bardou señaló la puerta de Marceau con un cabezazo y una media sonrisita sobradora y eso bastó para que la cabo enrojeciera de rabia. Sacudió la pila de expedientes que traía sobre su escritorio, con tanta fuerza que saltaron de vuelta al aire y se desparramaron por el piso.
— ¡Eh, Sully! ¿Esos no eran para Marceau? — Bardou estaba a sus anchas.
— ¡Que se los junte ella! — chilló Sully y dio una patadita en el suelo antes de salir al pasillo y desaparecer.
Foulquie le lanzó una mirada reprobadora y se ahorró la respuesta. La puerta de la oficina de Marceau no se abrió en toda la tarde.
Llegó a su departamento pasadas las nueve de la noche. No quería entrar en el dormitorio. Eso es estúpido. Marguerite estuvo esta mañana y debe de haberlo arreglado. Espero que haya quemado la bata y las sábanas. Otra estupidez. Qué sabe Marguerite.
Pasó rápidamente al vestidor, se desvistió y se puso una bata diferente. Su vieja bata azul de seda china. Papá y mamá la habían comprado en una gira por los Estados Unidos. Nadine tenía una igual, verde esmeralda, que también conservaba. Papá la había comprado para mamá, pero mamá insistía en que no le sentaba el verde, y cuando Auguste se casó, se la regalaron a su nuera, que la usó en su noche de bodas. Lola había conseguido que Franco le comprara una bata de seda roja con arabescos dorados. Parecía Madame Butterfly, y a papá se le había ocurrido que prepararan una coreografía con la ópera de Puccini, pero mamá insistía en que no se puede bailar en quimono.
No hay como las pequeñas cosas y los recuerdos familiares para sentirse contenida.
Te extraño, mamá, pero no puedo llamarte para contarte nada de esto. No voy a llorar un carajo.
Cuando salió del baño, vio la camisa negra, lavada y planchada, colgada de la percha-valet junto a la ventana. Te odio. En un primer impulso estuvo a punto de hacerla un bollo para tirarla a la basura. Estoy un poco irracional. Se tiró en la cama. A veces me gustaría fumar, para poder hacer algo con las manos cuando pienso. Recorrió el cuarto con la mirada, pensando en cualquier cosa. Estiró la mano para acariciar el retrato de Jean-Luc: su pequeño acto de amor diario. Se levantó a prepararse un café. No tengo hambre. Mejor tiro la comida antes de que Marguerite se dé cuenta.
Cuando volvió al dormitorio con la taza de café con leche, miró hacia la cama. Desde allí se veía cla-ramente la fotografía. La comprensión le llegó inexorable. Todo un caso, resuelto de punta a punta. Y con atenuantes para el criminal.
En contra de sus deseos, los hechos del día anterior tomaron la dimensión exacta en su memoria. No había sido Auguste quien había llamado por la tarde, sino Marcel. Dormida, se había equivocado, ¡ella, que jamás confundía una voz! Después él la encontró casi desnuda, con el maquillaje un poco corrido porque no se había lavado la cara al volver de la casa de su hermano, con la cama deshecha... No hacía falta demasiada imaginación para encadenar las conclusiones a las que él había llegado. Qué increíble. Qué conjunción terrible de casualidades. Te perdí. No nos dimos oportunidad ninguno de los dos.
Se levantó y llevó la camisa negra al cuarto de huéspedes para guardarla.
BUENOS AIRES, MEDIODÍA DEL LUNES
—Nos retiramos.
—¡NO!
Los ojos azul hielo lo taladraron. El viejo se recostó contra el respaldo del bergère, estirando las piernas con pereza.
—¿Perdón?
Retrocedió ante esa mirada glacial, terriblemente igual a la suya.
—No... ¡no podemos! ¡No vamos a dejar caer la organización así como así!
—No se equivoque. No dejamos caer nada. Es una retirada táctica. Reagrupamos y reiniciamos las operaciones en otra parte.
—¡Cómo, carajo! ¿Cómo? ¡Nos están haciendo mierda en todos lados! ¡Tienen los listados!
Ortiz lo fusiló de un solo vistazo oscuro. Con la calentura, el Brigadier se había olvidado lo mucho que le molestaban las puteadas al número uno.
—¿Tiene idea de por qué pasó todo esto? Fue un error de mi parte.
El Brigadier quedó mirándolo con la boca abierta.
—Sí, aunque usted no lo crea, yo me equivoqué. Le permití a usted organizar ese operativo tan desagradable, con mujeres de por medio.
Intentó interrumpirlo, pero los ojos de Ortiz le ahogaron las palabras en la boca. EL viejo siguió.
—Nos convertimos en vulgares tratantes de blancas, mire qué lindo, por hacerle caso a usted— apretó los labios en una línea muy fina— Una cochinada. Así nos fue.
—No, espere. Las transacciones dejaban fortunas y el riesgo era mínimo. Usted estuvo de acuerdo con eso.
—Digamos que no evalué a fondo todas las posibles derivaciones. Cometí un error de apreciación.
—Los clientes estaban muy satisfechos...
—Y Armand también, ¿sí? Porque fue Armand el que lo apoyó en París. A Jacques no le gustaba, pero, como buen militar, ejecutaba las órdenes sin discutir. No se puede trabajar con mujeres; se lo expliqué miles de veces.
—¡Pero si no...!
—Llámelo con el eufemismo que más le guste: intermediación, abastecimiento, servicio... como quiera. ¡Nuestra organización, rebajada al proxenetismo! Ese operativo terminó hundiendo al cuartel de París. Reorganizar y reagrupar Europa va a llevar bastante tiempo. No vamos a poder tener una base en el continente durante unos años.
El Brigadier seguía de pie delante del sillón, cada vez más nervioso, sin osar sentarse. El viejo no se había molestado en invitarlo a hacerlo. Y ese lagarto servil y traicionero de Ortiz, que no me saca los ojos de encima. El perro de presa del número uno. Le lame la mano al viejo después de destrozarte la garganta. Negro hijo de puta, tendrías que estar viviendo con los puesteros.
—Tranquilo —el viejo levantó la mano con gesto pacificador —. Lo básico sigue en pie, ¿sí? De eso no se perdió nada: las plantaciones, las industrias pesadas, los transportes. Todo eso está. Y el mercado también. Asumo mi total responsabilidad por las pérdidas y los errores. Ahora hay que repararlos, en la medida de lo posible.
—Perdimos muchos buenos elementos —admitió el Brigadier en voz baja.
—En estos momentos no es lo más importante... Pero, sí, perdimos hombres muy preparados.
—Déjeme tratar de arreglar las cosas allá. Le prometo que no dejo títere con cabeza. Esos tipos tienen que pagar por lo que hicieron. Voy, reorganizo todo...
El viejo lo miró en silencio, con expresión helada. Sus ojos eran más duros que nunca.
—No quiero vendettas personales. ¿Está clarito? Esto es una empresa. Considérelo un revés económico muy grande, del que nos recuperaremos.
—¿Los va a dejar? ¿Después de lo que hicieron? — ¿Cómo podés ser tan boludo, viejo de mierda?
—Todos tenemos que asumir nuestro grado de culpa en esto. Todos pusimos nuestro granito de arena para que esto pasara. Me dejé convencer por usted, que era mi mano derecha.
El “era” no se le escapó, y le apretó la tenaza de rabia en la garganta.
—Nos topamos con alguien más inteligente que usted y que supo ver la grieta que este... “servicio” estaba dejando en el sistema. Hasta tengo una idea de cómo fue... ¿Y usted?
Negó con la cabeza. No podía pensar en nada. Me está humillando delante de Ortiz. Nunca hizo algo así. . El viejo continuó, indiferente.
—Se infiltraron. No más de dos, imagino. Seguramente uno haya estado dentro del cuartel general para el entrenamiento. A ése hubiera sido más fácil controlarlo. Debe de haberse desempeñado muy bien para no descubrirse. Los suyos tienen que estar orgullosos de él. Resistió el condicionamiento. Me gustaría saber cómo lo hizo. Esa información vale oro...
Carajo, se está yendo por las ramas. ¿Pero quién interrumpe al viejo en sus digresiones?
— El otro... o la otra, porque más bien creo que es “otra”... atacó por el punto débil que no controlábamos: las mujeres. Se arriesgó a lo peor —el viejo paseó la mirada displicente por el estudio—. Porque, si caía en las manos de su amigote Armand, dudo mucho de que saliera entera, o viva... No podemos saber... Ya no.
El Brigadier atrevió a interrumpir, por la ansiedad que le agarrotaba el pecho.
—¿Lo sabe? ¿Ya sabe quiénes son?
—Todavía no. Estoy haciendo suposiciones, deducciones. No se me ocurre otra forma mejor ni más sutil de infiltrarse. Pero eso a usted ya no le importa.
—¡Sí que me importa, por Dios! ¡Quiero a los responsables, sean dos, tres, cien! ¡Los que hicieron esto tienen que pagar!
—¿Quién hizo qué? ¿Quién dejó el rastro? ¿Quién les facilitó la entrada con una operación tan obviamente nociva para nuestros intereses? Estábamos satisfaciendo demandas muy puntuales, en detrimento de negocios mayores. Se acabó. No quiero más errores como éste.
El tono del viejo era brutalmente acusador. ¿Lo estaba haciendo responsable, y encima le decía que no le permitía cargarse a esos hijos de puta?
—¡Pero ellos...!
—Estamos hablando de usted, no de ellos.
El corazón le dio un vuelco. Toda la cháchara de la responsabilidad y los errores era pura mierda. Me está cargando el muerto. Inspiró pero el aire no le llenaba los pulmones. Por primera vez en su vida tuvo miedo. Un miedo cerval, instintivo. El viejo, maestro en el manejo de los silencios, se mantuvo callado mientras esperaba que él comprendiera su verdadera situación.
—Usted y su grupo tienen destino reasignado.
Si le hubieran pegado un derechazo en el estómago no se habría sentido peor.
—Reúna a su gente. Salen para Angola.
No podías humillarme más, hijo de mil putas. El paredón de fusilamiento. Hizo el último intento.
—Por favor, déme una oportunidad...
—Gánesela. Salen el miércoles vía Lisboa.
Cuando Ortiz regresó, el viejo todavía estaba sentado. Ortiz le sirvió un whisky sin hablar y sólo después de que el viejo se lo hubo tomado, se atrevió a interrumpir el silencio fúnebre que flotaba en el aire.
—Señor...
El viejo levantó los ojos, invitándolo a hablar.
—Señor, no le va a hacer caso. Lo conozco.
—Quiero darle una oportunidad —suspiró a su pesar.
—¿Más? Señor, le dio mano libre, y mire lo que pasó...
—No hace falta que me lo digan. Yo sé que me equivoqué. Es duro de aceptar, nada más —lo miró y supo que Ortiz sabía que le dolía el pecho. Movió la cabeza con resignación — Me estoy poniendo viejo. A nadie le gusta, y a mí tampoco — bajó la mano pesadamente sobre el brazo del bergère.
—Usted no es viejo, señor —la voz de Ortiz estaba llena de ese afecto de años, capaz de perdonarle y aceptarle cualquier cosa. Sonrió para sí. Cualquier cosa menos que le tocaran al “tatita”. A veces los tuyos te salen como un pato guacho, y los que recogés parecen de tu sangre.
—A usted siempre le dolió que él fuera mi mano derecha...
—Conozco mi lugar, señor —Ortiz bajó los ojos, apretando los labios.
—Me equivoqué. Hay que saber perder. Lo que sea. Aunque se trate de mi propio nieto —hizo una pausa. La amargura le deformó la voz y la boca. —Si me desobedece, pobre de él.
Se levantó y se miró en el espejo que coronaba el hogar enorme de mármol italiano que adornaba el estudio. Recompuso el gesto austero y se sirvió otro whisky con parsimonia.
—Pobre de él.
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